La vida en Trieste, cuento de David Miklos

David Miklos

En el marco de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos un cuento de David Miklos (San Antonio, Texas, 1970). Fundó la revista de creación y crítica literarias Cuaderno Salmón, es consejero editorial de La Tempestad y jefe de redacción de Istor. Es miembro del SNCA.

 

 

La vida en Trieste

 

Ahí estábamos, por irnos y no

Antonio Di Benedetto, Zama

 

 

1

 

―¿Es ése el barco que nos llevará a América?

            La voz resuena como un eco en una cuenca vacía, los recuerdos de la mujer que dice las palabras fugados de su cabeza, la vista concentrada en la huella de un cuadro sobre la cabecera de su cama.

            (Digo la mujer y hablo de ti en tercera persona, no puedo evitarlo, pero si tú misma no recuerdas tu nombre, no veo sentido en sacarte del anonimato en el que tan cómoda pareces sitiada.

            La enfermera entra al cuarto, como hace cada tarde, a las siete menos diez, el aviso mudo de que la visita está por terminar.

Tendré que dejarte sola de nuevo.

            ―¿Sueña cuando duerme? –le pregunto a la enfermera.

            ―Eso sólo ella lo sabe –me responde y sonríe, una mueca de compasión en su gesto.

            ―No creo que sueñe –afirmo, más para mí que para ella, solícita y siempre vestida de blanco, un velero solitario en la bahía, al pairo, ante la puesta del sol.

            Tras un silencio fugaz en el que ambos te contemplamos mientras tú miras el rectángulo vacío impreso sobre el muro, la enfermera se vuelve a verme, me toma por el hombro y dice:

            ―La memoria, lo mismo que el agua, siempre encuentra su fuga.

            Y sale del cuarto, como si el telón hubiera caído.

Fin de la función.)

 

 

2

 

El hombre mira el charco sobre la loseta de la cocina, el agua a punto de alcanzar la alfombra que cubre el suelo de la estancia, allí donde se encuentran todos sus libros, secos y protegidos de la intemperie y sus elementos.

            Secarlo todo lo deja extenuado, tanto que abandona el par de cubetas rellenas de un agua sucia a la entrada del departamento.

Hace varios días que no sale a la calle, los mismos días, largos días, que lleva solo.

            Más que sólo, abandonado como las cubetas, piensa el hombre y regresa a la cama destendida, se envuelve en el edredón que aún guarda registro de las muchas noches pasadas con ella, manchas fósiles de su intimidad suspendida, ámbar de algodón y plumas.

            (Digo el hombre y hablo de mí en tercera persona, juego a esconderme, lo mismo que tú, en un sitio libre de nombres, como si así el recuerdo de ella me fuera ajeno, anónimo el protagonista de dicho lapso de mi propia historia.

            Atardece cuando salgo a la calle, aún no encienden el foco que ilumina la fachada del asilo, el cartel sobre el que se lee:

 

Villa Casablancas.

 

Camino de vuelta a casa y recuerdo nuestro primer encuentro, allí, sobre la acera, ante el umbral de tu refugio, poco antes de que todo se derrumbara.)

 

 

3

 

Es la manguera de agua fría de la lavadora la que se ha quebrado, he allí el origen de la fuga y no detrás del refrigerador, el agua condensada durante la noche, como el hombre creía.

            No más.

La reparación le lleva una mañana entera.

Luego de su victoria doméstica, el desamor, por fin, comienza a ceder.

(Salgo a la calle de nuevo, cauteloso, con el ánimo de reconquistar el escenario sobre el que ahora me manifestaba en solitario.

            Evito, pues, las rutas a las que me he habituado a andar acompañado, elijo calles paralelas a las que acostumbro tomar, doy vuelta en esquinas nuevas, allí donde mis pasos nunca han estado.

            Una tarde veo mi caminata bloqueada por un corro de ancianos, la mayoría de ellos postrados sobre sillas de ruedas arcaicas, afuera de lo que no puede ser más que un asilo en el que sus familiares los han abandonado, desprendidos finalmente de ellos.

            Ubicadas en cada punto cardinal, cuatro enfermeras animan a los viejos a jugar a un juego de reglas sencillas, una dinámica que busca rescatar los pocos reflejos que ahora poseen y animar las manos artríticas que, temblorosas, se anudan en sus regazos bien abrigados, es otoño ya.

            Un anciano, el más animoso del grupo, lanza la pelota, una esfera roja de hule ennegrecido por el paso del tiempo y el contacto con centenas de manos, muchas de ellas hoy vueltas polvo.

            La pelota, sucio sol naciente, traza una parábola perfecta y, con un efecto que semeja el de una cámara lenta, cae allí adonde el viejo ha puesto la mira, en la cuna que hacen las manos de una mujer, tú.

            Las enfermeras aplauden.

            Los ancianos cantan una victoria gutural, todos menos tú, impasible, la mirada fija en un lugar impreciso en el espacio.

            Un instante después, de manera tan mágica como la que la ha llevado a tus manos, la pelota se desliza al suelo y rueda hasta mis pies.

Todas las miradas, todas salvo la tuya que mira lo de siempre, se posan sobre mí, el tiempo de pronto suspendido, el segundero expectante, ansioso de proseguir su ordenada andanza.

            La enfermera colocada al sur rompe el encantamiento, dice:

            ―Ande, elija a alguien, láncele la pelota.

            Es así que comienzo a jugar el juego y, después, a visitarte cada tarde en tu cuarto, a las seis en punto, cuando tú abres la boca para hacer tu pregunta, la voz clara venida de quién sabe dónde:

            ―¿Es ése el barco que nos llevará a América?) 

 

 

4

 

El hombre contempla la catástrofe, lo que antes se encontraba arriba, ahora abajo, el recubrimiento del techo de la cocina todo en el suelo, cal y yeso mojado, el concreto desnudo y gris sobre su cabeza.

            Un derrumbe íntimo, piensa el hombre y vuelve la mirada hacia el librero que ocupa un muro entero del departamento en el que, para entonces, ya se acostumbró a vivir solo, separado de ella, su rastro allí casi del todo desvanecido u oculto bajo una pátina de pelusa.

Coge un libro, descubre las hojas mojadas, el lomo engañosamente seco, entiende que su biblioteca entera se ha arruinado, el agua una cascada silenciosa fuera de su vista, detrás de todo.

            Más allá del librero, una novela solitaria yace victoriosa sobre el sillón, polvo sobre la portada.

Ácaros y piel muerta, piensa el hombre y sopla, abre el libro, una fotografía cae al suelo.

            Un retrato de ella, de pronto omnipresente, allí, adonde todo parece haberse derrumbado.

            (Tal vez exagero, tal vez sobrevivieron más libros y no todo se derrumbó, aunque así me lo parece en aquel momento, el recuerdo todo lo embellece o lo hace lucir ominoso, acabado en su perfección parabólica, como la trayectoria de la pelota que se desprende de la mano del anciano y surca el aire para posarse, sutil, en la cuna que hacen tus manos, quietas sobre tu regazo.

            La pelota cae al suelo y la recojo, una y otra vez.

            Una y otra vez acuso las palabras de la enfermera y le lanzo la pelota, la elijo a ella y no a ti, tan parecida a la mujer que, entonces, me había abandonado.

            Y cada tarde vuelvo a ella con la excusa de volver a ti, cada tarde la miro entrar a tu cuarto, el aviso de que pronto deberé marcharme y dejarlas solas, tú dormida bajo la huella de un cuadro sobre el muro, ella de guardia junto con las demás enfermeras vestidas de blanco, espectros que me acompañan en la duermevela.

Solo yo también en la cama que no comparto más con nadie.

            Siempre hay otra fuga, pienso.)

 

 

5

 

Ambos callan, el hombre y la mujer, las miradas vueltas al rastro que dejó un cuadro sobre el muro, encima de la cabecera de la cama, una huella de memoria, vacía.

            Pasan de las seis de la tarde, afuera hace frío, cada día oscurece más temprano y el juego de la pelota se suspende hasta nuevo aviso, las enfermeras se reúnen a tomar café mientras los ancianos reciben a sus visitas, siempre escasas, cada vez menos.

            El hombre espera la aparición de la enfermera, su entrada en escena.

            La mujer no espera nada, tránsfuga del tiempo como la maquinaria detenida de un reloj, el segundero que, cada tarde en un momento preciso, avanza un paso y, luego de que ella repite su letanía –¿Es ése el barco que nos llevará a América?– regresa a su sitio y se para, una y otra vez, siempre en el mismo minuto.

            (―¿Qué cree que mira? ―le pregunto a la enfermera.

            Ella vuelve la vista allí adonde se posa la mirada de la anciana, repasa el rectángulo vacío, la huella de un cuadro sobre el muro.

            ―Miraba una fotografía, el retrato de un palacete blanco al borde del mar.

            ―¿Quién se lo llevó, por qué no está más allí?

            ―Lo ignoro. Nadie venía a visitarla, nadie salvo usted, ahora. Habrá sido otro de los ancianos, alguna enfermera, un médico acaso. Era una foto vieja, algo borrosa, impresa en sepia, ya sabe, procedente de un tiempo que ya no es. Una tarde, no estaba más allí, pero ella no pareció extrañarla, nada cambió, su ritual siguió, sigue siendo el mismo.

            La enfermera se sorprende ante su propia elocuencia, tanto que se sonroja y baja la mirada.

            Quiero tocar su cara, sentir el calor de su piel, pero en vez de acariciarla a ella rozo tu hombro, te doy las buenas noches y salgo del escenario para que, de nuevo, caiga el telón.)

 

 

6

 

El departamento se ha convertido en una ruina.

Pasan los días y el recubrimiento del techo sigue allí, esparcido por todo el suelo junto con los libros y sus páginas mojadas, yeso y papel, tinta y pintura blanca, un amasijo amorfo de palabras sueltas y materiales inertes de construcción.

            Una amalgama de inutilidad, piensa el hombre y deja los zapatos al borde de la cama, desempolva su ropa y se desploma, peso muerto, sobre el edredón.

            Afuera ha anochecido, pero las farolas no se encienden y la poca luz que hay pronto se desvanece.

            La luz se desintegra, piensa el hombre y acaricia el lomo del libro que ha rescatado de la catástrofe, un palacete blanco al borde del mar en su portada, un retrato en sepia venido de un tiempo que, como la propia luz que se ha ido, no es más.

            (La portada del libro es verde en realidad, verde y abstracta, la idea de un muelle rústico entre las formas retratadas, una construcción endeble y fuera de foco.

            Leo el libro una y otra vez, sus palabras como la marea, casi hasta aprendérmelo de memoria.

            Regreso a sus páginas luego de verte a ti, inmóvil en tu habitación, y a la enfermera que nos vigila, blanca guardiana de nuestros abismales encuentros vespertinos.

            Una tarde, luego de tu ínfima vuelta a este mundo, le entrego el libro a la enfermera, hago suyo el verdor del muelle borroso.

            ―De un sobreviviente a otro –le digo sin más explicaciones–. Quizás a ella le guste, léaselo si encuentra el tiempo.

            La enfermera coge el libro y, acto reflejo, lo abre, me pregunta:

            ―¿De qué trata la obra?

            ―De un hombre que espera y no.

            La enfermera lee en silencio, sus labios se mueven y yo me escabullo, dejo la habitación despacioso como un caracol o como una sombra, dejo tras de mí el rastro, la huella de mi deseo por ella, salgo de allí como un actor incapaz de encarar su papel, los parlamentos olvidados bajo un telón que no cae más.)

 

 

7

 

Pasa algo más que el tiempo, mi memoria sana de ella, el invierno cede a la primavera y la luz se hace de nuevo en mi ruina privada.

Me deshago del cascajo en una jornada.

            Contemplo el techo desnudo, gris, la obra negra del edificio expuesta, sin atributos.

            El librero vacío parece mirarme a mí, la ausencia de libros es casi un demiurgo, omnipresente, tan luminoso que me ciega.

            Salgo del departamento y, quizás a propósito, me dejo las llaves dentro.

            Llego a la calle y me encamino al asilo.

            Ellos ya están allí, el corro de ancianos organizados sobre la acera, listos para jugar el juego, la pelota, roja y reluciente, acunada entre las manos de mi enfermera.

            Hay un asiento vacío, una silla de ruedas junto a ti, tú tan apacible como siempre, la mirada fija en un sitio sólo preciso para nosotros.

            Me siento.

            Me sumo a ellos.

            Nosotros.

            Se escucha un aplauso, palmas que suenan como olas.

            Mi enfermera me lanza la pelota.

            Tú pareces despertar de tu sopor y sigues el vuelo de la esfera de hule nuevo, reluciente sol parabólico.

            Todo ocurre con el habitual efecto de una cámara lenta, ubicua.

            La pelota cae en mi regazo, permanece allí un largo instante y, finalmente, resbala al suelo.

            Tú me miras, señalas la ventana de tu habitación, me dices:

            ―¿Es ése el barco que nos llevará a América?

            Y yo te respondo, afirmo:

            ―Ése es el barco que nos llevará a América.

 

***

 

 

Datos vitales 

David Miklos nació en San Antonio, Texas, en 1970, y creció en México. Fundó la revista de creación y crítica literarias Cuaderno Salmón, es consejero editorial de La Tempestad y jefe de redacción de Istor. Autor de una trilogía de novelas sobre el origen –La piel muerta (2005), La gente extraña (2006) y La hermana falsa (2008), todas bajo el sello de Tusquets–, acaba de terminar su primer libro de relatos, La vida triestina (Libros Magenta, 2010), al cual este cuento, que vio la luz en la revista Crítica, pertenece. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA (México).

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