Juan Ramón Molina: encadenada voz de la asamblea y éter del Modernismo
A Gustavo Campos y Enrique Maradiaga López
I
El Modernismo es cimiento de nuestras letras, puerta que permitió entrar, libre de conserjes y ordenanzas, en las nuevas naciones hispanoamericanas a la cultura europea y sus más recientes hallazgos. Es también la recámara en la que sus jóvenes escritores cribaron los saberes, cual noche de bodas, y los hispanizaron en un ardiente encuentro nupcial.
El espacio en donde los modernistas encuentran plenitud es la lengua. Se aíslan del horror, pero no evaden su destino: la Torre de Marfil es el símbolo del autoanálisis. La proeza de los modernistas fue convertir la derrota psíquica y emocional de la naciente «masificación» en triunfo espiritual.
Se ha explicado el Modernismo como un movimiento literario. Fue un periodo como lo fueron el Barroco, el Clasicismo y el Romanticismo. Decimos: el «Periodo Barroco», el «Periodo Clásico», el «Periodo Romántico».
La pared que los lectores del siglo XXI interponemos entre nosotros y el Modernismo nos nubla y nos conduce a emitir opiniones que son, para afrenta nuestra, insultos, enormidades, desprecios. Poemas como «Sonatina», «Era un aire suave» o «A Margarita Debayle», de Rubén Darío (1867 – 1916), son el caballito de batalla de quienes lo tildan a él y al Periodo Modernista de «cursi», «vacuo» o «demasiado musical». Habría que preguntarse qué inabarcable materia yace en las profundidades de dichos poemas.
Todos opinamos sobre el Modernismo y sus escritores. Sin embargo, pocos los estudiamos. Y, para traspié y evidencia del autoagravio, citamos, sin saber su procedencia, versos convertidos en tangos y boleros como «El día que me quieras» o «Si tú me dices ‘¡ven!’, lo dejo todo...», de Amado Nervo (1870 – 1919).
Y el que más asombra pues creemos que es un antiguo refrán: «Juventud, divino tesoro», verso tomado en préstamo por Darío de un poeta del siglo III a. C. autonombrado Eclesiastés, que en hebrero quiere decir «vocero de la asamblea» o «asambleísta». Ante el hastío de escuchar al pueblo repetir ideas impuestas sin cavilarlas hasta convertirlas en «verdad», Eclesiastés levanta la voz, o la pluma y, entre muchas cosas, dice: «Joven, la juventud es un tesoro» (Eclesiastés 11: 9-10).
El Modernismo es el menos entendido de todos los periodos de nuestra lengua. Quizá se deba a que no se circunscribe a un determinado espacio sino a una veintena de países. Sorprende que a pesar de ser una respuesta a la industrialización que convirtió al artista en un obrero más, los modernistas aceptaron, sin lagrimeos o subterfugios, su destino de «proletarios» o «asalariados».
Los escritores ya no eran plenos representantes de los gobiernos hispanoamericanos; más bien sus presidentes los dejaban a sus expensas. Eran artistas que se ofrendaban al tenderle la mano a ese «ser» que iba de prisa, el hombre o mujer de ciudad, el burgués, anclándolo al presente que se esfumaba a la velocidad de una máquina con la música de un verso, la descripción de un paisaje, un animal o un nuevo invento a través de una crónica o mediante el retrato de un artista «raro», o sea, aquel hombre de letras que los antecedió y no pudo adaptarse a las convenciones sociales y que tal vez quedó más a la deriva que ellos.
Los modernistas se abrieron a una inmensa cantidad de temas. Por arte de la telepatía, (no de la telegrafía, invento de la Revolución Industrial), término acuñado en 1882 por el poeta, filólogo y fundador de la Sociedad para la Investigación Psíquica, Frederic William Henry Myers (1843 – 1901), los modernistas palparon una descomunal suma de materias cuyas partículas, cual éter, se esparcían ya fuera en México, Argentina, España o Centroamérica, y que los artistas «modernos» plasmaron en sus escritos.
Expliquémonos: la comunicación telepática permite transferir el pensamiento no a través de formas sensoriales como el oído, la vista, el tacto, etcétera, sino mediante la energía. La telepatía es un fenómeno cuya explicación se fundamenta en la idea teleológica (enraizada en la metafísica) que demuestra cómo «algo» tiene una causa, propósito y un fin.
De la telepatía proviene la parasicología cuyo estudio radica en «aquello» que «está» a la par de la mente, o sea, fuera del cerebro. Hablamos de la supraconciencia, la visión holística de lo que «es» y nos rodea: el alma.
Rondando el año 1920 la parasicología le abrió camino a la mecánica cuántica y habría de llevar, acéptese o no, al científico Albert Einstein (1879 – 1955), a formular la teoría de la relatividad.
La falta de entendimiento del Periodo Modernista en el siglo XXI se cimenta en diversos factores: la escasa o nula lectura de poesía que extrañamente todos queremos componer pero nunca comprar, mucho menos leer ni analizar; oídos dolorosamente débiles ante la ausencia de una legítima educación musical en el hogar y en la escuela; la pereza mental impuesta por la rapidez, orgullo y triunfo de la revolución digital; y, más que nada, la falta de humildad en invocar a los grandes maestros que, ya andando el Modernismo, se dieron a la tarea de explicárnoslo con garbo, inteligencia y claridad.
Basta nombrar a algunos iniciadores de los estudios modernistas: Juan Valera (1824 – 1905), Juan Ramón Jiménez (1881 – 1958), Pedro Salinas (1891 – 1951), Dámaso Alonso (1898 – 1990), Pedro Henríquez Ureña (1884 – 1946), Max Henríquez Ureña (1885 1968), Alfonso Reyes (1889 – 1959) y Edelberto Torres (1930 – 2018).
Sin embargo, a partir de finales de los años sesenta del siglo pasado muchos de los que nos hemos acercado a ese incomprendido periodo vamos a una fuente anticastalia llamada «El caracol y la sirena» (1964), ensayo de Octavio Paz (1914 – 1998), incapaz de fundamentar los juicios que emite con respecto a la literatura en español y, en particular, a la poesía de Darío:
Sería inútil buscar en todo el siglo XVIII [español] un Swift o un Pope, un Rousseau o un Laclos. En la segunda mitad del siglo XIX surgen aquí y allá tímidas manchas de verdor […] Nada que se compare a Coleridge, Leopardi o Hölderlin; nadie que se parezca a Baudelaire […] Darío es menos desmesurado y profético; también es menos valiente; no fue un rebelde […] Sigue escribiendo desteñidas imitaciones de los románticos españoles […] Darío tiene poco que decir y su pobreza se reviste de oropel. Emite opiniones, ideas generales, le falta la mirada de Whitman […] Los poemas de Darío carecen de sustancia: suelo, pueblo […] ¿Vio la miseria de nuestra gente, olió la sangre de los mataderos que llamamos guerras civiles? […]
Con estas afirmaciones hemos sido educadas al menos cuatro generaciones en cuanto a Darío y al Periodo Modernista. Tristemente tomamos las afirmaciones del autor de Libertad bajo palabra (1949) y Piedra de sol (1957), que evidencian escaso conocimiento de la cultura e historia centroamericana y de la literatura española, y que contrastan con su admirable sabiduría con respecto a Francia y su literatura.
«El caracol y la sirena» también influyó en grabar con hierro encendido la imagen del Darío alcohólico (más insistente en la segunda parte del estudio) socorrida hasta la exacerbación en el siglo XXI.
Por otro lado, si ha habido una región de la América española constantemente azotada por guerras civiles es Centroamérica. Para solidificar otra visión sobre la dipsomanía de Rubén Darío y su falta de «calle» en cuanto a conocimiento de nuestras naciones propongamos algunas preguntas:
¿Podría un alcohólico empedernido, cual puerco en zahurda, enviar durante veinte años más de medio millar de crónicas, sin tardanza alguna, al periódico argentino La Nación? ¿Conocía el futuro ganador del Premio Nobel al redactar su ensayo los pormenores del alcoholismo en el siglo XIX y principios del XX y cómo, ante la ausencia de la farmacopea surgida hace apenas setenta años, la libación servía de ansiolítico y antidepresivo? ¿Sabía que desde la Independencia hasta 1990 Nicaragua se ha despedazado en encarnizadas guerras civiles? Los modernistas murieron en la pobreza, pero con la pluma en la mano.
Entonces surge la voz de un maestro que en 1977 hizo las siguientes preguntas, quizás la más certeras en cuanto a Darío y al Periodo Modernista:
¿Por qué aún está vivo? ¿Por qué, abolida su estética, arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena? […] ¿Por qué tantos otros más audaces que él, de Tablada a Huidobro, no han opacado su lección poética, en la que reencontramos ecos anticipados de los caminos modernos de la lírica hispana?
Rubén Darío: poesía 1977
Se trata del crítico literario Ángel Rama (1926 – 1983), que en su hoy poco estudiado ensayo a la introducción a la Poesía de Rubén Darío, editada por la Biblioteca Ayacucho, nos ofrece, como el insuperable maestro que fue, posibles respuestas, entre ellas la de haber muerto los temas modernistas, pero no sus autores.
Uno de ellos es prácticamente desconocido, leído, estudiado y comprendido en comparación con Darío. Nos referimos al modernista hondureño Juan Ramón Molina (1875 – 1908), admirado y bautizado por su hermano de vida y letras nicaragüense como el mejor poeta de Centroamérica.
Miguel Ángel Asturias (1899 – 1974), por su parte, lo calificó como «el poeta hondureño, centroamericano, americano, universal […] que se marchaba hacia la Cruz del Sur y hacia allí había volado cuando Rubén Darío, gemelo suyo en la fe en América, abría su poema ecuménico con otro nombre símbolo de la nueva humanidad («Juan Ramón Molina: poeta gemelo de Rubén», 1959). El Eclesiastés hondureño pugna por ser escuchado. Escucharlo sería escucharnos a nosotros mismos ya que, como él, vivimos faltos de fe y esperanza, de Honduras y de hondureñidad.
II
Juan Ramón Molina salió a los diecisiete años, en 1892, de su adorada Honduras hacia Guatemala en busca de suelo seguro a causa de la inestabilidad política en su país. Sin embargo, no hay evidencia de hostilidad alguna de parte del poeta hacia los liberales que desde 1821 conducían los destinos de la nación centroamericana.
Su afán de vida fue el conocimiento, una innegable dedicación a las letras, respaldada por un desbordado talento, y el anhelo de una mejor convivencia entre los divididos hondureños desde la mal llamada independencia por intromisiones inglesas, francesas y estadounidenses.
Hay que recordar que el amigo de Juan Ramón Molina, el presidente liberal Terencio Sierra (1849 – 1907), lo mandó azotar con cien latigazos y a encadenar y a picar la piedra con la que en ese momento se construía en Honduras la primera gran carretera que favorecería, exclusivamente, a la United Fruit Company. Sierra lo mandó a encadenar tras sentirse aludido por la traducción que Molina publicó en el Diario de Honduras de un fragmento de la autobiografía del presidente norteamericano Benjamin Franklin (1706 – 1790). Tal fragmento fue titulado en español como Un hacha por afilar (The Speckled Axe).
En este pasaje, el presidente Franklin, mediante las alegóricas figuras de un hacha y un herrero, muestra que la perfección no existe y que lo éticamente aceptable es abrazar nuestras imperfecciones puesto que es el proceso y no el fin (principio teleológico) lo que nos enriquece moral y humanamente.
Así, Juan Ramón Molina es un hondureño Prometeo encadenado, el titán hijo de Zeus que, en la tragedia escrita por Esquilo (c. 525 a. C. – c. 456 a. C.) en el siglo IV a. C., es atado a una piedra en eterno castigo por desobedecer a su padre al darles el fuego, o sea, la posibilidad del progreso, a sus hermanos los mortales.
Además de atar a Prometeo a una piedra en dolorosa e incómoda postura, Zeus enviaba un águila a roerle el hígado a su hijo cada mañana. Al contrario de Prometeo, cuyo castigo no tiene fin, Juan Ramón Molina falleció exiliado en San Salvador el 2 de noviembre de 1908.
Una severa pregunta: ¿Le hemos hecho justicia al poeta en más de cien años o somos el águila que le roe el hígado cada mañana (en nuestro caso un hígado supuestamente saturado de alcohol) como le sucedió al mítico Prometeo? Decimos supuestamente porque no hay pruebas concretas de dicho alcoholismo. Sin embargo, su impecable obra, vasta para su corta edad, pues murió a los treinta y tres años, exhorta a pensar que era un incansable forjador de letras con poco tiempo para la total entrega a la dipsomanía.
Duele que hasta la fecha no exista una cátedra en Honduras dedicada a estudiar la obra de este ignorado Eclesiastés y vejado Prometeo. Quizá se deba en parte a que no hemos interiorizado ni se nos ha enseñado su obra y menos su poema «Águila y cóndores», que antecede y quizá supera a «Salutación del águila» (1906), de Rubén Darío, y donde Molina llama a la unión y a la concordia hispana ante los embates de los Estados Unidos. El espíritu de la «república bananera» nos nubla el pensamiento y nos impele a brindarle mil latigazos con cada infundado juicio que emitimos sobre el poeta.
Duele también que, al tratar de lavarnos la consciencia, perpetuemos erratas en las ediciones de su obra o no dediquemos ningún esfuerzo por fecharla a fin de rastrear su crecimiento artístico. Nuestra ignorancia nos convierte en buitres y, por omisión y pereza, le roemos minuto a minuto su enclenque hígado.
Si este es el castigo que le hemos impuesto los centroamericanos, ¿qué podemos esperar del resto de Hispanoamérica?
La historia de la poesía está llena de omisiones, olvidos e injusticias. A los nombres modernistas no ha sido costumbre añadir el de Juan Ramón Molina, en cuyos poemas palpitan, como en Darío y en el resto de sus compañeros, palabras esquivas y rebeldes, una plétora de imágenes, metáforas y sonidos, tactos y, sobre todo, cambios de luces, destellos y semipenumbras. También se oye en la poesía de Juan Ramón Molina el canto de las sirenas. Pero al contrario de Ulises, el mítico guerrero de La odisea, el tímido y enigmático poeta hondureño no desoye ni intenta eludir su canto.
Solemos pensar que el Periodo Modernista tuvo su génesis en la poesía. Olvidamos que el primer llamado lo hizo José Martí en el México de 1875 con las primeras crónicas que envió a La Nación.
Si desconocemos los poemas de Molina también desconocemos sus crónicas ya que el poeta las trasvasó a su poesía como aseguró en 1990 Marta Reina Argueta (1932) en su ensayo Nací en el fondo azul de las montañas hondureñas: ensayo sobre Juan Ramón Molina.
Como inherente característica del Periodo Modernista, que se abrió a una innumerable cantidad de temas, el de Molina es un Modernismo «distinto», pues en él la geología, la antropología y los estudios naturalistas, están muy marcados.
El origen de las especies (1859), de Charles Darwin (1809 – 1882), cuyas ideas nacen de la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano (1535), del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478 – 1557), es poetizado y acercado al lector por Juan Ramón Molina mediante la belleza del lenguaje y la gran gama de figuras retóricas magistralmente empleadas.
Un grillo eleva un monótono solo en la única cuerda de su triste violín («El grillo»), unas «garzas de color de nieve» dan muestra de un melancólico ocaso en el Golfo de Fonseca («El Golfo de Fonseca») –nótese la similitud en el tono poético y las mustias descripciones del paisaje descrito en esta crónica con las del legendario libro Platero y yo (1914), de Juan Ramón Jiménez–, las luciérnagas cuyas luces rutilan en la mente del amado al recordar a una ausente amada («Luciérnagas), y un largo etcétera.
Es hora de profundizar en esta desconocida veta del Periodo Modernista, ya que solemos estudiar sus puntas míticas, místicas, eróticas, a sus princesas, la fiesta galante, al indio heroico, el canto a la patria, etcétera. Por eso hay que recordar las palabras del escritor mexicano José Emilio Pacheco: «No hay Modernismo sino Modernismos» (Antología del Modernismo, 1970)
Tal vez nos digamos que la materia del Modernismo estaba en la sociedad que lo produjo, como sostuvo el maestro Ángel Rama. No obstante, habría que preguntarse por qué en un desconocido modernista hondureño laten los temas que serán también poetizados por el resto de los modernistas hispanoamericanos.
El Positivismo, ateo en su concepción, se estrelló en los vibrantes escritos de los poetas finiseculares cuya espiritualidad se desparramó etéreamente y dio las respuestas que la razón positivista no pudo dar. El Positivismo de los Simón Bolívar, los Domingo Fausto Sarmiento, los José Santos Zelaya y los Terencio Sierra quedó en sordina ante el canto de las sirenas.
III
Juan Ramón Molina fue el gran melancólico de Honduras y también ha sido el más ignorado. Si se le recuerda, casi siempre se lo hace con el pésimo chiste que lo imagina con los poros saturados de alcohol componiendo versos en una burda cantina o estanco de Tegucigalpa. Juan Ramón Molina ha corrido la misma suerte que Rubén Darío en Nicaragua.
¿Acaso algún hispanoamericano en el siglo XXI imagina a Paul Verlaine (1844 – 1896) y a Stéphane Mallarmé (1842 – 1892) alcoholizados hasta la locura, o a Arthur Rimbaud (1854 – 1891) como traficante de Hachís? ¿Algún estadounidense imagina a Edgar Allan Poe (1809 – 1849), cuatro veces más alcohólico que Juan Ramón Molina o Rubén Darío, tirado en una calle de la ciudad de Baltimore?
Quienes han perpetuado esta imagen de don Juan Ramón desconocen su trágica vida y no pueden entender el sufrimiento que hay en estos versos:
La lluvia su monótona charla dice afuera.
La puerta de mi cuarto por fin está cerrada.
Quizás en esta noche no grite mi quimera
y goce del olvido profundo de la almohada.
¡Hace ya tanto tiempo que en reposar me empeño,
como si me turbara la fiebre del delito,
que mis ojos enclavo –de los que huyera el sueño–
en la siniestra esfinge del lúgubre infinito!
Mas hoy todos los seres me han parecido buenos,
el cielo azul brindome su calma vespertina,
y –libre de pecados y libre de venenos–
purifiqué mi cuerpo en agua cristalina.
Quiero la paz aquella de la primer mañana
cuando, en el seno de Eva, tranquilo e inocente,
Adán durmió, al arrullo de amor de la fontana,
ajeno a las promesas de la sutil serpiente.
Un nirvana sin término, letárgico y profundo,
en el que olvidé todas mis dichas y mis males,
la secreta congoja de haber venido al mundo
a resolver enigmas y problemas fatales.
Ser del todo insensible como la dura piedra,
y no tallado en una doliente carne viva
de nervios y de músculos. O ser como la hiedra
que extiende sus tentáculos por manera instintiva.
No como el pobre bruto del llano y de la cumbre
sujeto a la ley ciega de inexorable sino
que en sus miradas tiene la enorme pesadumbre
de todo aquel que encuentra muy bajo su destino.
Así gozar quisiera de imperturbable sueño
cuando la noche baja de los cielos lejanos.
Estrellas: derramadme vuestro letal beleño.
Arcángeles: mecedme con vuestras leves manos.
Para que mi mañana florezca como rosa
de mayo, exuberante de vida y de fragancia,
y la tierra contemple, jocunda y luminosa,
con los tranquilos ojos con que la vi en la infancia.
«Anhelo nocturno»
La respuesta a esta angustia metafísica está en ese siglo incomprendido, en el que «el negro nubarrón viene rasgando», a decir de Darío, y que todavía nos toca y golpea de costado.
La melancolía, lo que hoy conocemos como depresión, palabra demonizada en la era de Facebook y X, fue definida por Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.) en la Problemata 131. Muchos artistas la han padecido. La de Juan Ramón Molina fue una melancolía extrema, exacerbada por su condición de mendicante, su destino y el abandono de la patria. Pero como todo hombre de genio o ingenio, ambas palabras tienen la misma raíz latina (Ingenium), Juan Ramón Molina dio rienda suelta a su talento siendo fiel, como todo melancólico, a su naturaleza: fue creador y creó.