Venganza materna, cuento de Eusebio Ruvalcaba

Eusebio Ruvalcaba

Como parte de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea, presentamos el siguiente relato de Eusebio Ruvalcaba  (Ciudad de México, 1951), narrador, poeta, ensayista y dramaturgo. Es autor de la ya clásica novela Un hilito de sangre.

 

Venganza materna

 

Para mi hija Érika Coral

 

Mi padre se volvió a casar. Yo no pensé que lo haría. Incluso se lo pregunté cuando vi la invitación en la mesa del comedor. Porque me volví a enamorar y porque me hace falta una mujer. Tú conoces a Josefina, es una buena mujer. De no pensarlo así, jamás la hubiera traído a esta casa.

            Porque en efecto ya la conocía. No hacía mucho mi padre la había invitado a casa. Fue cuando celebramos su cumpleaños 38. Mi papá no era dado a llevar la cuenta de sus años pero yo sí. Porque así me lo había enseñado mi madre. Como yo era el único hijo González Ramírez, ella vaciaba en mí todas sus obsesiones. Tal vez presentía que pronto habría de morir, porque a todas luces se ponía cada vez más pálida, casi de color ceniza. Siempre había sido una mujer de excelente salud, pero las visitas al hospital se hacían cada vez más frecuentes ―como mis dolores de cabeza, que le había heredado―, los tratamientos médicos eran cada vez más severos, y sus caídas de estado de ánimo se habían vuelto la rutina de todos los días. Mi papá me había explicado que costearle una enfermera resultaba cada vez más problemático. Y que entre él y yo tendríamos que turnarnos para atenderla. No se contaba con nadie más. Mamá no tenía hermanas ni familiares que nos pudieran echar una mano, así que entre él y yo nos desvivimos por hacerle pasar del mejor modo sus últimos momentos. Cosa que, entre paréntesis, yo aproveché para hacerme aficionado a la lectura. Porque todo ese tiempo que pasé al lado de mi madre, yo me entretenía leyéndole libros que extraía de la biblioteca de la escuela. Sé que los hubiera podido leer en internet, pero los libros de carne y hueso me gustaban más. Se me quedó el vicio de leer, lo que provocó en mi papá sonrisitas de complicidad como diciendo mira, quién iba a decir que la enfermedad de tu madre habría de acarrear algún beneficio.

            Pero de eso ya habían transcurrido un par de años, y ahora estábamos en la víspera de que mi padre volviera a casarse. Josefina parecía haberse adaptado felizmente a la circunstancia de vivir con su nuevo marido y con el hijo de su esposo.

            ―No tienes que llamarme de ningún modo especial ―había dicho aquel día, cuando llegó a la casa envuelta en los brazos de mi padre―. ¿Cómo te gustaría decirme? Le dije que señora, que así estaría bien.

            Los primeros días ―semanas, diría yo― transcurrieron normalmente. Aunque mi papá trataba de acercarme a ella, yo eludía el paquete. A mis quince años, más los consejos de escritores como Salinger, me había vuelto experto en tratar con desprecio amable a los adultos ―y no sólo a los que me jodían la existencia sino a todos en general. Así que no me costaba esfuerzo alguno quitarme de encima las constantes provocaciones de mi padre ―dale un beso a Josefina, cuéntanos a Josefina y a mí cómo te está yendo en la escuela, ¿no quieres ir al cine con Josefina y conmigo?

            Y naturalmente que lo único que mi padre estaba logrando era que yo la aborreciera, y que lo aborreciera a él. Me parecía una falta de respeto que no se guardara el recuerdo de mi madre como si fuera un tesoro.

            La verdad, el quehacer se aligeró cuando la casa ―casi tan chica como un departamento, aunque de dos pisos― pasó a manos de Josefina. Todo pareció organizarse bajo una nueva mano. A mi padre y a mí nos puso tareas más prudentes y específicas, que al fin resultaron menos arduas que las que veníamos haciendo cuando la casa estaba bajo nuestra custodia. Ella trabajaba muchísimo. Aunque hacía chamba de captura para sí misma ―se anunciaba en periódicos y revistas especializadas―, se daba tiempo para hacer las faenas domésticas más pesadas. Se veía feliz, y pese a que yo no celebraba especialmente los nuevos cambios, tampoco lo veía mal. Bastaba con que la tratara con cierto desdén  ―y cuando iba a actuar de otro modo,  a ser más o menos cariñoso, se me atravesaba el rostro de mi madre en sus momentos de mayor sufrimiento. Juro por Dios que no iba a ir más allá, ni tampoco me iba a esforzar más de la cuenta.

            Pero había algo que me inquietaba. Como Josefina trabajaba en la casa, de pronto se presentaban personas que le llevaban chamba. A mí eso nunca me pareció. Mi mamá siempre había odiado que se presentara gente desconocida por temor de que se perdieran cosas ―no falta oportunidad de que la visita se convierta en ratera, acostumbraba decir. Si mi papá estaba de acuerdo o no, allá él. Pero a mí me molestaba de pronto toparme con extraños ―hombres o mujeres, daba lo mismo. En especial con un individuo como de la edad de mi papá, que cada vez era más común verlo en la sala, con su portafolios sobre las rodillas ―hipócrita, me decía yo―, esperando que Josefina se desocupara para poder hablar con ella. Parecía el engranaje de una enorme maquinaria que no me explicaba, pero que sabía que existía.

            Aquella vez había regresado más temprano. Cursaba yo el primer año de prepa, y cuando faltaba uno de los últimos maestros nos daban permiso de regresar a casa. Casi nadie lo hacía; casi todos se iban a jugar fut al parque, pero esa vez estaba yo más desanimado que un elefante del zoológico de Chapultepec y en lo último que pensaba era en jugar futbol. No porque no se me fuera a quitar la desidia, pero todo eso de organizar los equipos y demás era lo que de veras me producía un hastío impresionante. Bueno, admito que si la oferta hubiera sido un partido de beis habría aceptado de inmediato. Así que me fui a la casa. Casi iba a llegar con una hora y media de anticipación. Entré, aventé mi mochila, y subí a grandes zancadas a mi recámara; pero pasé delante de la habitación de mis padres ―es decir, de la habitación que ahora ocupaban mi papá y Josefina― y con el rabillo del ojo alcancé a ver a una pareja tendida en la cama, desnudos los dos, cogiendo como locos. Eran Josefina y aquel hombre, el del portafolios. No me detuve en mi carrera hasta llegar a mi cuarto. No me habían visto. Sentí que el sudor corría por todo mi cuerpo, empapándome la espalda y las axilas. Como el espejo daba a la puerta, me contemplé. Allí estaba yo. Con los ojos atiborrados de lágrimas que no podían salir, como si no hallaran el camino. Allí estaba yo, mientras en la recámara donde alguna vez mis padres se habían amado, habían dormido juntos, habían visto la televisión, habían platicado por horas y horas, se encontraba una mujer casada con mi papá y en los brazos de otro hombre. El estómago me dio un vuelco. Y la cabeza me empezó a palpitar con un dolor que pronto no podría controlar. ¿Qué hacer? Lo mejor era irme de casa. No tenía dinero pero eso era lo de menos. Miles sobrevivían sin dinero en la calle.

            Los gemidos y las carcajadas llegaban hasta mi cuarto.

            Podría pedir dinero entre los amigos, trabajar en un wash mobil, o haciendo cualquier cosa que me permitiera sacar unos centavos. Pero, ¿mi papá se merecía eso? Le iba yo a provocar una enorme preocupación, quizás me odiaría, pues Josefina se encargaría de envenenar mi recuerdo ―ahora me daba cuenta de que en el fondo yo había representado un problema constante para ella, y que por eso no perdía oportunidad de agredirme, aunque yo jamás me quejé con mi padre de sus comentarios: “De aquí en adelante tú vas a lavar los trastes de todos”, “No quiero que te cambies más de dos veces por semana, y tú vas a lavar tu ropa”, “¿Sabías que no eres muy inteligente que digamos?”

            Ahora era ella quien gemía y se carcajeaba más fuerte.

            Lo único que podía pensar era que mi papá no se merecía que esta mujer lo engañara y se burlara a sus espaldas. Él la mantenía. Él se encargaba de que nada nos faltara. Mi cabeza estaba a punto de estallar. Me la apreté para resistir el dolor.

            Gemía fuerte, fuertísimo, nunca me imaginé que una mujer gemiría así. Pero no sólo eran gemidos, también eran carcajadas horribles.

            No sé qué reacción iba a tener mi papá cuando se enterara. De eso yo no sabía nada, pero la paz de mi madre era lo más importante para mí. Si Josefina y aquel hombre se hubieran estado amando en la cocina, no habría sentido yo tan feo. Pero que estuvieran en la recámara, en esa pieza que fue de mi mamá durante toda su vida ―porque en esa casa había nacido―, eso sí no lo podía yo soportar. Fui hasta mi clóset y busqué mi bat. Caminé en absoluto silencio hasta la recámara. Ahora los vi claramente. Él arriba de ella. Con su miembro entre las piernas de Josefina, que salía y entraba vertiginosamente. Ella con la cabeza vuelta hacia la ventana, riéndose a carcajadas. Alcé el bat y lo amacicé con todas mis fuerzas. Vi el cráneo masculino. Sudado. Con el pelo casi al ras. Mejor, una greña habría funcionado como colchoncito. Apunté, le pedí a Dios dos cosas: fuerza y puntería, como cuando jugaba beisbol en la cuadra. Y descargué el golpe. Su cabeza tronó como si hubiera roto un jarrón. Se abrió en dos como si le hubiera dado con un machete. La sangre se desparramó a raudales sobre Josefina y en la cama.

            Salí corriendo de la casa para hablarle a mi papá a su celular. Escuché los gritos de Josefina. Parecían los de una loca. No paraba de gritar. Ya no eran gemidos y carcajadas, eran gritos. Que viniera cuanto antes mi padre. Yo no entraría a la casa si no era de su mano.

 

 

Datos vitales 

Eusebio Ruvalcaba (Ciudad de México, 1951) es narrador, poeta, ensayista y dramaturgo. Ha publicado libros en todos estos géneros. Como cuentista podemos mencinar: ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, Jueves santoCuentos pétreos, Clint Eastwood, hazme el amor, Memorias de un ligueroAmaranta o el corazón de la noche, Desde el umbral. Antología personalEl despojo soy yo, Una cerveza llamada Derrota. Es autor de la novela clásica Un hilito de sangre. Así como de Músico de cortesanas, Desde la tersa nocheEl portador de la feBanquete de gusanos, Temor de Dios, John Lennon tuvo la culpa, entre otras.  Ha publicado los siguientes poemarios Atmósfera de fieras, Homenaje a la mentira, Gritos desde la negra oscuridad y otros poemas místicos I, En la dulce lejanía del cuerpo, Las jaulas colgantes y otros sonetos, Con olor a Mozart, El argumento de la espada, Gritos desde la negra oscuridad y otros poemas místicos II, El diablo no quedó defraudado, Jugo de luz, Poemas de un oficinista, Praxis, El frágil latido del corazón de un hombre. Publicó dos obras de teatro: Las dulces compañías y Lectura 5.

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