Galería de ensayo mexicano: Ensayos ligeros de Brenda Ríos.

 Brenda-Ríos[1]

En el marco de nuestra Galería de ensayo, presentamos algunos “ensayos ligeros” de Brenda Ríos (Acapulco, 1975). Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca.

 

 

El orgasmo. La búsqueda inquebrantable.

 

El orgasmo, como la tierra, es de quien lo trabaja dicen por ahí. Los derechos al orgasmo dicen los defensores de las causas socioeróticas. Políticamente hablando el tema se discute en muy pocos espacios, la mayoría de ellos son los del psicoanálisis, la medicina, o las charlas descocadas, por lo general noctámbulas, sobre los cómos, los porqués, los alcances, la geometría de lo simultáneo, los espacios de lo limítrofe. Aún hay que decir que el orgasmo, de invención y recreación no tan antigua, guarda una relación profunda con la educación tradicional en países como México donde la moral sumerge sus raíces en un catolicismo arraigado y en una doble moral del recato y las buenas costumbres. El orgasmo se piensa en los movimientos amorosos como la explosión y el final anunciado, deseado. Podría también ser el inicio de la sesión amorosa. Los amantes tienden a esa languidez previa a las confesiones y la honestidad, una vez que el cuerpo está en reposo inicia la verdadera sensibilidad amorosa. Después del temblor viene una calma suave y el amante puede ser como es, ya desnudo y sin mentiras. El acto amoroso es una revelación del ser, una entrega de piel y huesos. Sin mencionar las connotaciones afectivas, sólo el desnudarse implica el riesgo de la vulnerabilidad, de permitirse ser evaluado, tasado, medido. Uno a merced del otro, y el sexo es un refugio ante lo voraz del afuera. El sexo no significa propiamente intimar, en ocasiones los amantes seducen el tiempo necesario sin meterse en mayores complicaciones que la entrega corpórea y efectiva. Un trámite natural. Pero existen los obsesos del placer que se afanan en lograr llegar. El orgasmo nos hace estar cerca de la muerte, la petite mort, y el deseo conduce a una fatalidad ansiada, el deseo natural de estar próximo a lo desconocido. El único contacto con lo místico para los que no son religiosos.

En el acto amoroso sucede un acto de verdad. El hombre construye las maneras de amar, y siempre hacer el amor parece la única vez. Y puede suspender el tiempo, abstraerse de sí, ser otro para ser el mismo y mirarse en el amante siendo ese otro, quizá más perfecto o hermoso, o formado en la naturaleza que olvida detalles de presunción. El amante entrega. Se entrega y en el borde más humano desciende de lo alto para abrir los ojos y saber que está vivo. El momento de la muerte 

 

 

 

Sellos sobre madera

Las marcas de los zapatos son grises en el piso negro. Tienen una particularidad: parecen hojas. Acababan de limpiar el piso, por eso se marcaron así: sellos sobre madera. El camino de las marcas conduce a una mesa de tres comensales. Son botas las que quedaron impresas. En unos minutos volverán a limpiar el piso y otros vendrán y dejarán o no sus propias marcas de zapatos dependiendo si llegan poco después de que el piso continúe húmedo. En cualquier lado hay impresiones de gente: las huellas en las vitrinas, los pasamanos, la nariz de algún niño en las puertas de vidrio… los cubiertos que no fueron bien lavados en algún lugar, los labiales rojos o rosas en las tazas de cerámica, en la sensación de que las papas sobrantes de un plato irán a otro poco después, en la constante apreciación de que no hay una soledad exquisita o higiénica. Un catálogo de objetos las sensaciones del día. Crucemos la calle, hay servilletas enrolladas que cayeron de bolsillos, chicles, trozos de plástico o metal del que ignoramos su envase original. Mi casa se limpia cada tercer día y nunca me dejo de sorprender de la cantidad de polvo y cabello acumulados en pocas horas, parece que limpio una casa abandonada por meses y si todo ese cabello es mío no puedo entender cómo es que todavía tengo algo que peinar cada mañana. Polvo que camina. Y no polvo de estrellas como decía Sagan… este polvo se coloca terco atrás de las puertas, bajo la cama y los zapatos, en los bordes de las ventanas. Polvo enamorado, pelusa enamorada, restos de uno mismo en el plástico del bote mirándonos en su afabilidad última y lastimera antes de que hagamos el nudo y nos tiremos por ahí, donde, de ser posible, no volvamos a vernos.

 

 

 

Un erizo extendido en la garganta

Cuando nadie me ve como de manera abrupta. Sin modales. Un ligero placer estremecido. Y es cuando pienso si no vamos por ahí tomando de la vida lo que nos place sin mirar pausadamente lo que hay en el plato. Y pienso si morir no es tragar de un solo bocado el aire erizo extendido en la garganta y el último paso de saliva es el aliento que se exhibe, diciendo “mira, soy lo último que verás y salgo de ti para no devolverte nada”. Y cuando nadie me ve hago caras recordando gente o cosas. Y hablo sola. Los solos hablamos solos, nos acompañamos a falta de otras tantas situaciones emocionales. Nos hacemos té. Acomodamos la mesa para uno y devoramos en dos minutos lo que hay. Tenemos prisa. Reímos por nada. Y nos miran en la calle. Vamos al cine y no guardamos lugar para nadie. No concedemos nuestros gustos por nada, no sabemos negociar. Extendemos la experiencia en una habitación cerrada. La miramos, la recortamos, la pegamos en el álbum de recortes. Nos olvidamos pronto de nosotros. Pensamos tanto en abrir la botella de vino por si no merecemos brindarnos. Por nuestros proyectos, decimos. Por nuestro futuro decimos. Y nos arrancamos la piel por costumbre no porque tengamos ganas. Tres veces a la semana tiramos la basura y no nos fijamos en el polvo -ya, tan pronto el polvo- acumulado. Nos perdonamos. Somos otros en compañía: menos salvajes, más cuidadosos, pero nos extrañamos en la bestialidad amorosa que nos ocupa la mayor parte del tiempo, en el modo crucial de dormir en medio de la cama; en conservar los hábitos intactos en frascos de salsa para espaguetis.  

 

 

 

La olla express

La olla express tiene un silbido suave, como un mar tímido que agota. Mientras, el olor de pastel de mandarina inunda la cocina. ¿Seremos capaces de morir en este mismo instante habitado por el olor de tal orden? si es el mar que hace tanto por recordarlo y volver a él. El mar en forma de silbato tímido mas constante. Tiempo de familia sin familia. Domésticos detalles que se escapan en su porosidad instantánea. Los recuerdos son las capas del pastel: hasta arriba sólo se muestra el crujir de lo inmediato, lo obvio. Hay que escarbar al molde, y encontrar en las orillas pegajosas y doradas el último instante de la felicidad pasada.

 

 

 

Así el bosque 

Si cierro los ojos puedo escuchar cómo es que agazapa la hoja, respira y crece. Así el arbusto, así la pequeña planta del interior, así el jardín entero, así el bosque. Cada mañana me planto frente al mercado que ya colocó sus árboles navideños (son como ochenta, de distintas formas y tamaños, distintos tonos de verde)  los toco y siento la humedad de un lugar lejos de aquí, un lugar donde fueron arrancados para no volver a ver su especie; sus hojas espinosas no crecerán más, son árboles heridos de tajo pero verdes aún, resistiendo con la savia en la boca un mes más, a lo mucho seis semanas más, salpicando al que pasa con su olor de antes, su humedad de antes.

Este pedazo de bosque es una cosa viva. Adormecida, dispuesta a soportar la vejación de su corona y sus gritos centelleantes de luces alrededor. Si nos acercamos y cerramos los ojos podemos escuchar cómo va latiendo cada vez menos, asertivamente, despidiendo su vida breve, su aire de lejanía entero. El tiempo se detiene en las ramas perezoso, haciéndose el loco; la muerte juguetea un poco; los compradores comparan, tocan, se conmueven pero terminan llevando uno a casa, a ponerlo al centro, para recordar, mirando esta cosa viva, que la vida es frágil y se desmorona.

 

 

 

Carreras de caballos

Tengo miedo del cáncer. Y de perder mi casa. Ya perdí seis casas y contando. Que no sé qué pensar de ti. ¿Qué quieres que piense? nunca he ido a carreras de caballos.

Tengo parientes muertos. Como todos. Tengo parientes vivos. Como todos. Una vez creí que tenía una vida ordenada. Mírame. ¿Estoy bien? mira bien. Los senos se caen. ¿Lo sabías? es terrible. Eso es algo a lo que no se acostumbra una. ¿Y la desprotección emocional? ya estamos hechos. A la hora de la hora demostramos eso.

 

 

 

Delirio

Me rodean cual acreedores las fechas de entrega y las madres-pastel, esponjosas y batidas a punto de nieve, dulces pero sólo al primer bocado. Ir al teatro, confirmar el escenario real, no éste, donde nada pasa. Y el cielo es un pájaro suspendido, desmotivado pero suspendido. Me paro en seco yo también. Me sacudo de recuerdos infantiles. Nadie me dice ahora lo siento. Camino en galletas crujientes de miel. Habrá que empezar a trabajar. Los adolescentes cumplen el ciclo que yo sigo cumpliendo. Sin decirnos nada lo decimos todo. Y como no te hallaba me puse a escribir. Tú tienes la culpa de todo. El otro día sólo por saber algo me tragué un tubo de plástico. Lo sentí caer al fondo del estómago. Los pisos escurren ácido muriático. Y los creyentes alaban al señor. Que alguien haga algo con esta ciudad. Que alguien la arroje a otra parte menos prometida.

Delirio es un restaurante de una chef del televisor. Los domingos hacen un brunch que cuesta unos doscientos pesos. El jugo fresco que quieras, hay albóndigas y tortillas con hongos y fruta y panes artesanales y gente de anteojos enormes y pantalones entubados compartiendo las largas mesas de madera.  Yo deliro por ir. Por hacer caber en el estómago lo que se muestra ahí. Yo deliro por vivir en otra calle, por pretender que vivo por ahí. Por enjuagarme las manos con jaboncitos de marca y dejarlas caer húmedas a esas toallas madre modelo. Yo deliro yo delirio por no dejarme estar en el mismo sitio. Yo de lirio no tengo nada. Es una flor de pantano. Soy del desierto. Puede que lo mío le pase a alguien más. Puede que yo sea alguien más. Puede que yo no sea yo. Puede que esto que pienso lo piensas tú pero a otro ritmo del mío por eso nunca entendemos qué quisimos decir.

Me agoto, me agosto en pleno julio. Me veraneo. Me quito el sueño a propósito, por ver qué sucede, por estirarme a todo lo que doy. No doy mucho si te interesa saber. No doy mucho. Estiro dos centímetros y ya. Tropiezo en el duermevela, aquí-allá-aquí-allá. Las cosas del estómago recomienzan. Las cosas de los ojos cerrados recomienzan. Las cosas delirantes. Las cosas que hacen que recordemos. Las cosas semi olvidadas. Esas, que no tienen adjetivo pero sabemos qué son en cuanto las presenciamos devorándonos por dentro, sin tregua, a una velocidad inexplicable.

 

 

 

Zapatos, cachorros y el acto de escribir.

El interlocutor de todo esto eres tú. Sin ti no habría escritura. Esta escritura que ensayo. Y no tienes que mover un solo dedo para ello. La escritura es un despliegue en la ausencia. Escribo porque no te tengo. Sustituyo lo que eres por palabras que no son nada. Armo los puentes invisibles de mí hacia ti. Cándidos, enredados puentes. Se escribe porque no se puede uno desplazar en la presencia. Se escribe porque el cuerpo no se posee. La escritura es la inmanencia del deseo. No es placentero necesariamente el crecer de estos diarios de obladiobladá. Por eso digo, de este tiempo, el nuestro, hacia la muerte hagamos puentes. Antes que se caigan los escenarios de lo verídico. ¿Si digo agua beberé? Las persianas de árbol proyectan sombras a rayas en la estancia. Presencia rayada del sol de la una de la tarde. He pasado el día removiendo papeles. Fregando platos. Cuento los platos: doce en total. Dos a rayas. El horno de la estufa es una pantalla monótona. Lo más interesante de la semana: probarme unos zapatos altos. De cuero, con una flor en el borde. Femeninos. Lo que tiene flores suele ser femenino. Mujer: flor: femenino. Sencillo el orden de ideas. Se refleja también en que las mujeres caminan alzadas del suelo: inalcanzables. Etéreas. A diez centímetros de la tierra. Estuve a punto de comprarlos. Luego recordé cuando me torcí el tobillo y desistí. No seré femenina. Seré yo. Como sea. Juego mi corazón en cada ocasión que me compro zapatos. Una amiga mía me corrige cuando hablo, por si conjugo mal y eso. Para eso son los amigos: para la corrección lingüística y el préstamo de dinero. Ah, y para que rieguen las plantas cuando salimos de viaje. Otra cosa que estuve a punto de comprar hoy: un cachorro de labrador. Color claro. Pero no lo hice. Ni zapatos ni cachorro. Libre de femineidad y de maternidad. Es una pena. En verdad. Yo quería ser una mujer alzada en los tacones y pasear al perro dos veces al día. Me verían de otra forma. Una mujer. Una mujer-madre-de perro. ¿Qué más se puede pedir? ¿Para qué madres en tiempos nerviosos? Una mujer temblorosa sujetando la correa de un cachorro entusiasta. Una mujer-bestia. Ser feliz en el absurdo goce de los parques perrunos. ¿Cómo no se me ocurrió antes? sí, atajos para la felicidad. Sí, a todo sí. Olvidémonos de los no. pasaré la tarde en el centro comercial, comiendo helados y mirando vitrinas. Comparando los centímetros que me separan de los maniquíes sin cabeza. Recordando como pueda las tantas razones del vivir.

 

 

Datos vitales

Brenda Ríos (Acapulco, 1975) es poeta y ensayista. Fue becaria de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo. Es autora del libro Del amor y otras cosas que se gastan por el uso. Ironía y silencio en la narrativa de Clarice Lispector (México, Tierra Adentro, 2005). Actualmente estudia el Doctorado en Letras en la UNAM.

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