1
Octavio Paz es luz y sombra de la poesía mexicana. Dos sensaciones resultan de pensarlo: admiración e ignominia, deslumbramiento e infamia. “La historia de una literatura es la historia de unas obras y de los autores de esas obras” (Paz, 1992: 119) escribió Octavio Paz en 1983. Nunca fue tan contundente esta tesis como cuando nos referimos a su trabajo y al muy hondo y decisivo impacto que ejerció en la tradición literaria de México durante el siglo XX y desde su muerte hasta la fecha.
2
En el imaginario, Paz goza de cierta omnipresencia. Su figura oscila entre la fascinación y el resentimiento, entre su calidad de imprescindible y el rechazo sistemático y a priori. Lo mismo abruma y ciega el Premio Nobel que el autoritarismo de su mandarinato. Se debate pues entre panegíricos y vituperios, entre alabanzas de lugar común y la hostilidad de cierta crítica. Igual conmueven las referencias a su enfermedad que la falta de dinero para comprar un abrigo y pasar un mejor invierno en Nueva York en los años cincuenta. Tan curioso que el mítico Parménides García Saldaña lo buscara, en su viaje, para golpearlo como su cada vez más notorio e inquietante amaneramiento. En cualquier caso, la presencia e importancia de Octavio Paz en nuestra tradición es contundente, axial, incontestable. Y podríamos explicarlo con una suerte de alegoría: Octavio Paz es la piedra y la poesía mexicana, el pípila.
3
Christopher Domínguez, vilipendiado (y con razón) por su Diccionario crítico de la literatura mexicana, escribe ahí, entre otros juicios, que Paz es “el más grande de los escritores mexicanos de todos los tiempos” (Domínguez, 2007: 405). Se trata, sin duda, de una opinión generalizada que cuenta, además, con un gran consenso. José Emilio Pacheco, por ejemplo, habla de La estación violenta como cumbre de la poesía mexicana del siglo XX. José Luis Martínez, en La literatura mexicana del siglo XX sostiene que “a lo largo de sesenta años, sin tregua y en un proceso constante de depuración y renovación, Octavio Paz ha realizado una obra excepcional como poeta y ensayista” (Martínez, 1995: 164). La pregunta es ¿cómo podemos estudiar a Octavio Paz después de comentarios de esta índole? Pesa tanto su figura que es imposible valorar su obra lejos de prejuicios, sin apocamiento crítico. Parece fácil pero en realidad el poeta es intocable.
El mismo Pacheco escribe que Octavio Paz “como poeta fue siempre afortunado. La vida se combinó para darle el talento que nada sirve sin el saber y el saber que nada sirve sin aquél, para ponerlo en el sitio preciso, en el momento exacto, y hacer que se encontrara con quien debía” (Pacheco, 1999: 24). Para dimensionar lo anterior, basta dar cuenta de los amigos o las personas con quien el poeta entabló relación: Alfonso Reyes, Villaurrutia, Cuesta, Pellicer, Neruda, Alberti, Peret, Bretón, Aragón, Vallejo, Malroux, Miguel Hernández, Jorge Guillén, Roberto Frost, Juan Ramón Jiménez, Víctor Serge, etcétera, etcétera, etcétera.
Paz fue un intelectual obsesionado con la idea de México que, curiosamente, inició el camino de su legitimación en el extranjero. Y repito: pensar a Paz es una desproporción y una desmesura. Mientras cualquier poeta mexicano de hoy tiene por interlocutor a Teodoro Villegas de Sogem, por ejemplo, o a cualquier otro funcionario de la administración cultural, Paz recibía el Premio Alexis de Tocqueville de manos de Miterrand. Mereció el Doctorado Honoris Causa de las universidades de Boston, Harvard, Nueva York y la UNAM; el Premio de la crítica de Barcelona, el Premio Cervantes, la cruz de Alfonso X el sabio, el premio de la Paz de Frankfurt, el Premio T.S. Eliot de la Enciclopedia Británica, el Premio Mondale de Italia, entre otros, coronado todo, evidentemente, por el Nobel de 1990.
4
Cuando murió Octavio Paz yo tenía dieciséis años y sólo me importaba la selección de Manuel Lapuente y el mundial de Francia. Diez años más tarde entiendo que a los poetas de mi generación nos corresponde estudiar a Paz no con los ojos del siervo o el lacayo ante el señor feudal sino, por el contrario, con irreverencia, casi sin respeto, dispuestos a deslumbrarnos o a desencantarnos honestamente por su obra.
Sin la pretensión de conocer rigurosamente su poesía completa y más bien habiéndola leído a grandes rasgos, me parece que el mejor Octavio Paz se encuentra en Semillas para un himno y en La estación violenta. El poeta de Blanco o de Renga, por ejemplo, de corte experimental, luce menor al de otros momentos pues privilegia no la poesía sino su procedimiento de construcción. Y la autorreflexividad, creo, es axial en un buen poeta pero no fundamento de un gran poeta. El Paz de las primeras colecciones mencionadas, creo, es un grandísimo escritor. Me explico.
En primer lugar, Octavio Paz es dueño de una capacidad imaginativa asombrosa. Lector de Heidegger, entiende que la poesía es revelación, emergencia de la verdad, desocultamiento del ente. En otras palabras, al hablar poéticamente enuncia, refiere el mundo y, al hacerlo, genera la sensación de mostrarlo por primera vez.
Todos los hombres, sin excepción, por un instante, hemos entrevisto la experiencia de la separación y la reunión. El día en que de verdad estuvimos enamorados y supimos que ese instante era para siempre; cuando caímos en el sinfín de nosotros mismos y el tiempo abrió sus entrañas y nos contemplamos como un rostro que se desvanece y una palabra que se anula; la tarde en que vimos el árbol aquel en medio del campo y adivinamos, aunque ya no lo recordemos, qué decían las hojas, la vibración del cielo, la reverberación del muro blanco golpeado por la luz última; una mañana, tirados en la yerba, oyendo la vida secreta de las plantas; o de noche, frente al agua entre las rocas altas. Solos o acompañados hemos visto al Ser y el Ser nos ha visto. (Paz, 1993: 269)
Estilísticamente, para lograr la revelación, recurre a la imagen poética y su gran fuerza ilocucionaria lo que produce, como ha descrito Guillermo Sucre, “el impulso profundo de toda su obra poética” (Sucre, 2001:179): la aprehensión del instante. El mismo Sucre cita un ensayo de Paz de 1943 en el que dice: “Escribo para hacer más lúcido ese instante único que es el instante vivido” (: 179). La imagen entonces, fruto de la introspección, es efectivo vehículo de la poesía lírica. Es así que nos topamos con imágenes delicadas, con sutileza de extrema:
Hay jardines en donde el viento mismo se demora
Por oírse correr entre las hojas.
(No vimos sino el relámpago
No oímos sino el chocar de espadas de la luz)
La lluvia era un sauce de pelo suelto.
Considerando que la sensibilidad cambia de generación en generación y que por ese motivo la recepción de un poema se modifica a lo largo del tiempo, conjeturo que la gran poesía de Octavio Paz es la que se aleja del experimento y se ciñe a cierto clasicismo, reflejado éste en la construcción de un lenguaje literario que se enfoca en las imágenes de la naturaleza, siendo más específicos, en la transparencia, la luminosidad del día, en el sol que es, a fin de cuenta, símbolo de la misma creación poética. De este modo, en el poeta hallamos versos como los siguientes:
Como el día que madura de hora en hora hasta no ser sino un instante inmenso
En la palma del sol brilla un instante y cae
El sol lo cubre todo lo ve todo
Y en su mirada fija nos bañamos.
Al mediodía las piedras se abren como frutos
El agua abre los párpados
La luz resbala por la piel del día.
Coronado de sí el día extiende sus plumas.
El medio día alza en vilo al mundo
En estos versos se muestra la sabiduría del poeta. La sensación de transparencia se logra no por evidente referencia al concepto sino por el paralelismo o correspondencia entre sonido y sentido. La claridad fonética es capital en el estilo de Octavio Paz. Si observamos el siguiente verso
En la más alta cresta de la noche brillabas
Atada a tu blancura.
advertiremos que la impresión de luminosidad se consigue gracias a la presencia de la vocal abierta “a” y de los acentos que recaen en ella agudizando el destello. Lo mismo sucede con el verso
El sol se para un instante por mirarla
Sus tres acentos en la vocal abierta generan la sensación de una poderosa emisión de luz.
Pero en ciertas zonas de la poesía de Paz, la imagen funda un discurso intenso y emotivo de tono amoroso. Es el Octavio Paz entrañable, el que conmueve, estremece, el que, parafraseando a Merleau-Ponty, encuentra el ser en la experiencia del cuerpo del otro:
Como el oro dormido era tu cuerpo
Como el oro y su réplica ardiente cuando la luz lo toca
Tu cuerpo se abre como una mirada
Como una flor al sol de una mirada
Te abres
Belleza sin apoyo
Basta un parpadeo
Todo se precipita en un ojo sin fondo
Basta un parpadeo
Todo reaparece en el mismo ojo
Brilla el mundo
Tú resplandeces al filo del agua y de la luz
Eres la hermosa máscara del día.
Mientras duermes te acaricio y te pulo,
hacha esbelta,
flecha con que incendio la noche.
Todo esto se aprecia con mayor nitidez en el poema “Cuerpo a la vista”, uno de los mejores del poeta donde además se advierte la imitación de la estética surrealista, de la acumulación de imágenes y el tono de vértigo para describir a la mujer que empleó André Bretón en uno de sus textos paradigmáticos, “Ma femme de la chevelure de feu de bois”:
Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como la espalda del río a la luz del incendio.Aguas dormidas golpean día y noche tu cintura de arcilla
y en tus costas, inmensas como los arenales de la luna,
el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.
Creo que en Semillas para un himno y en La estación violenta encontramos los textos más emotivos, a medio camino entre lo dionisiaco y lo apolíneo: tensión, intensidad y dominio formal. A ello se suma la conformación de un tono hierático, solemne, que hace converger la poesía con el ritual y su atmósfera, una aproximación a lo sagrado. Entonces la poesía es efectivamente comunión y, más que comunión, panteísmo:
Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca del horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra, de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección y el día de la vida perdurable).Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.
O ese verso emblemático de “Himno entre ruinas”: Todo es dios. O de “Fuente”: Todo es presencia, todos los siglos son este presente.
Esta sensación, este tono, quizá se consiga a través del ritmo. Octavio Paz no sólo maneja con sobrada suficiencia los metros tradicionales sino que, a la manera de los poetas modernistas, crea nuevas combinaciones silábicas y recurre al versículo, al verso de largo aliento, para generar la sensación de solemnidad.
5
Octavio Paz debe tener en sus obras completas unas ochocientas páginas de poemas. Evidentemente no todo es bueno ni rescatable. En los dos poemarios que consideramos aquí, por ejemplo, hay algunos detalles que, según mi percepción, dan cuenta de inconsistencias, rasgos estilísticos que nos permiten hablar de las limitaciones del poeta.
Como lo ha hecho notar José Vicente Anaya, hay en Paz un intento por identificar la imagen poética con el automatismo surrealista. De ese modo, su estética estaría ligada a la idea de vanguardia. Me parece, sin embargo, que Paz no es un poeta de vanguardia sino anacrónico, anquilosado. La vanguardia se caracterizó por cantar la velocidad, la simultaneidad, las nuevas sensibilidades. Sintácticamente, para lograrlo, se apelaba a la supresión de los nexos, de las partículas que retardaban el discurso. Y en Paz, por el contrario, cada imagen, cada comparación, cada analogía, es introducida mediante el nexo “como”, quizá la palabra más usada en su poesía.
Deja que mis palabras desciendan y te cubran
como una lluvia de hojas a un campo de nieve,
como la yedra a la estatua,
como la tinta a esta página.
Y entre todos la muchacha que avanza partiendo en dos las altas aguas
Como el sol la muchacha que se abre paso como la llama que avanza
Como el viento partiendo en dos la cortina de nubes.
En un poeta con la pretensión de Octavio Paz es inadmisible esta pobreza sintáctica. El facilismo entonces, cómo negarlo, aparece en su poesía . Podría llegarse a decir también, al menos a mí me pasa, que el empleo repetitivo, constante, unánime de la imagen crea un discurso no sólo aburrido sino previsible, sin ese toque de sorpresa que, como pensaba Paul Valéry, aporta al texto literario esa otra vuelta de tuerca que requiere el arte.
Un Octavio Paz muy aplaudido e imitado en México es el que construye su discurso poético fundado en la isofonía, la recurrencia de unidades fónicas equivalentes, es decir, que echa mano del metaplasmo: rimas internas, aliteraciones y paronomasias. De esta apuesta estética resultan textos como:
Jadeo, viscoso aleteo. Buceo, voceo, clamoreo por el descampado. Vaya malachanza. Esta vez te vacío la panza, te tuerzo, se retuerzo, te volteo y voltibocabajeo, te rompo el pico, te refriego el hocico, te arranco el pito, te hundo el esternón. Broncabroncabrón. Doña Campamocha se come en escamocho el miembro mocho de don Campamocho. Tli, saltarín cojo, baila sobre mi ojo. Ninguno a la vista. Todos de mil modos, todos vestidos de inmundos apodos, todos y uno: Ninguno. Te desfondo a fondo, te desfundo de tu fundamento. Traquetea tráquea aquea. El carrascasolo se rasca la costra de caspa. Doña Campamocha se atasca, tarasca. El sinuoso, el silbante babeante, al pozo con el gozo. Al pozo de ceniza. El erizo se irisa, se eriza, se riza de risa. Sopa de sapos, cepo de pedos, todos a una, bola de sílabas de estropajo, bola de gargajo, bola de vísceras de sílabas sibilas, badajo, sordo badajo. Jadeo, penduleo desguanguilado, jadeo.
Y pienso ahora una pregunta ¿es este el mínimo de calidad indispensable para el Premio Nobel, por ejemplo? ¿Es un poema como este digno del prestigio de Octavio Paz y el absoluto respeto que se le guarda? No sé, pero el poeta llevó este lenguaje literario a sus últimas consecuencias. En Hacia el comienzo, poemas ya de los años sesenta, aparece el siguiente texto:
Y nueva nubemente sube
savia
(salvia te llamo
llama)
El tallo
estalla
(Llueve
nieve ardiente)
Mi lengua está
allá
(En la nieve se quema
tu rosa)
Está
ya
(sello tu sexo)
el alba
salva.
Por ello, un poeta como Jaime Sabines, con mucha razón, creo, escribía que
Hay dos clases de poetas modernos: aquellos sutiles y profundos que adivinan la esencia de las cosas y escriben “Lucero, Luz cero, Luz eros, la garganta de la luz pare colores coleros, etcétera” y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen “pinche piedra”.
Los primeros son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado “sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada”. -De ellos es el Olimpo, que en estos días se llama simplemente el club de la fama.
Pienso, particularmente, que la imitación constante de esta poesía ha producido en México un agotamiento estético. Los imitadores, me parece, erraron el camino. Habría que regresar y valorar y ponderar la poesía de la pasión, de la combustión de los huesos que exigía Ramón López Velarde, en palabras de Octavio Paz, el primer poeta verdaderamente mexicano.
6
Conjeturo que Octavio Paz es el responsable directo de la crisis en que está sumida la poesía mexicana de hoy. Lo es porque sus acciones, sus actitudes, su modo y de pensar se impusieron en la literatura del país y, aunque un aporte, fueron simiente de perjuicio.
a) En primer lugar y al modo de un oxímoron, tan caro a nuestro poeta, puede decirse que el mayor crítico de México, el más lúcido, el más respetado, es responsable de la atrofia crítica que experimentamos. Octavio Paz fue un crítico muy agudo, pero impresionista. No pocas veces se dejó arrastrar por la poética de la inefabilidad. Escribía juicios como el siguiente: “Toda imagen poética es inexplicable. Simplemente es”. Normalmente sus valoraciones carecían de fundamento teórico serio y por ello desarrolló un modo de decir que no decía nada pero ganaba autoridad por su prosodia, otra vez, por su fuerza ilocucionaria. Nos encontramos entonces con fragmentos como: “sin dejar de ser lenguaje -sentido y transmisión de sentido- el poema es algo que está más allá del lenguaje. Mas eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje” o las primeras líneas de un ensayo clásico: “Los signos en rotación”: “La historia de la poesía moderna es la de una desmesura. Todos sus grandes protagonistas, después de trazar un signo breve y enigmático, se han estrellado contra la roca”. Suena sin duda inteligente, profundo, incontestable.
Paz creó escuela. Hoy, sus seguidores se acercan al texto y lo valoran con esas herramientas críticas. Hablan y no dicen nada. Jeremías Marquines ha evidenciado esta circunstancia cuando escribe:
David Huerta al referirse a la obra de Julián Herbert en la antología El Manantial Latente: “Las palabras salen, brillando, como bañadas por una luz quemante, del propio corazón, de la soledad de la mente. Todo esto sucede en una espacie de trayecto o de trance (…) Las palabras van a depositarse una a una sobre las páginas, sobre las cuartillas: un poema, dos, quince poemas… Los poemas forman una casa, un libro, y ya poseen el nombre que les faltaba: El nombre de esta casa”. ¿Qué dijo Huerta?, nada, pero así de sencillo queda acreditada en México una escritura poética. Entonces ¿cómo no sufrir de mediocridad?
Ejemplos como el anterior abundan en cada comentario de libro, vamos a ver sólo uno más de la citada antología. León Plascencia Ñol, a propósito de algunos poemas de Rosalva García Coral dice: en su poesía “existe un pronunciamiento del silencio como armazón del mundo, como trazo del polvo que es el único signo de lo que quizás está aquí o vendrá con la palabra dicha o incomunicada”. Sé que algo quiso decir el comentarista, sé que hay algo ahí, en el sótano de lo dicho pero quién sabe qué rayos es. Sin embargo, es lo que tenemos y así miramos la obra de los otros. Entonces ¿cómo no sufrir de mediocridad?
También Marco Antonio Campos, refiriéndose al trabajo de Christopher Domínguez, uno de los favoritos de Paz, prestigiado crítico que dicta canon, escribe:
en la entrevista de Milenio declara (respeto su sintaxis): “Yo soy un crítico que por razones de formación intelectual, más cercano a las disciplinas de la historia y de la sociología y del seguimiento de la vida pública de los intelectuales que aquellos que se han formado más en el manejo fino del lenguaje, la crítica lingüística, la retórica, etcétera”. ¿Entonces, si no sabe apreciar las finezas del lenguaje o si no conoce la retórica, por qué escribe, o cree escribir, crítica literaria?
Eliot hablaba de que era más dañina la imitación inconsciente que la imitación consciente. Sin darse cuenta (le puedo reproducir párrafos enteros) Domínguez se la ha pasado muchas veces imitando inconscientemente de una manera ampulosa el estilo y las ideas de Octavio Paz. Eso mostraría que ni en su manera de escribir suele darse cuenta lo que es el estilo. Eso explicaría asimismo lo fallido de su crítica llamada literaria por casi treinta años: si no sabe ver la belleza formal de un texto simplemente no puede hacer una crítica estética y convierte su obra en una mala broma literaria.
Campos, incluso, haciendo un poema satírico, da cuenta de la situación:
Según nos dice su grupo
es crítico independiente .
No importa si nada supo
o fue moneda corriente.Su lenguaje perdulario
nos muestra su formación.
Odió lo universitario:
bien aprendió la lección.El crítico montaraz
creía hacer de muchos leña.
Quiso ser Octavio Paz,
no llegó a González Peña.Nos daba gato por liebre
y el refrito del refrito,
elogió, abyecto, a su jefe,
digámosle: “Pobrecito”.
¿Cuál es la consecuencia de esta atrofia crítica? Fácil. La valoración de la literatura no es precisa o siquiera honesta. El prestigio de un escritor es dudoso y no siempre se corresponde con la calidad de su obra. La crítica impresionista, alejada de las ciencias del lenguaje en sus diferentes facetas, es peligrosa en tanto mecanismo de legitimación y vehículo eficaz del falseamiento del gusto, de la corrupción.
7
Miércoles 23 de enero de 1980. Octavio Paz entra a la librería universitaria acompañado de un grupo de amigos del Pen Club y de los organizadores de su lectura de esa noche. Lleva un traje negro y corbata de seda italiana. Se le ve ligeramente encorvado. Carga los poemas que leerá más tarde en la mano izquierda y observa, no sin cierta vanidad, lo delata el filo de sus ojos, que la sala poco a poco se abarrota. Muchachos menores de treinta años lo miran y algo se dicen al oído. A su lado espera el inicio del evento Carlos Illescas. Quizá sean sus becarios. Al fondo, otro grupo de jóvenes, a medio camino entre el hippie y el teporocho. Uno de ellos, con acento andino y de presencia frágil, discute con el poeta de los epigramas del que Rubén Bonifaz habló alguna vez. Rezagado, alguien a quien calman llamando “El Bunker” respira los vapores de una franela, de un harapo. Nadie sabe aún que cuando Paz lea “La vista, el tacto”, “El Bunker”, demente, perdido, gritará “luz, mucha luz, todo es luz” y armará un escándalo de antología. De ahí, en más, la irritación, el trago amargo para el poeta. Por fin llegó David Huerta y Julieta Campos, que habrá de presentar a ambos escritores, los urge a iniciar. El hijo de Efraín se nota contento. Cruza palabras con Octavio Paz y también con la mano izquierda se rasca la barba. Acomoda tras la oreja un mechón de pelo y se sienta. Todo listo. El micrófono abierto. Queda con ustedes, Octavio Paz:
Hace algunos años sentí un temor compartido por algunos de mis amigos. Nos pareció que la tradición de la literatura mexicana estaba en peligro mortal porque la desaparición de nuestra tradición poética habría significado también la pérdida del alma de México, un pueblo que es su palabra.
(…)
Pero mis temores se disiparon pronto. Hace ya cerca de diez años comenzamos a percibir los primeros signos de un fenómeno que es admirable a pesar de ser recurrente; mejor dicho, es admirable por ser recurrente; la aparición de una nueva generación poética. Entre estos nuevos poetas, David Huerta se distinguió inmediatamente desde su primer libro, como una voz inconfundible.
(…)
En la poesía de David Huerta, por fortuna, oigo, veo, palpo, el comienzo de otra poesía. La tradición poética no es una repetición sino un nuevo comienzo. (Paz, 1980: 16).
No afirmo, ni asevero sino conjeturo que tras esas palabras hay en Octavio Paz una especie de pasar la estafeta. Se rasgó el cielo y se escuchó una voz que decía: este es mi hijo muy amado en quien pongo mis complacencias.
Si pensáramos en aquella teoría que apela a la motivación del signo y supone que el significado del nombre de un individuo está ligado a su actuar en la vida, tendríamos que David Huerta, el amado de la huerta, por extensión metafórica “el amado de la literatura mexicana” fue, por así decirlo, ungido por Octavio Paz. Es, pues, depositario del poder simbólico heredado del cacique.
Y pareciera que existe cierto paralelo entre la vida política y literaria de México. Octavio Paz, absoluto y autoritario como el PRI, designa al sucesor. Así, tras el dedazo, David Huerta aparece como efigie de la continuidad de nuestra tradición lírica. Lo mismo sucede con otros herederos. Pienso en Eduardo Milán, Christopher Domínguez y en general el grupo de la revista Vuelta, por ende el de Letras Libres. Creo que no soy injusto cuando digo que en torno a ellos se ha creado una especie de red de prestigio (no en todos los casos justificado) que importa un fuerte poder simbólico y, a la postre, el control de nuestra poesía.
Y en esto radica, me parece, la responsabilidad de Octavio Paz. Hoy existe una crisis profunda en la poesía de México; la crispación y el encono están a flor de piel. Lo anterior, a todas luces, debido a una mala conducción de los herederos que nunca abrieron verdaderamente el abanico de los apoyos institucionales y conformaron, más bien, una especie de “clase poética” fuera de la cual obtener reconocimiento es prácticamente imposible.
Este grupo no tuvo madera para “conducir” la poesía mexicana. Octavio Paz pensaba que “la vocación democrática debe ser crítica y pluralista”. Perfectamente aplicable a la literatura, debe recordarse que sus herederos dejan mucho que desear en los dos ámbitos.
Quizá sea excesivo adjudicarle a Paz plena responsabilidad en esta crisis. Pero también es innegable que, al haber fomentado una crítica light e investido a un grupo de escritores para que se movieran bajo su venia, alguna culpa carga.
No finalizo sin volver a decir que Octavio Paz es un poeta extraordinario y a momentos un ensayista inspirador. Sin duda tuvo actitudes reprobables. Pienso en su infamante cercanía al gobierno ilegítimo de Carlos Salinas o su terrible postración ante la televisora más grande del país . En cualquier caso, es un sujeto digno muy digno de admiración. Como él mismo decía, “una admiración, casi es inútil aclararlo, que no implica aprobación de todo lo que dice y hace…” (Paz, 1999: 54).