Raúl Gómez Jattin: El esplendor oculto del poema. Texto de José Gregorio Vásquez.

Iniciamos una serie de lecturas de poetas latinoamerianos desde el lente crítico de José Gregorio Vásquez (Venezuela, 1973). Leemos aquí un texto sobre Raúl Gómez Jattin (1945-1997). José Gregorio Vásquez es poeta, editor y académico. En 2024 publicó el libro de poemas Los deshabitados (La Castalia).

 

 

 

 

 

 

 

La experiencia​​ 

(siempre está) herida por la realidad

Paul Celan

 

 

Toda carencia posee un don. Todo don, un lugar. Es el viaje y la transmigración de la palabra al poema, del poema a la poesía, de la poesía al aire mismo del lenguaje. El poeta es uno de los que comienzan su travesía​​ sin otro talego que la palabra y todo el esplendor y misterio que viene de ella:​​ su marcha a pie, su largo y agitado camino,​​ lo emprende​​ buscándola; al hacerlo, desata el entrañable y misterioso hilo de un destino ya fijado por las antiguas Erinias, las que han conservado el fulgor y el enigma de ese lenguaje que​​ siempre​​ pende de un hilo de forma trágica.  ​​​​ 

 

 

Lo deshabitado

 

En cada espacio hay unas marcas que solo la poesía logra proteger para los otros. Ese espacio es el poema. Quien las encuentra, se tropieza no solamente con la antigua y dura bondad de la música misma de cada palabra, sino que va juntando esa musicalidad con la que ya ha venido sonando en su existencia. Cuando este brillo o este fulgor comienza a desaparecer, entonces el poema va quedado como deshabitado, al margen mismo de la impostura:​​ la vaguedad de todo silencio postergado.​​ 

 

El poema viene de allí. La poesía habita el esplendor y la nada y se va desenrollando como en la antigüedad para decir el mundo otro que habita el lenguaje y la vida. Cuando ya el poeta no encuentra ese eco esplendente en su escritura, se va dejando en la intemperie y la palabra se va deshabitando, se va yendo, se va extraviando en el fuego otro de la​​ noche.​​ 

 

Se deshabita el poema que no alcanza el lugar en la palabra y el lugar de su sonido más transparente. Se deshabita el poeta que no logra reposo para su silencio, para su trazo antiguo y nuevo. Se deshabita la poesía que no guarda esa magia inicial de la palabra que despierta al amanecer con la sabia heredada de la eternidad.​​ 

​​ 

Esta es la vía que atrapa este viaje, uno que apenas​​ comenzamos​​ a recorrer. Raúl Gómez Jattin​​ (1945-1997)​​ es uno de los poetas colombianos que han​​ sostenido​​ al poema en el vilo del lenguaje, en el margen de la vida y de la palabra que cae​​ a la tierra hondamente.​​ Él​​ padeció la funesta angustia de la soledad y el abandono, la infatigable pena del desasosiego y​​ de​​ la muerte como precipicio permanente. Su poesía, en cambio,​​ ilumina el lenguaje, le da esplendor a la nada.​​ 

 

Al leerlo, hemos apreciado cómo el dolor se mete en los huesos, se hunde, precipita lo real, lo hace lejano, llevándolo a otro espacio, quizás más reducido, limitado, hueco. El poeta siempre buscó, en su mundo, ese lugar para decir la batalla ante los dioses, la guerra toda, la tormenta y la derrota que desdibujan el papel que le imponía la intemperie. Un poeta como Jattin nos lleva por el abisal camino de ese silencio aterrador, por el borde de un​​ horizonte que propende hacia lo oscuro, hacia la noche desolada de la palabra que dicta y enciende lo más trastocado y doloroso de las horas últimas.  ​​ ​​​​ 

 

Gómez Jattin sufrió esa angustia y el daño que la vida le otorgó como destino. De allí viene esa poesía, su poesía, de ese lado de la vida, de ese lado de la muerte, de la desolación y la enfermedad, del desvarío y del exilio sigiloso que hace ancla con el olvido. Su silencio se ha cruzado con el silencio de la palabra en él. No estamos lejos de su alegría, pero es su agonía la que vive y deslumbra cada verso, cada línea, cada encuentro de tinta y papel en la tragedia de esos instantes despertados por el poeta.​​ 

 

En su poesía cada poema es un certero impulso de dolor que lo deja fuera, lo lleva a la resequedad, al abandono, o lo hace caminar por las calles perdidas de la memoria pidiendo palabras como limosna, pidiendo recuerdos como viejos abalorios para cruzar el río final de los años. Deambula por esa afrenta cotidiana y el camino pedregoso de cada dolor ahí lo hace desprenderse con furia ante el papel: quizás su único lugar de esplendor oculto, su único rincón para el secreto, para el gozo deslumbrante de la nada, para el sacrificio de la derrota que significa decir el verbo, decirse la afanosa queja, el grito íntimo del extravío.​​ 

 

Queda deshabitado el poema para poder atrapar un algo en la mísera condición de desposeído. Lo que pierde alma en la palabra también va llevando a la orilla del río antiguo al poeta porque no encuentra lugar, ni destino, ni voluntad para poder sostenerse en el tiempo y su euforia: no muchas veces equívoca…​​ 

 

Son muchos los poetas que vagan por el borde del papel queriendo decir su mundo raído, como lo son estos de acá, por la locura, la soledad, la dura indolencia de los otros, la resequedad, el desvelo, la nostalgia, la triste condición de desvalidos ante un mundo que se presenta con un orden, con una lista de quehaceres, con una norma, con unos límites, con unas bondades que aíslan a los ausentes. La poesía se vuelve la única casa: una donde se da paso a paso cada palabra para conquistar el verdadero abandono.

 

 

Se ha cumplido la amenaza:

Duerme a la intemperie​​ Duerme en la calle

La noche es su sábana​​ La luna su lámpara

Lo velan las estrellas

Cuando cae el día busca un lugar dónde dormir

Nunca dos veces en el mismo sitio

pues lo alejan los vecinos

En busca vespertina va en pos de su lecho

Un pretil liso es un lujo Con la rota camisa

barre el piso La mano derecha es su almohada

 

Hay noches cuando lo ahuyentan y le toca

vagar entre la oscuridad tal un cometa insomne

 

 

 

Morir a solas

 

Nada queda, pero el poeta se esmera en dejar​​ siempre​​ algo: un rastro, una señal, una pequeña luz en el horizonte para otros,​​ así sea confusa, lejana, decadente. Deja un iluminado camino en lo oscuro​​ para​​ el poema, para la palabra que viene detrás, arrastrada por los años, por el dolor, por la soledad, por el sonido puro de la poesía, para esa palabra despojada, herida, arrastrada por el lodo incierto de la gloria. El poeta ha caminado a ciegas por estas calles sabiendo que su ciudad lo lleva a la condena, a la falsa derrota, a la herida de su nacimiento. Acallado no sabe sino huir. Nada lleva, pero todo viene consigo. Su talego está colmado, su palabra profunda hace que todo lo demás pase al lento desprecio de los otros: su mayor recompensa es que ningún extraño pueda ver lo que él al atravesar el río antiguo, desolado, profundo de cada día en la intemperie, posible solo para vagar inconfundible en la tormenta.

 

Es el impulso de​​ ese​​ otro silencio​​ en el poema​​ el que​​ viene a atormentar esta​​ misma​​ página​​ no escrita. Aquí estamos​​ yendo​​ detrás de los​​ lejanos y cercanos rastros​​ de​​ un poeta,​​ de​​ uno​​ singular, de uno que anda a ciegas por la página sabiéndose mejor así: solo en la oscuridad puede desnudarse la palabra, solo en la medianía del secreto puede volverse transparente la línea que protege la palabra sacándola de su cansancio, de su agotado instante de falsedad.​​ El poeta viene​​ caminando​​ así​​ bajo el amparo​​ de​​ una poética de escritura que​​ aún​​ no sabemos decir,​​ que todavía​​ no sabemos escribir.​​ 

 

Solo sabemos que lo que el poeta nos comunica: vamos ausentes entre sus líneas. La​​ angustia que lo circunda explota en el silencio. Su​​ verdadera​​ enfermedad es la muerte, la​​ otra​​ enfermedad es el vivir,1​​ y un poeta como Jattin siempre sostuvo como horizonte en el doloroso camino de su vida​​ estas dos afrentas inconmensurables.​​ Aún así,​​ vamos​​ andando por sus libros, por las páginas que lo extravían, lo conducen, lo dibujan y desdibujan para el tiempo;​​ sabiéndonos​​ extraviados,​​ sin​​ poder​​ mediar palabras ante el ocaso que impone la razón, seguimos sus rastros, nos movemos lentamente por sus palabras, por el ocaso de sus silencios, por la agonía de sus muchas penas, aciagas e inconfundibles, últimas, secretas, movedizas como el aire que arruga la frente y la tortura.​​ Aquí no hay artilugios que​​ nos ayuden​​ a comprender el misterio de esta poesía desgarrada del alma​​ que viene de​​ Raúl Gómez, poeta colombiano del Valle del Sinú.​​ Aquí no hay​​ espacio para la falsedad que impone la cercanía en ausencia. El poeta​​ busca incansable su destino,​​ se aferra a​​ la​​ memoria pada decirnos desde otro lugar no común la poesía.​​ Su poema vibra en otras páginas donde la afrenta destruye su vulnerado paso por la vida: así el poema regresa herido al tiempo y desde ahí su inefable misterio.

 

Somos viajeros insomnes atravesando el frío atardecer que llevamos como estandarte para​​ vislumbrar​​ la magia y la originalidad de esta voz.​​ Una voz que​​ nos recuerda​​ también​​ que la más alta poesía​​ la desentraña​​ el poeta al​​ intuir lo invisible del universo,​​ dejándolo atrapado o protegido​​ en el silencio y la palabra que nace de ese​​ diálogo​​ indecible​​ del lenguaje. Aquí nos postramos tardíamente ante el olvido que ha significado leer al revés a este poeta iluminado,​​ para decir desde otro lugar el sonido del poema, la aventura de​​ su poesía, la desgarradura de su pena.​​ 

 

Estas palabras son​​ un encuentro con el final de su vida, con la poesía que​​ viene de​​ su casa,​​ de​​ su asilo, su hospital del alma: un refugio provisorio y desolado​​ que lo resguardó intacto en el poema, múltiple en la soledad, deslumbrado en la batalla ya perdida de su vida.​​ Sabemos que allí​​ no​​ comienza su angustia,​​ ni​​ su lento y difícil​​ andar por la noche del delirio, o​​ por la tormenta de una pena aciaga,​​ o​​ por la locura que despierta la difícil tarea del vivir.​​ Sabemos poco, es cierto, pero eso poco nos anima a descubrir​​ que en sus ojos​​ se​​ contempló​​ el otro mundo: ese que nosotros​​ quizás​​ no sabemos​​ aún​​ ver​​ ni contener, ese que nosotros aún no sabemos escribir.

 

El poeta no tiene nuestros ojos, pero se va con nosotros​​ buscando la calle oscura, la noche postrera y el asolado​​ eclipse​​ de​​ otros sonidos y señales​​ dormidos en el​​ misterio de otros símbolos​​ allá,​​ no más lejos, sino ahí,​​ en el fulgor del silencio que​​ nos acompaña​​ y nos hiere.

 

Un poeta como Gómez Jattin nos sigue permitiendo recordar el compromiso mayor de la poesía: dejar para sí en la palabra el tiempo,​​ la locura, la soledad, la angustia de saberse finito, débil, desolado… hambriento;​​ ese otro tiempo del universo protegido en cada sílaba que canta en lo hondo la angustia,​​ la​​ dicha​​ y el infortunio​​ de​​ lo humano, lo demasiado humano.

 

Aún así, el tiempo​​ del poeta​​ se apaga​​ ante nuestras manos. Una luz en la oscuridad lo ilumina perenne. Sabemos que​​ otra​​ debe continuar, otro​​ silencio​​ debe​​ sucederlo​​ para lograr​​ encender​​ esa​​ pequeña​​ e infinita​​ luz​​ del poema​​ que persiste hoy en su poesía.​​ 

 

Con Jattin sabemos que estamos vaciados​​ y​​ huimos. El poeta es uno de esos seres que nos enseñan​​ a leer​​ la​​ poesía​​ de​​ otra forma,​​ quizás​​ bajo el impulso del desasosiego que la habita​​ o​​ bajo el clamor de la desdicha​​ o​​ el​​ albor​​ temprano​​ del atardecer que vislumbran las líneas de cada​​ nuevo​​ sonido. En​​ él​​ hay una​​ luz que nos espera. Un poema​​ desde el​​ dolor, la resignación,​​ la zona menos transparente de la palabra​​ o bajo el amparo o desamparo de la angustia del vivir​​ en​​ la tormenta de otros dioses, nos puede permitir​​ una poética que​​ nos ayude a​​ desentrañar​​ el otro camino de la poesía, el más duro, el​​ del abandono de la​​ vida en la​​ palabra, el de la intemperie, el desamparo y la derrota.​​ 

 

 

Valle del Sinú

 

Con el nombre de Gómez Jattin,​​ Cereté​​ se guarda​​ ya en la memoria de la poesía colombiana. Cereté:​​ las calles abiertas de un poeta.​​ Aunque Cartagena haya sido su ciudad natal​​ por la urgencia​​ y el lugar de sus últimos días,​​ la ciudad perdida​​ de​​ la infancia del poeta es Cereté:​​ ciudad a la que siempre regresa​​ su​​ palabra​​ y en la que su vida anochece precipitadamente.​​ 

 

Raúl Gómez Jattin viene del Valle del Sinú a traernos su amanecer, su canto desolado, su resplandor y su oscura agonía;​​ nos​​ lo trae con palabras,​​ con delirios,​​ dejando​​ algo de esa​​ desolación en el papel de su memoria.​​ 

 

Lo acompañó siempre la soledad,​​ el​​ abandono, la queja abierta de otro dolor,​​ de​​ otro​​ fracaso​​ impuesto​​ por la vida. Lo que queda​​ de ese viaje​​ permanece​​ en las​​ palabras,​​ queda como​​ rastros en la piel,​​ en las​​ marcas profundas​​ que​​ habitan​​ los ojos,​​ en el​​ extravío inconmensurable​​ del desasosiego de​​ esa​​ lejana realidad​​ que nos habita​​ aún al leerlo. Nos queda además un mundo de palabras​​ no dichas, de sentencias inesperadas, de escenas casi únicas del desparpajo de muchos de sus días.​​ 

 

Mantuvo​​ una​​ clara convicción de saberse​​ herido por la realidad. Desvariado por esa realidad​​ bajó​​ a un lado de ese abismo de la locura, pero nunca dejó de decir, de escribir, de borrar, de trastocar la palabra para despertar su lado oscuro y devastado; esa “consciencia” lo llevó​​ a decir: “Un loco no puede crear. Y yo tan lúcido que hasta loco fui”. Gómez Jattin se supo siempre en ese “infierno” e impuso salidas de él tan severas como esa huelga de hambre de 29 días al no poder resistir un tratamiento de rehabilitación​​ o su trágico y aún incierto modo de morir.​​ Trasegó también en ese mundo de los hospitales deambulando sin vida los pasillos, estacionándose días enteros sentado en una banca o acostado en el piso pelado de aquellos lúgubres y desolados lugares. El​​ poeta vacía de sí las últimas horas y las desespera hasta volcarlas en el silencio amargo de​​ su adiós.

 

El poeta viene con su mundo otro, su silencio otro, su dolor estampado en la piel, su queja ante la pérdida fatal de la razón.​​ Un poeta entra así a otro mundo, a uno muy lejano del nuestro,​​ o a lo mejor, a uno muy cercano del nuestro; entra y sale de él, entra y se abandona, socava su exilio y​​ el sufrimiento que lo causa.​​ Deja para sí​​ protegido en su cuerpo, en la palabra, en las marcas que hacen esas palabras en la piel –su lugar más cercano de escritura–​​ y​​ luego, deja​​ para​​ los​​ otros​​ ya transfigurando esas palabras en​​ poemas,​​ los​​ lugares del​​ dolor,​​ la casa​​ del​​ dolor​​ que es el poema,​​ esos​​ instantes de asoladas tribulaciones​​ que se hicieron desde siempre su poesía.​​ 

 

El poema que​​ respiramos al comienzo​​ se escribe en la página​​ atormentada de los últimos días de su vida.​​ Fueron días​​ aciagos,​​ abandonados en el papel con la​​ tinta​​ venida del​​ tormento, esa tinta​​ que toma al cuerpo como prisión de otros abandonos.​​ Ese poema nos permite verlo aún vagar insomne como un cometa en la trágica belleza de su poética.

 

 

Íntimas preguntas

 

En 1945 comienza la historia de Gómez Jattin​​ en Colombia.​​ Descendiente de libaneses,​​ inicia​​ su recorrido por la vida​​ en un pueblo que le dio la alegría de vivir y el encanto por estar cercano a la tierra y su resplandor: sus palabras dan testimonio de una​​ vida​​ nacida​​ de estas imágenes que representaron para siempre su Cereté, su ciudad mítica, su lugar en el mundo.

 

Hay poetas que​​ traen​​ ya su dolor​​ en las palabras​​ y Gómez Jattin parece ser uno de ellos. Él​​ lo que hace​​ con​​ el tiempo es mitigarlo​​ al lado del​​ silencio, olvidarlo, traspasarlo borrando los límites que impone. Entrega su vida a​​ un lado​​ de las palabras para que ellas puedan escribirla​​ en la poesía, en el teatro, en la soledad, en el frío de la noche enlutada del destino.​​ 

 

Desde el​​ vientre de Lola Jattin cantó a los días oscuros y a las noches aciagas​​ que le acompañaron en su estancia en​​ la​​ tierra. Viajó a Cartagena a estudiar derecho. Hizo teatro, vivió en el mundo de la escena varios años. Su timidez la​​ desdeñó​​ encima de las tablas. A los 21 años en su silencio comenzó a dialogar ante el papel con la poesía. Regresó luego a Cereté,​​ regresó a su infancia, a su​​ río​​ Si,​​ esplendoroso, a​​ sus amigos, sus colores de la vida. En 1980 publica su primer libro de poemas, luego vendrían los poemarios que le permitieron subir a​​ otro​​ tiempo​​ en​​ la poesía​​ de​​ Colombia.​​ Tríptico cereteano,​​ 1989, le permitió ese amanecer de triste resplandor,​​ le​​ trajo​​ el reconocimiento​​ a su​​ obra,​​ le dio​​ lugar para su frágil vida de​​ poeta,​​ acomodo momentáneo a su​​ mundo alucinante, mundo que se desdibujaba en la palabra y​​ se​​ hacía​​ casa en el poema: lugar donde se protegió de la intemperie.

 

Después​​ de su trágica partida, aún​​ nos queda en el recuerdo​​ la imagen de un hombre desprotegido, desamparado, cantando, bailando,​​ caminando por los pasillos de​​ aquel viejo hospital​​ psiquiátrico,​​ ya ido, levemente perdido, trayendo​​ en​​ voz de otro lugar​​ la victoria silenciosa de la poesía. Pero no la vimos siempre así,​​ y por ello es que​​ apenas​​ en​​ este tiempo​​ lo​​ reconocemos.​​ 

 

Su voz ahí​​ aún​​ sigue​​ dejándonos el misterio,​​ la palabra volcada de misterio.​​ Sus ojos​​ ahí​​ perdidos, nublados, nos siguen mirando más hondo.​​ Su poesía ahí, nos baña​​ con esa​​ música​​ suya​​ que el tiempo trajo hasta el Cereté de su alma: la ciudad oculta de la vida.

 

 

Vaga en el tumulto de la multitud

Mendiga por un bocado de comida. Le duele el cuerpo

Entre tantos rostros ve alguno conocido

El rostro sonríe burlón y despectivo

y alarga la mano y le entrega la moneda de menor valor

De súbito ve a su madre que​​ ataviada​​ tal una reina

compra telas preciosas. A si lado el hermano

“¡Madre! ¡Madre! ¡Hermano! ¡Soy yo!”

No lo oyen No lo ven ​​ No responden

Voltean a otro lado y se esfuman al mediodía

como un espejismo de amor

 

 

El agresor oculto

 

El poeta busca un silencio perdido. Canta, quiere herir con el canto, romper la tranquila soltura de las voces que hacen daño, allá​​ lejos, en lo oscuro de cada día,​​ en lo​​ oscuro​​ de​​ su soledad, en su pena ya​​ no tan secreta.​​ Busca causar dolor, huir, pero no hay silencio​​ capaz de resguardarlo, el dolor que infringe es para sí mismo.​​ Grita en​​ esa​​ oscuridad, grita el desamparo​​ de saberse excluido de la tierra.​​ Teme que los habitantes de su aldea lo sigan viendo como el hombre despreciable y peligroso.​​ Pero les hace saber que ese desprecio y ese peligro lo sabe proteger amarrado solo para sí.​​ 

 

El poeta murmura, susurra desde la casa del silencio​​ donde​​ se desvanece. Busca que​​ el papel no​​ labre​​ la hora​​ infausta​​ de su llegada.​​ El papel siempre le permite reunir los trazos que le acarician antes del olvido. Sus palabras vienen así de otras noches,​​ vienen​​ con otras​​ sombras, vienen​​ de otras​​ voces, vienen atormentando el aliento quieto y profundo del pensamiento. En medio de su voz, las otras voces no pueden decir.​​ Calla cuando ellas se imponen.​​ Sufre. Se inmola ante la vastedad de otros dioses arrinconando su vida a la intemperie.

 

Aún así, ninguna ofensa se asoma​​ sola​​ a la palabra, aunque el poeta implora a su fuerza oculta, al dios de su sosiego, no participa del festín que trae su tormento. Se aquieta, invoca su recuerdo.​​ En apariencia no hay​​ mayor​​ porvenir de la palabra. Sufre​​ el dolor de saberse otro en su casa, en su vida, en el cuerpo​​ ya​​ vulnerado.​​ Raúl Gómez Jattin​​ pasó sus últimos años bajo la inclemencia de la voz del desdichado.​​ Escuchó las otras voces de la noche junto a la suya.​​ El tiempo lo ha entregado a la “desgracia y la muerte”.​​ Pero​​ olvidó​​ las palabras, huyó a la calle. Salió​​ del tiempo. Se acomodó en otro. Traspasó​​ el sonido luminoso que queda en el silencio de​​ sus​​ palabras​​ para encontrar ese otro sonido de palabras casi​​ negadas​​ que lo aguardaban en la negra ciudad de los delirios.​​ 

 

Guardó otro silencio. Atendió​​ todos los lados de su vida y los dejó en el papel.​​ Se imploró ante la pena del desterrado, dejó​​ así​​ huellas​​ en muchos de sus textos:

 

Errarás sobre la paz de la tierra

Tendido en la acera me torturas​​ 

Cada bocado de​​ comida lo arranca de mi carne​​ 

 

​​ ¡Oh desdichado!

 

 

 

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Al poeta le duele el cuerpo. No puede más. Camina en la oscuridad que le ha regalado como victoria este tiempo. Ahora es mendigo de otro amor, de otros​​ ojos, de otros padres. Busca consuelo en el rostro ajeno que ríe, que salta, que se entrega a otro postor pagando la moneda del “pecado al mismo traidor”.

 

Mientras mendiga la vida, el tiempo de los otros, los ojos de los piadosos no lo ven, no lo oyen sus cercanos, no le responden sus entrañas. Ha salido a un exilio otro, a otro lado en un ardor distinto de otro mediodía, envuelto en un espejismo de amor impuro.​​ 

 

De tanto andar el cansancio hace mella en sus pies. Descasa. Tropieza con las venas de otros caminos ya rotos. Sus asolados pies se han cuarteado. Desparraman sangre sus dedos.​​ La piel reseca​​ de sus​​ manos​​ se abre. Se pudre, se socava ante este vacío,​​ ante​​ esta ausencia dormida del ahora.​​ 

 

El viento le seca la ropa que ha recibido. La mugre queda en el agua de otro aire, de otro poema de otros sonidos.​​ No quiere seguir mendigando. Ante los señores de la vida que el tiempo impone bajo los atuendos​​ “verdaderos” de otra mendicidad, el pasa de largo, sabe​​ de​​ esos​​ otros que​​ sí andan hediondos por la vida,​​ sabe desde siempre que nada queda de ellos y​​ sigue adelante.

 

El poeta huye descalzo, va en busca de otro tiempo,​​ de​​ otra página menos voraz y repugnante. Huye. Corre de la armonía que todos creen lleva​​ airosa en las palabras. Sacude el ahora con los sonidos templados del poema.​​ Nadie saca un poema de la página rota. Nadie lo saca de la muerte, del delirio aciago de la nada.​​ ​​ Aquí​​ muchos​​ poetas están a la espera de una gloria ajena​​ que no viene de la poesía, no saben que​​ resquebrajan​​ hondo​​ la​​ tumba​​ que los espera.​​ Para Raúl Gómez Jattin, la​​ verdadera gloria es su silencio y por eso resplandece por encima del tiempo.

 

Un puente se tiende y se hace común​​ en su palabra. Todos se han volcado de frente al olvido​​ de su poesía. Lo marcaron con el luto con que han marcado a los poetas que llaman “malditos”.​​ Pero​​ el poeta​​ no​​ ha muerto. No. El poeta sigue aquí, su página no se apaga. Se detiene una​​ palabra,​​ pero esa otra que está a la espera del olvido es la que continúa. Aquí en el​​ Valle del Sinú el poeta abre el silencio para que la palabra descanse de su mendicidad, mientras​​ él sigue por el río,​​ bajando hondo en el poema, buscando el Aqueronte sin cansancio.

 

 

Retrato

 

Si quieres saber de Raúl

que habita estas prisiones

lee estos duros versos

nacidos de la desolación

Poemas amargos

Poemas simples y soñados

crecidos como crece la hierba

entre el pavimento de las calles

 

 

 

1

​​ En Venezuela la poeta Hanni Ossott​​ (1946-2003),​​ nos acostumbró a vislumbrar esta sentencia. Su vida también alcanzó un lugar muy significativo cuando el poema dijo su lugar de cuidado, su sanatorio para el final del camino.

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