Si el río abriese los ojos: Antología de la continuidad. Es una selección que reúne voces de poetas venezolanos nacidos a partir de 1990. La muestra nos invita a reflexionar acerca de las diversas identidades que se presentan en la poesía actual venezolana. La escogencia del título rinde homenaje a dos voces que dejaron una huella fundamental en el panorama más reciente de la vida literaria del país: César Panza, con su verso Si el río abriese los ojos qué viera, y Caneo Arguinzones cuando dice que Haber retrocedido al abismo ha convertido la continuidad / en una festiva alabanza. César nos devuelve la pregunta de la identidad sin pretender abrirnos los ojos, sino buscando que habitemos con él la pregunta; defiende lo auténtico mientras nos habla de la impermanencia. Caneo plantea una vivencia corporal que enfrenta a la muerte, pero que, en un detenerse, busca la continuidad de la vida como una “festiva alabanza”. Estos autores y referentes, por siempre jóvenes, son voces desenfadadas, discontinuas, navegantes de lo incierto en el río identitario, vitales, como las que presentamos a continuación.
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Jesús L. García (Río Caribe, estado Sucre 1995) es un poeta miembro del colectivo poético La Metáfora Marginada que nació en las calles de Bogotá, ciudad a la que migró en 2018. Desde entonces, escribe "poemas por limosnas" con máquina de escribir en las calles; ha llevado esta poética vital a Guayaquil y Caracas.
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Santos mendigos
Santos
todos los mendigos de esta tierra
santos los zapatos rotos
y sus patas sucias
santa la mano extendida
y la mirada que no espera.
Santos todos
los mendigos
de la tierra.
Santas túnicas los harapos
que lo visten
peregrinos todos van pagando
las miserias del mundo que los hizo
y que ahora voltea la mirada
al toparlos.
Santos niños de atoche
en manada y sonriendo
huérfanos.
Testigos de la injusticia.
Santo Don Jaime, mi querido Rambo
con la oración de su gorda en la boca
con el tarro de pegante en la mano
y el palo de escoba como bastón.
Santo Ancízar con su «Dios te bendiga
padre» en la boca
con su sonrisa sin dientes y temerosa
con sus ojos de niño inquieto
y su amistad.
Santo da Vinci
Óscar Javier Ratón
cambiando dibujos
por limosnas.
Su barbita de nubes grises
el milagro del Piel Roja
y su devoción
santificada la túnica—sábana sucia—que lo envuelve
y lo viste de santo.
Santa cruz heredada
sobre las ánimas benditas
que deambulan por las calles.
Santos todos los mendigos
de la tierra
porque han estado aquí desde siempre.
Mañana es un vértigo
voy a la espera de los paisajes recurrentes.
mañana es una travesía,
una historia repitiéndose
en pequeños hechos cotidianos.
Mañana te buscaré
en las entrañas del ruido,
donde todo se asienta
y el fondo de las aguas claras
es una turbiedad que reposa.
Subiré las escaleras
como siempre;
siendo la joroba
de un soñador pesimista,
pareciéndome en cada gesto
a la derrota,
a la tartamudez y el miedo
ante la indecisión sin caminos.
Y tú serás el cerro y la peonía
mi recuerdo de tambores
quemándome la piel.
Poema de la ternura
I
La ternura quiere ser tan sólo
la ternura
lo mismo que una ingenuidad
lo mismo que ese amarillo que alfombra la tierra.
El mundo es terciopelo
y a veces agua
de un río delgado y dulce
que va santiguando penas.
¡Ahora mismo soy un niño
y toda la vida es un juego
campo de constelaciones estos árboles!
Yo haría mi casita en tierra de nadie
donde nadie sepa que existo
yo me internaría en las entrañas de un apamate
y que me coronaran sus flores
como un bebé difunto
como una sonrisa a la tarde.
II
La ternura se incuba
en la memoria
y se parece a una piel
estremecida de relámpagos
bajo el zinc asediado
por la lluvia.
La ternura es un vientre
un nido maternal
que a duras penas guarda
una idea blanda:
Acariciar
la frente
del mundo.
Y mi vieja casa
puntual en la memoria
tiene todavía a papá recostado
del marco de la puerta
y a mamá bordando de falda larga
en la mecedora de mimbre.
Mi vieja casa es el signo de la pausa
y sobre ella en la memoria
se tiende la ternura
como caricia de cortinas blancas
hacia el viento.
Poemas nacionales
I
Este poema tiene que hacerse río, echarse a rodar sobre la hoja, hasta empaparla de una nostalgia que va recogiendo hilos largos de la historia, como una vieja a sus harapos. Ser un río que visita suave una casa vieja donde una mujer espanta las gallinas. Tiene la falda larga, como una tristeza por ser mujer y las manos manchadas por las viejas canas de la piel. Arrugas silenciosas esas manchas blancas sobre su carne de cacao. Arrugadas manos de cacao que han perdido unos dedos de tanto contar lo que harían con la pensión que nunca llegó. Ella va, con sus pies indios, con su cara india, con su boca india, donde dejó una mueca que intentó ser una sonrisa, pero sólo pudo llegar hasta ahí; hasta una mueca de horqueta que al menos sirvió para sostener el tabaco. Va, con una ponchera de ropas y con una totuma a bañarse en el río y a lavar sus tristezas.
El río está hecho de la misma membrana líquida de la memoria, de una misma memoria nacional. El río viene de unas huellas que trajeron a la mujer hasta aquí, se escurre desde donde las morocotas no eran fantasmas y misterios enterrados todavía, sino vanas monedas de cambio. Desde más atrás, cuando esta tierra no era de nadie y sólo la poblaban espíritus, que para siempre aquí se quedaron; a presenciar el destino de una historia que empezó hace nada y que nació tan vieja.
Ahora los mismos fantasmas, los mismos misterios se bañan con la mujer en el río. Lavan su cabeza. Curan sus pies cansados. Ahora puede escuchar al ánima sola en el templo ceremonial del río y presenciar la venida de un duende que juguetón se oculta, entre las matas de cacao.
Y algo dice la mujer mientras restriega una sábana ahuecada de flores de quebrada, algo dice de un campo tan solo y olvidado por Dios. Donde el cacao manchó las manos, pero no sirvió de nada porque apareció el petróleo y las ciudades se hicieron grandes de repente y hasta parece que el progreso es una fiesta. Pero algo dice también de un chinchorro para mecer las horas, y algo dice también del aliento borracho de un galerón. Algo saben sus ojos que siempre están tristes y algo tiene que conocer la horqueta de tabaquero en su sonrisa, porque miran lejos y no dicen nada.
Mientras tanto, el ron del cielo estrellado oriental besa sus labios, de anciana antigua. Sus labios; dulce de majarete. Algún esclavo fugitivo por aquellos cerros orientales se tuvo que robar una india alguna vez. Algún negro fugitivo alguna vez tuvo que hacer el amor sobre una piedra de río con una india, que llevaba el cacao en la piel, para que naciera ella; la mujer anciana, la anciana antigua que ahora lava, como redimiendo la historia, la camisa de trabajar la tierra de su marido y se acuerda que su país, se parece a un pájaro que vuela prendido en candela y pasa cantando por aquellos cerros orientales presagios del futuro que le espera.
II
Fundaste calas en el pedacito de tierra que te concedió aquel cerro. Traías el río entre tus manos y un arrugado aguacero. Niña de cacao peinada por calas rojas venidas de Más nunca. Había un jardín embojotado en tu mudanza y dejaron los pasos la estela plateada de la Guacara en la huida. Peregrinación tan larga fue tu exilio del campo a la ciudad. No supiste, nunca te contaron, que había aquí una fauna en el metal del ruido, que la humanidad se vuelve estampida a las seis en una carrera afanada por el progreso. No te dijeron, y nadie le dijo a nadie, que después de la fiesta el progreso se parece a la resaca. Pero ahí estabas tú, soñando un patio de tierra y un jardín mientras acomodabas tu bulto entre animales metálicos en la metálica fauna del ruido.
¿Y qué tenías cuando no tenías nada, cuando la noche reventaba de salsa y plomo bajo las estrellas del barrio prendido de un viernes?
Constelación de oriente son los gallos dispersos en los corrales improvisados del tugurio. Cantan, como llamándose, para acercar la tierra. Se reconocen extranjeros de la urbe, como la niña esculpida en cacao, tan acostumbrada al olor de la cuaresma. A la que vestían tan solo hace unas huellas flores de cala blanca, ahora la viste el smog de la ciudad.
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