Los diez libros que estremecieron a la poesía latinoamericana en el siglo XX

Ramón Cote
El poeta colombiano Ramón Cote nos presenta una magnífica radiografía de la poesía latinoamericana y sus libros fundamentales. Huidobro, Neruda, Paz, Borges, Molina, Aurelio Arturo, Mutis, Montejo, Varela y Becerra son materia de su reflexión. El ensayo se leyó en la Casa de Poesía Silva y apareció originalmente en la revista Casa Silva.

 

 

LOS DIEZ LIBROS QUE ESTREMECIERON A LA POESÍA LATINOAMERICANA EN EL SIGLO XX

 

I

“Los diez libros que estremecieron a la poesía latinoamericana en el siglo XX” es el título de esta conferencia, la cual se enmarca dentro del ciclo titulado DIME QUÉ LEES Y TE DIRÉ QUÉ ESCRIBES, de la Casa de Poesía Silva. La frase, original del periodista John Reed, me ha servido para realizar un catálogo de obras fundamentales en la poesía en nuestro continente, pero a la cual la he querido circunscribir dentro de un círculo más personal, con lo cual no voy a actuar como un aséptico crítico literario que emprende una tarea canónica, sino más bien, voy a actuar como un lector, con el propósito de emprender mi propia lista, dando como resultado algo un poco menos académico, y, por lo tanto, dando como resultado algo más arriesgado y personal, por no decir arbitrario. Para qué repetir lo que ya han dicho tan bien Saúl Yurkievich, Julio Ortega, Guillermo Sucre, Cobo Borda, Pedro Lastra y tantos otros. Mejor hacer una lista personal. Y ahí está la apuesta.

Trabajando en esta conferencia, me he dado cuenta de que los libros que voy a mencionar tienen en común, aparte de su calidad indiscutible, varios aspectos: en primer lugar que son libros que, sometidos a las lecturas durante décadas, siguen siendo inalterables, o dicho de otra forma: sus lecturas a los 16, 26, 36 ó 46 años, como en mi caso, siguen siendo absolutamente reveladoras, contagiosas, estimulantes, sorprendentes. No quiere decir esto que los lea cada diez años, ni mucho menos, sino que son libros que lo van acompañando a uno durante el transcurso de la vida y nos han dicho cosas que hemos entendido y asimilado, o incomprendido o deslumbrado, según la edad que se tenga. El premio Nobel Sheamus Heaney en su libro Al buen entendedor habla sobre la relectura y dice: “Una poesía que originalmente lo rebasa a uno, genera la necesidad de comprender y superar su rareza y al final se vuelve un sendero familiar por dentro, una disposición gracias a la cual la imaginación se abre placenteramente, volviendo la vista hacia los orígenes y la soledad”. En segundo lugar, que cada libro tiene como mínimo de diez a quince poemas memorables. Y eso en un libro de poemas es algo que muy pocos lo tienen y a lo cual todos debemos aspirar. Y en tercer lugar, que existen muchas maneras de hacer y leer y comprender la poesía. Los estilos no pelean entre sí, sino que se complementan y enriquecen nuestra lengua. Decía Eliot que la gran misión de un poeta es recibir un lenguaje y entregarlo transformado. Estos diez poetas cumplen a cabalidad con las anteriores apreciaciones.

La enumeración que voy a realizar a continuación es, por ponerle un orden, cronológica. No es porque los haya leído en ese orden, sino me parece que teniendo una consecución temporal se podrán apreciar mejor algunos aspectos y las personas presentes se podrán situar con mayor rapidez. Sobra decir que son libros que me han marcado a hierro y creo que sin ellos, sin su presencia siempre estimulante, no hubiera podido escribir lo que he escrito.

 

II

 

Como sucede en toda lista, hay más omisiones que inclusiones, y teniendo en cuenta el propósito de esta conferencia, enumerar los diez poetas es como caminar por un sendero rodeado por un abismo a cada lado. Insisto en que es una lista personal, hecha por un lector y no por un estudioso y que si la hiciera esta persona, coincidiríamos en algunos nombres y diferiríamos en otros.

El primer libro de esta lista es ALTAZOR, del chileno Vicente Huidobro, libro que ya anunciara en 1919, con su título en francés, pero que sólo verá la luz en 1931 con el título ya en español de ALTAZOR O EL VIAJE EN PARACAÍDAS, publicado por la Compañía Iberoamericana de Publicaciones, editorial que ya le había publicado otras obras.

La osadía, la necesidad de crear algo nuevo, -característica muy de la época por cierto-, la imaginación desbordada, pero hilada a un argumento, y la manera de desintegrar el lenguaje, son, en suma, las líneas de fuerza de este libro que ha sido considerado con un hito fundador en nuestra lengua. El autor es capaz de transmitir al lector en sus siete largos poemas tal audacia en la que está inmerso, de manera que sentimos que él está nombrando por primera vez el mundo, como si lo fundara, como si fuera él el primero que utilizara el lenguaje para llevarlo a un extremo desconocido, más allá de la imaginación y de la razón, como si fuera una prueba para llegar más allá de sí mismo.

Como lector, debo confesar que ALTAZOR es una revelación constante que no acaba nunca. Su surrealismo anticipado así como su formulación de su propia poética, es otro de los grandes hallazgos del chileno. Resulta increíble que el mismo poeta que publicara en 1906 un libro titulado ECOS DEL ALMA edite tres décadas más tarde ALTAZOR. Esta sencilla observación me parece que encierra una gran lección y más que una lección, una advertencia a todos los lectores de poesía: de libros malos se puede llegar a libros buenos. No basta con que la crítica anule de un plumazo a un poeta de una vez y para siempre por un mal libro. Basta con que haya lectores atentos que adviertan en su obra un gran libro para que se juzgue a un autor por lo bueno y no únicamente por lo mediocre.

ALTAZOR es un libro que tiene tantas lecturas como lectores hay en uno durante el paso de los años. Es ocurrente, recurrente e insolente. Pero también es conmovedor. Sigue siendo un nervio vivo, algo que disloca nuestros sentidos:

Reparad el motor del alba

En tanto me siento al borde de mis ojos

Para asistir a la entrada de las imágenes.

ALTAZOR también es una toma de pulso de la literatura del momento para no solamente subvertirla sino también rebasarla, aspecto también muy de la época, época muy dada al experimentalismo, algo que, en manos de Huidobro, debería quemarle las manos pues él siempre quiso ser el primero en todo, que lo reconocieran como el verdadero Fundador. En el transcurso de ir más allá, de exprimir todas las variantes del lenguaje, también lleva al lector de la mano hacia sus nuevos descubrimientos, como el viaje en paracaídas que nos invita a realizar con él:

La inteligencia es decepción

Solo en las afueras de la vida

Se puede plantar una pequeña ilusión.

Y sigue en su exploración:

Aférrate a tu voz embrujador del mundo

Cantando como un ciego perdido en la eternidad

Anda en mi cerebro una gramática dolorosa y brutal,

La matanza continua de los conceptos internos

Para ir en busca de:

Lo que se esconde en las frías regiones de lo invisible

O en las ardientes tempestades de nuestro cráneo.

La verdad, Huidobro no se detiene, y leyéndolo nuevamente parece como si tuviera miedo a que alguien lo alcanzara en lo que acabara de decir, como si tuviera al mundo entero compitiendo con él. Quizás esta paranoia literaria fuera el motor fundacional de este libro en el que se atreve a decir:

Dadme un bello naufragio verde

Un milagro que ilumine el fondo de nuestros mares íntimos

Como el barco que se hunde sin apagar las luces

El último canto, el CANTO VII, el que corresponde al momento en el que Altazor toca la tierra, es, por el contrario, como si tocara el cielo, ya que empieza a inventar un lenguaje distinto, como si estuviera en contacto con otra raza de personas. Despedazó el idioma para decirlo nuevamente:

 

CANTO VII

Olamina olasica lalilá
Isonauta
Olandera uruaro
Ia ia campanuso compasedo

Mitradente
Mitrapausa
Mitralonga
Matrisola
                   matriola

          Montesol
Lusponsedo solinario
Aururaro ulisamento lalilá
Ylarca murllonía
Hormajauma marijauda

Monlutrella monluztrella
                                       lalolú
Montresol y mandotrina
Ai ai
          Montesur en lasurido

Aruaru
         urulario
Lalilá
Rimbibolam lam lam
Uiaya zollonario
                         lalilá

Al aia aia
ia ia ia aia ui
Tralalí
Lali lalá

   
   
   
   
   
   

Aunque nunca lo confesó abiertamente, Octavio Paz no hubiera podido existir sin haber leído a Huidobro. Oliverio Girondo fue uno de los pocos que supo beber en este confuso manantial del canto VII, tal como lo ha hecho en épocas recientes Eduardo Milán, o a su modo Juan Gelman.

 

 

III

 

El segundo de la lista es RESIDENCIA EN LA TIERRA, de Pablo Neruda, libro escrito entre los años 1925-1931 y publicado en Madrid en 1935, después de una azarosa historia. Siempre he creído que un lector de poesía debe tener la suerte de encontrarse con un gran libro para que así se cree una relación duradera; de lo contrario, miles de lectores de poesía se pierden por carecer de este contacto. Precisamente RESIDENCIA EN LA TIERRA es uno de esos libros que lo hacen a uno creer en la poesía y crean un contrato a perpetuidad con la palabra poética. Durante muchos años me pasó que no podía acabar de leer ninguno de sus poemas porque de inmediato me ponía a escribir. Y no me refiero a copiar su estilo, me refiero a que tienen una fuerza, tienen tal poder de traspasarse al lector que éste queda de inmediato conmovido por el poder magnético de sus palabras.

Residencia fue escrito en una parte en su país antes de viajar a Oriente y después allí, para culminarlo en España, sobre todo la segunda parte, la cual se puede rastrear muy bien gracias a su libro de memorias Confieso que he vivido y a sus crónicas de esa época aparecidas en Para nacer he nacido. Residencia es uno de esos libros en los cuales uno no puede creer que haya un poema mejor al que acaba de leer. Y resulta que sí!! Leamos un par de ellos:

 

TANGO DEL VIUDO

Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre
y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas,
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún
quejándome del trópico de los coolíes corringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.

Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!
He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,
a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez
tiro al suelo los pantalones y las camisas,
no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.
Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,
y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,
y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.
Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde
el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras,
y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina
acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:
bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces,
de los lenguajes humanos el pobre sólo sabría tu nombre,
y la espesa tierra no comprende tu nombre
hecho de impenetrables substancias divinas.
Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas
recostadas como detenidas y duras aguas solares,
y la golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos,
y el perro de furia que asilas en el corazón,
así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora,
y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,
el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.
Daría este viento del mar gigante por tu brusca respiración
oída en largas noches sin mezcla de olvido,
uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo.
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,
cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,
y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma,
y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente
llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,
substancias extrañamente inseparables y perdidas.

 

 

 

 

 

 

Si nos parecía insuperable, veamos este:

 

ENTIERRO EN EL ESTE

Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad,
de pescadores, de alfareros, de difuntos quemados
con azafrán y frutas, envueltos en muselina escarlata:
bajo mi balcón esos muertos terribles
pasan sonando cadenas y flautas de cobre,
estridentes y finas y lúgubres silban
entre el color de las pesadas flores envenenadas
y el grito de los cenicientos danzarines
y el creciente y monótono de los tamtam
y el humo de las maderas que arden y huelen.

Porque una vez doblado el camino, junto al turbio río,
sus corazones, detenidos o  iniciando un mayor movimiento
rodarán quemados, con la pierna y el pie hechos fuego,
y la trémula ceniza caerá sobre el agua,
flotará como ramo de flores calcinadas
o como extinto fuego dejado por tan poderosos viajeros
que hicieron arder algo sobre las negras aguas, y devoraron
un aliento desaparecido y un licor extremo.
 
 
 

 

 

En sus dos partes, su introspección solitaria, su excavación en vertical coincide con una apertura hacia todo lo que lo rodea, como si fuera la síntesis de la condición humana. Estas dos vertientes van a desembocar en su libro siguiente, Tercera Residencia, en la cual el poeta rechaza su destino solitario para proclamar un destino solidario, aspecto que se hace nítido con la Guerra Civil Española, dándole un giro a su poética que no lo abandonará nunca. Como el propio autor dice, ya su amor no va a ser una persona en particular sino que va a ser universal. Es que sucede con Neruda un fenómeno bien extraño: a lo sentimental lo vuelve sublime, y a lo panfletario, cósmico. Y eso solo lo puede hacer él. Lean Los versos del capitán y verán que el chileno bordea peligrosamente el sentimentalismo y sale airoso, o al contrario, leer el Canto General y se advierte que hay momentos de una grandeza, hay una manera sublime de sobrepasar la circunstancia histórica.

En Residencia hay algo desmesurado, una cantidad que se expande, un permanente estallido, un tocar fondo revolcándose. Tal cantidad de confesiones y observaciones, como si él y el mundo encajaran y se revelaran mutuamente en su cono más oscuro, en su parte más sombría, como si participaran del mismo aliento destructor pero también salvador. Residencia es un viaje a los infiernos pero también es una conquista de la luz. Neruda, sabemos, renegó de él por ser excesivamente personal, por no ofrecer ninguna salida distinta a la desolación y al fracaso. Cuentan que Neruda quedó profundamente conmovido cuando supo que un muchacho chileno se había suicidado después de leer ese libro, lo que le hizo prohibir su reedición. A pesar de su opinión negativa, allí está la raíz, el germen de todo su trabajo posterior, como lo supo ver Dámaso Alonso, como también Eduardo Camacho Guizado. Y, aunque les parezca extraño también Julio Cortázar, quien le escribiera una carta donde pone de manifiesto su admiración por Residencia en la tierra. Resulta curioso constatar que a veces el peor crítico de su obra es su propio autor, ya que el propio Neruda  calificó a este como un “libro recalcitrante y amargo”. Tiene razón, pero para llegar a la felicidad de las Odas, a la comunión terrestre del Canto General tuvo que pasar por aquí, y beber de esta agua movedizas, turbias que todavía nos conmueven y que seguimos desentrañando.

 

 

IV

Se suele decir que cuando uno lee a un poeta de verdad, a un poeta que trastorna, las palabras parecen escritas como si fueran la primera vez que se escribieran. Y ante los ojos y delante de los oídos del lector ocurre esta revelación, esa ascensión, que muchos han denominado como el milagro de la poesía.

Eso me sucedió y me sucede con SEMILLAS PARA UN HIMNO, de Octavio Paz, libro que será el tercero de esta selección. Aparte de la mención casi edénica del lenguaje, se le une una segunda vertiente, y es la del intelecto. El pensamiento también canta. Es conocido por todos esa aseveración de Unamuno, ese aforismo que dice: Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento. La poesía también está construida por la mente, el cálculo matemático también puede ser poético. Con él, los dos hemisferios del cerebro se reúnen para hacer del lenguaje algo vigilado y certero. Prueba de ello es su magnífica e inseparable pasión por el ensayo, donde su visión nos enseña a ver los niveles, las capas de la realidad, la semántica del asombro, a desconfiar del falso lirismo, del falso sentimentalismo, o incluso, del falso intelectualismo. Y a descubrirlo a él, a detectarlo, a saber que la poesía tiene que ser sinónimo de lucidez, de la lucidez del lenguaje.

Su poesía en Semillas para himno, publicado en 1954 está más cerca del escalpelo, del bisturí, del forense que realiza su trabajo. El ojo crítico, frío, se une al ojo contemplativo, distante. En esa disección que hace Paz uno aprende a leer lentamente. Me explico: sus poemas tienen una velocidad distinta, no sólo se saborea la música de las palabras sino también el armazón, el esqueleto del poema.

Los arquitectos alaban al Partenón por su proporción, por su armonía, pero también por algo muy sencillo: porque ese templo está desnudo. Las tensiones, el peso, están a la vista. La unión de los planos, la solidez de las columnas en el pórtico, la limpidez de su triángulo está dispuesto como una pura estructura. Lo mismo sucede con los poemas de Paz: todos sus elementos están a la vista, el lenguaje no esconde sino que revela, no hay excesos o florituras o nada que sobre, por el contrario, hay una deliberada desnudez. Por eso sus poemas, insisto, se leen a otra velocidad. Eso, para mi, y perdonen el abuso de la primera persona del singular, es lo que distingue a Semillas para un himno. Concluyendo: también sin frondosidad, sin adjetivaciones excesivas, sin raptos líricos, también se puede hacer poesía. Alta poesía. Como lo afirma el Nobel mexicano en El arco y la lira: “el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo”.

Hay dos elementos finales que no quisiera pasar por alto. El primero es el de la disposición de los versos en las páginas. El mismo lo dice de esta manera: “El elemento visual se convierto en un elemento consubstancial del poema, como el auditivo. Es el OTRO ritmo, el rimo que oímos no con los oídos sino con los ojos”. Gracias a esa ayuda tipográfica, la página también habla: no es un soporte mudo, es un aliado de las sílabas. El blanco habla y el silencio escucha.

Al principio de este capítulo que había palabras que parecían como si se hubieran escrito por primera vez. En la poesía de Paz las palabras son otras: Transparencia, Esplendor, Astros. Y digo esto porque en Semillas para un himno sus versos, y este es el segundo punto al que quiero referirme, están trabajados como unidades sintácticas independientes que se suceden sin apenas sentir sus transiciones. Apenas sin puntuación, los versos empiezan por la mayúscula de la primera palabra. Son como cajones de un inmenso armario, independientes entre sí pero dependientes de su armazón. Este efecto logra una condensación total en cada verso que, al suprimir preposiciones innecesarias, cada palabra sea, como él mismo dice, incandescencias. Veamos cómo suena de manera diferente la poesía en manos de Paz.

 

REFRANES 

Una espiga es todo el trigo

Una pluma es un pájaro vivo y cantando

Un hombre de carne es un hombre de sueño

La verdad no se parte

El trueno proclama los hechos del relámpago

Una mujer soñada encarna siempre en una forma amada

El árbol dormido pronuncia verdes oráculos

El agua habla sin cesar y nunca se repite

En la balanza de unos párpados el sueño no pesa

En la balanza de una lengua que delira

Una lengua de mujer que dice sí a la vida

El ave del paraíso abre las alas

Como la marejada verde de marzo en el campo

Entre los años de sequía te abres paso

Nuestras miradas se cruzan se entrelazan

Tejen un transparente vestido de fuego

Una yedra dorada que te cubre

Alta y desnuda sonríes como la catedral el día del incendio

Con el mismo gesto de la lluvia en el trópico lo has arrasado todo

Los días harapientos caen a nuestros pies

No hay nada sino dos seres desnudos y abrazados

Un surtidor en el centro de la pieza

Manantiales que duermen con los ojos abiertos

Jardines de agua flores de agua piedras preciosas de agua

Verdes monarquías

La noche de jade gira lentamente sobre sí misma.

 

SEMILLAS PARA UN HIMNO anticipa lo que sería su gran poema, PIEDRA DE SOL, aparecido en 1959. Aquí se advierten desde ya ciertos ritmos y maneras de abordar el poema que se verán en el mencionado poema:

 

PIEDRA DE TOQUE

Aparece
                  Ayúdame a existir
Ayúdate a existir
Oh inexistente por la que existo
Oh presentida que me presiente
Soñada que me sueña
Aparecida desvanecida
Ven vuela adviene despierta
Rompe diques avanza
Maleza de blancuras
Marea de armas blancas
Mar sin brida galopando en la noche
Estrella en pie
Esplendor que te clavas en el pecho
(Canta herida ciérrate boca)
Aparece
                  Hoja en blanco tatuada de otoño
Bello astro de pausados movimientos de tigre
Perezoso relámpago
Águila fija parpadeante
Cae pluma flecha engalanada cae
Da al fin la hora del encuentro
                  Reloj de Sangre
Piedra de toque de esta vida

 

Como han podido ver y oír, también los poemas de amor tienen otro sonido y otro significado en manos de Paz. Veamos un último ejemplo:

 

AISLADA EN SU ESPLENDOR

Aislada en su esplendor
La mujer brilla como una alhaja
Como un arma dormida y temible
Reposa la mujer en la noche
Como agua fresca con los ojos cerrados
A la sombra del árbol
Como una cascada detenida en mitad de su salto
Como el río de rápida cintura helado de pronto
Al pie de la gran roca sin facciones
Al pie de la montaña
Como el agua del estanque en verano reposa
En su fondo se enlazan álamos y eucaliptos
Astros o peces brillan entre sus piernas
La sombra de los pájaros apenas oscurece su sexo
Sus pechos son dos aldeas dormidas
Como una piedra blanca reposa la mujer
Como el agua lunar en un cráter extinto
Nada se oye en la noche de musgo y arena
Sólo el lento brotar de estas palabras
A la orilla del agua a la orilla de un cuerpo
Pausado manantial
Oh transparente monumento
Donde el instante brilla y se repite
Y se abisma en sí mismo y nunca se consume

 

 

V

Para el cuarto libro volvemos al sur del continente. Hubiera podido escoger otro libro de Borges, pero después de releerlo he llegado al Borges que más recuerdo, a los poemas que más recuerdo y resulta que están en EL OTRO, EL MISMO, libro publicado en 1969 pero escrito desde 1930 hasta 1967, es decir, escrito en 30 años. ¿Permaneció tanto tiempo Borges callado, sin publicar en tres décadas ningún libro de poesía? Parece que sí. Resulta que decidió reunirlos en uno solo, un tanto arbitrariamente, y lo tituló, muy borgianamente, EL OTRO, EL MISMO, título la verdad poco poético pero que cumple a cabalidad con uno de sus mayores deseos: descubrir el otro para verse a sí mismo. Esa dualidad que había incursionado en su vasta obra narrativa ya era a esas alturas una marca propia, su propio juego literario, un sello suyo. De allí que titulara sin titubear este magnífico, polivalente y caleidoscópico libro, nutrido de amores y homenajes, de reflexiones e inflexiones.

Uno de los pocos aspectos de las vanguardias que un Borges maduro repite en su obra es el afán de decir algo novedoso, es decir, escribir algo sobre lo que jamás nadie había escrito antes. Esta postura, recordada por su amigo Bioy Casares en sus memorias, desaparecerá con el tiempo, aunque persistan ciertos remanentes. Pensemos en el poema A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA, el cual dice así:

¿Dónde está la

memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
El río numerable de los años
los ha perdido; eres una palabra en un índice.
Dieron a otros gloria interminable los dioses,
inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores;
de ti sólo sabemos, oscuro amigo,
que oíste al ruiseñor, una tarde.
Entre los asfódelos de la sombra, tu vana sombra
pensará que los dioses han sido avaros.
Pero los días son una red de triviales miserias,
¿y habrá suerte mejor que la ceniza
de que está hecho el olvido?

Sobre otros arrojaron los dioses
la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las grietas,
de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera;
contigo fueron más piadosos, hermano.

 

 

 

 

 

Lo que empezó, suponemos, como un ejercicio de “originalidad” –pues nadie le había escrito un poema a un poeta menor de una antología-, se convirtió con el tiempo en una de sus claves, abandonando en su madurez la importancia por “ser el primero” por “decirlo y hacerlo valedero”.

 

A diferencia de las generaciones anteriores, para la nuestra la dictadura del soneto no fue tal, de manera que tuvimos la suerte de encontrar en esta forma poética una iluminación nueva. Y uno de los grandes privilegios que nos ha dado la vida ha sido la de leer nuestros primeros sonetos escritos por un tal Jorge Luis Borges. Claro que Rubén, Gutiérrez Nájera, los piedracelistas colombianos y los clásicos españoles del siglo de Oro nos enseñaron lo suyo. Pero gracias a Borges, volvimos a sentir, en nuestro siglo XX y ya entrados en el XXI, la misma belleza de construcción, el artefacto perfecto del soneto, y poder apreciar la rima en toda su belleza y audacia verbal y conceptual, en su total intensidad de diamante.

 

Se entiende que muchos poetas nacidos en los años veinte, treinta y cuarenta, hayan denostado del soneto por parecerles una música de organillero de feria, además de ser una imposición obligatoria de las “buenas maneras literarias”. Por el contrario, y por aquello de la ley del péndulo, los nacidos en los cincuenta, sesenta y demás, el soneto no era ese régimen militar, ese inevitable corset, sino una, paradójicamente, novedosa manera de decir. Veamos el primer soneto dedicado al Ajedrez:

 

I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
 

 

 

 

 

 

 

Leerlo es ver brillar de nuevo la eufonía, apreciar la artesanía del verso, deslumbrarse ante la construcción conceptual del poema, aspectos que me parecen básicos, por no decir elementales, en la educación poética. Me refiero a los temas como el tiempo, como el amor, el abandono, el uso cotidiano de la vida, a los cuales Borges los celebra como mínimos pero siempre reveladores de algo.
 
 
 

 

 

Borges ve lo que vemos todos pero a su vez descubre en lo más elemental un problema metafísico, la conexión entre el microcosmos y el macrocosmos y nos revela de paso, ese es otro de sus sellos, que en todo acto realizado por cualquier persona sucede un gran milagro o se oculta un gran misterio. Nos dice Borges que todos tenemos algo de eternidad y al leerlo nos parece entender que para llegar a lo que somos obró un milagro de generaciones y de casualidades, de encuentros y desencuentros para ser lo que somos, el mismo que lee estas páginas o los mismos que están oyendo estas palabras.

 

Ver lo otro en lo uno, desentrañar un símbolo de lo aparente: he ahí otra vez el gigante de Borges quien nos lo hace patente, como en el poema LÍMITES. Aquí va un fragmento:

 

LÍMITES 

De estas calles

que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.

 

 

 

 

 

 

Con una sencillez y una claridad, con una perspicacia y una genialidad, Borges sabe que le bastan pocos elementos –un espejo, un laberinto, un libro, una biblioteca, el libro que ya no volveremos a leer nunca más- para devolverles a ellos su majestad. Por eso queremos tanto a Borges: a su otro y a sí mismo. Sería imperdonable dejar de hablar del argentino sin citar este poema de su libro escogido: ARTE POÉTICA

 

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

 

 

 

 

 

 

VI

Quien lee por primera vez a Enrique Molina ya nunca más podrá abandonarlo. Y de sus libros, a la hora de esta sangrante selección, he elegido del argentino AMANTES ANTÍPODAS, publicado en 1961, siendo entonces el número cinco de esta conferencia. Lo primero que leí de él fue EL ALA DE LA GAVIOTA que me regalara el poeta mexicano Jose Luis Rivas, sin saber que ese nombre iba a modificar tantas cosas y tener tantas consecuencias, como se puede advertir hasta el día de hoy, en la que he elegido a uno de los suyos como uno de los diez libros que estremecieron el mundo de la poesía latinoamericana del siglo XX.

Molina, perteneciente a la generación del 40, junto con Olga Orozco y Aldo Pellegrini, es el más valioso poeta surrealista americano. Esta afirmación, propia de un chauvinista manual de literatura argentino no pasaría de ser una simple exageración, si no fuera porque poema tras poema se comprueba esa expedición tan personal y única de su obra poética, donde la pasión por la mujer, la exaltación del sexo, donde la convicción dolorosa y gratificante del instante y de la existencia, han marcado como nunca a la poesía latinoamericana del siglo pasado.

Aunque nacido en Buenos Aires, Molina se crió en una zona muy parecida a nuestro trópico que es Misiones y pronto ese amor por la desmesura, por el desorden, por esa exaltación de la naturaleza y su manera de modificar el comportamiento humano, lo condujeron a tomar la determinación de embarcarse como marino durante muchos años. Del trato hosco y sincero a la vez de sus funciones y de su avidez natural se nutre Amantes antípodas, título que encierra y condensa soledad, distancia, imposibilidad, renuncia. Pero también fulgor, rescate.

El amor, los viajes, el contacto con lo ajeno y la mujer son sus temas centrales, pero en Molina hay algo supremo, habla el dolido, el desdoblado que intenta recuperar por medio del estallido de las palabras, por la libertad de sus imágenes, por la real irrealidad de sus versos, esos instantes en los que el ser supera al ser. No hay contemplación pasiva: hay rotundidad activa. Y lo más increíble de todo es que hablando de lo mismo jamás repite una misma imagen y encuentra en las palabras una fuerza centrífuga que lo dispara hacia lejos, lo hace adueñarse de una dicción filibustera, de quien quiere no solo recuperar lo perdido sino hacerlo permanente presencia. Si para Michaux escribir era recorrerse, para Molina escribir es desenterrarse, resucitarse.

El venezolano Guillermo Sucre dice con su habitual lucidez: “Su lenguaje tiene un rapto ponderativo, o mejor dionisíaco, así como su visión irradia una energía irreconciliable con la inmovilidad: el mar es el ámbito y el símbolo de su poesía”. (La máscara, la transparencia. Pág 413). Y para no citar más me limitaré a esta última observación: “Lo que finalmente busca Molina es hacer de la intensidad y de la pasión una suerte de divinidad invulnerable” (Op. Cit. Pág 417).

Esa suerte de errancia, de fundar nuevas leyes, de escribir poemas como ritos de paso, le hará enaltecer ciertas figuras. Una de ellas es Robinson Crusoe, a quien le escribe un gran poema:

 

NO, ROBINSON

En tu isla Robinson verde recamado con la pelambre del desvarío

Los helechos descomunales

Las estrellas con el loro virgen y la cabra atravesada por el rayo

¡aquellas fiebres!

La cueva con la barrica tiránica bajo la lluvia en las sentinas inmensas

Contra la empalizada de la noche

El océano hasta la cintura

Y la sombra de tu mano sobre tu mirada desgarradora

Posada en la alcoba escarlata de tu infancia

Con los pilones hundidos del otro lado de la tierra

 

No cedas ahora viejo perro

No regreses con tu manzana hirviente arrastrando

Tus plumas de oscuro pájaro evadido

Y ese olor a raíces y setas en la luz del cuchillo

Confabulado con los secretos de la luna

tu calabaza de anfitrión abandonada a la saliva marina

tus visiones

tu hosco esplendor entre las valvas ciclánicas

las matemáticas del horizonte hasta el infinito

sin más guitarra que la fogata del naufragio encendida no importa dónde

entre los arrecifes y las lentas piedras del crepúsculo

que crujen de modo tan triste

bajo tantas aguas

 

Más abandonado que un dios

Más salvaje que un niño

Más resistente que las montañas contra ese cielo que disputa

                               Tus alimentos legendarios

¡ah Robinson sin auxilio ni terror ni remordimiento!

La huella de tu alma en la soledad hasta el portal de tu casa

                En York mientras tu pisada de yodo ignora todas las reliquias

A la medianoche convertido en pesadilla

Tocado hasta la médula por la gracia del abismo

Vociferando contra tu padre inexistente entre los mástiles arrastrados por la resaca!

 

La ciudad fangosa bebe en el alba la leche muerta

                De los corazones allá lejos bajo el oro de sus ropas

Pero no vuelvas la cabeza

Ahora que el carruaje de los esporos y los saurios pasa con tanta tibieza

                Como una caricia

Sobre tu isla rechinante

En la pureza de tu exilio

¿y a qué tu grito

tu mano abierta en la que cae la lluvia?

¿a qué tu negra Biblia contra la Biblia de vello de tu pecho,

esa plegaria a nada

a todo,

¡Robinson sin propiedad y sin altar dueño del mundo!  

 

En ciertos momentos parece como si Maqroll el Gaviero se hiciera presente en estos poemas. Y hablando de amantes y de antípodas, Molina escribe EL poema por antonomasia de la separación. Abróchense los cinturones porque esto es estremecedor:

 

ALTA MAREA

Cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través
de las piedras sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el
furor de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas
los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto
con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles
de la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles
o enfundadas en ropas polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros
hasta el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas
puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura
siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo
Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma
de los días indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de lentejuelas
insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta
en otro cielo en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal
como un enorme galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del
trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas y
el árbol de la hélice que pasaba justamente bajo mi cucheta
éste es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo
el mundo desesperado como una fiesta en su huracán
de estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca
de las aguas y de los campos con las violencias de este
planeta que nos pertenece y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus
brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta
y el cabo de Manila fue recogido
todo termina
los viajes y el amor
nada termina
ni viajes ni amor ni olvido ni avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia
que acecha en el sol de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su
dicha y a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio
y queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la vehemencia
del verano y el remolino de las hojas sobre las sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón
de su presa
en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones
donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta
y sin raíces
cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan. 
 
 
 

 

 

 

VII

El sexto libro es de un colombiano: AURELIO ARTURO. Y su título: MORADA AL SUR, publicado en 1963. Qué se puede decir de ese libro que no se sepa. Lo más maravilloso resulta que cada vez que se lee, se tienen otras lecturas, se captan otros matices, se disfruta más su orfebrería vocálica, se advierte más su grandeza. William Ospina escribió lo siguiente acerca del nacimiento del autor para las letras colombianas: “En un día de 1931, un muchacho de 25 años llegó hasta la redacción de un periódico de la capital. Con la timidez característica de un joven escritor de provincia que se anima a cortejar a la tipografía, presentó al director de la revista literaria, Rafael Maya, un conjunto de poemas, cruzó con él unas cuantas palabras y se retiró de nuevo, presuroso. Pocos días después el director comprendió que tenía en sus manos la revelación de un gran talento literario, e hizo llamar de nuevo al poeta para comunicarle que publicaría sus versos y pedirle que posara para el dibujante del periódico. Por esa circunstancia, tenemos el retrato de Arturo que apareció acompañando la primera publicación de sus versos. Tres años después se animó a publicar de nuevo. Aquello parecía entonces el comienzo de una larga carrera, la presentación inicial de una obra copiosa y notable. Pero el tiempo depara sorpresas. Hoy sabemos que en 1934, a los 28 años, Aurelio Arturo había publicado ya la mitad de sus obras completas, y estaba terminando la primera fase de su obra. Esta obra no es sólo la más breve de nuestra literatura: es acaso también la única imprescindible en su totalidad, la única disfrutable palabra a palabra”.
 

Resulta llamativo el hecho de que Arturo supiera fundir en una sola materia lo tosco con lo sublime y a su vez resulta conmovedor que venerara tanto a la gente que lo rodeaba y no tuviera miedo en decirlo. No todo era rudeza, nos advierte con contradictoria dulzura. Y es que en sus manos la materia poética se adelgaza hasta ser un hilo donde se mezcla la memoria y la nostalgia, la exaltación y la pureza. Si hay algo que llama la atención, aparte de ese hechizo vocálico en el que caemos cuando lo escuchamos o leemos, es esa parquedad de preposiciones, y a su vez es ese sutil juego del lenguaje, en el cual sin que fuera un ejercicio experimental, Aurelio Arturo suprime premeditadamente ciertos artículos y muletillas idiomáticas, dándole al verso una carga adicional de ligereza y de ensoñación. Quizás esto se deba a su proximidad con la poesía inglesa, de la cual tradujo algunos autores, como consta en ese bello libro de Colcultura publicado allá en 1976 llamado OBRA E IMAGEN.

Recordemos, entonces, un par de poemas:

 

Canción de la noche callada

   

En la noche balsámica, en la noche,
cuando suben las hojas hasta ser las estrellas,
oigo crecer las mujeres en la penumbra malva
y caer de sus párpados la sombra gota a gota.
Oigo engrosar sus brazos en las hondas penumbras
y podría oír el quebrarse de una espiga en el campo.
Una palabra canta en mi corazón, susurrante
hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica,
cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles,
me besa un largo sueño de viajes prodigiosos
y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla.
En medio de una noche con rumor de floresta
como el ruido levísimo del caer de una estrella,
yo desperté en un sueño de espigas de oro trémulo
junto del cuerpo núbil de una mujer morena
y dulce, como a la orilla de un valle dormido.
Y en la noche de hojas y estrellas murmurantes
yo amé un país y es de su limo oscuro
parva porción el corazón acerbo;
yo amé un país que me es una doncella,
un rumor hondo, un fluir sin fin, un árbol suave.

Yo amé un país y de él traje una estrella
que me es herida en el costado, y traje
un grito de mujer entre mi carne.

En la noche balsámica, noche joven y suave,
cuando las altas hojas ya son de luz, eternas…

Mas si tu cuerpo es tierra donde la sombra crece,
si ya en tus ojos caen sin fin estrellas grandes,
¿qué encontraré en los valles que rizan alas breves?,
¿qué lumbre buscaré sin días y sin noches? 

 

 

 

 

 

Interludio


Desde el lecho por la mañana soñando despierto,
a través de las horas del día, oro o niebla,
errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo,
¿a dónde mis pensamientos en reverente curva?
Oyéndote desde lejos, aun de extremo a extremo,
oyéndote como una lluvia invisible, un rocío.
Sintiéndote en tus últimas palabras, alta,
siempre al fondo de mis actos, de mis signos cordiales,
de mis gestos, mis silencios, mis palabras y pausas.
A través de las horas del día, de la noche
-la noche avara pagando el día moneda a moneda-
en los días que uno tras otro son la vida, la vida
con tus palabras, alta, tus palabras, llenas de rocío,
oh tú que recoges en tu mano la pradera de mariposas.
Desde el lecho por la mañana, a través de las horas,
melodía, casi una luz que nunca es súbita,
con tu ademán gentil, con tu gracia amorosa,
oh tú que recoges en tus hombros un cielo de palomas.
 

 

 

 

 

 

 

VIII

Los trabajos perdidos de Álvaro Mutis es el séptimo libro de esta lista. Tengo también una gran cercanía por Los elementos del desastre, publicado en 1953, libro que considero como el verdadero renovador de la poesía colombiana. En este ya lo español y su influencia deja de serlo para abrirle una puerta diferente, de ascendencia surrealista y expresionista, pero la cual Mutis supo asimilar y controlar con el propósito de escribirnos sobre nuestro paisaje, nuestra gente, en una clave desmesurada, novedosa y sorprendente. Pero nos ocupa otro libro, LOS TRABAJOS PERDIDOS, publicado en México en 1965. Me perdonarán la confidencia, pero la lectura que hice a los 17 años de Nocturno, aquel que empieza diciendo: “Esta noche ha vuelto a caer la lluvia sobre los cafetales” fue una auténtica revelación para mi, y para muchos de ustedes, supongo. El nombrar la tierra y asociarlo con lo exterior –la lluvia, la creciente del río, la tormenta- con el interior del poeta, en una suerte de letanía pagana, de conjuro, de talismán, fue, insisto, un gran descubrimiento. 

He dicho letanía, conjuro, ahora digo salmos, oraciones, pues no otra cosa son los poemas maravillosos y conmovedores como Letanía, o Amén, que dice así:

Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.

 

El siguiente poema, al decir de Mutis, lo escribió de una sola vez, sin interrupciones y en una entrevista con Miguel Ángel Zapata en El Hacedor y las palabras. Diálogos con poetas de América Latina (Lima: FCE, 2005), confiesa que ese poema es uno de los pocos poemas en los que transmite exactamente lo que él quería decir, algo que aunque parezca raro, le suele suceder también a los grandes poetas.

 

SONATA

Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
como tren en la noche de los páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que se enjuta en la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.

 

La perfecta unión entre el viejo mundo y el nuevo mundo, y el hacer nacer otro mundo a partir de realidades opuestas se ve a la perfección en este poema, un homenaje a su gran admirado León de Greiff y un homenaje a nuestro paisaje. Confieso que me sigue impresionando el ritmo de este poema, la enumeración que realiza, y la manera natural con la cual convoca las palabras para que estas salgan del anonimato y se vuelvan poesía.

 

LA MUERTE DE MATÍAS ALDECOA

Ni cuestor en Queronea,
ni lector en Bolonia,
ni coracero en Valmy,
ni infante en Ayacucho;
en el Orinoco buceador fallido,
buscador de metales en el verde Quindío,
farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,
mago de feria en Honda,
hinchado y verdinoso cadáver
en las presurosas aguas del Combeima,
girando en los espumosos remolinos,
sin ojos ya y sin labios,
exudando sus más secretas mieles,
desnudo, mutilado, golpeado sordamente
contra las piedras,
descubriendo, de pronto,
en algún rincón aún vivo
de su yerto cerebro,
la verdadera, la esencial materia
de sus días en el mundo.
Un mudo adiós a ciertas cosas,
a ciertas vagas criaturas
confundidas ya en un último
relámpago de nostalgia,
y, luego, nada,
un rodar en la corriente
hasta vararse en las lianas de la desembocadura,
menos aún que nada,
ni cuestor en Queronea,
ni lector en Bolonia,
ni cosa alguna memorable.

 

 

IX

En los últimos diez años la poesía venezolana ha pasado de convertirse en el secreto mejor guardado de Latinoamérica para convertirse en una de las más sólidas del continente. Es este último a quien he elegido como octavo en la lista, con su libro Trópico absoluto, publicado en Caracas en 1984.

Un poeta para nada marginal, más bien un poeta absolutamente central y necesario, admirado y leído y recientemente fallecido, para tristeza de todos los que lo admiramos , hace un par de años. Él no lo sabía, pero le iban a otorgar en el año de su muerte el Premio Cervantes de Literatura.

Pero concentrémonos en Trópico absoluto, donde se condensan varios temas: la naturaleza como acto de reconocimiento, o para decirlo en otras palabras, naturaleza entendida como ese enjambre visual y vocálico que es el reflejo de la existencia. Las palmeras, los caballos, las llanuras, pero también la ciudad, las hace de tal manera suyas, únicas, que convierte esa materia en un símbolo. El azul de la tierra, libro publicado en Colombia, da fe de ello. Para los aficionados a las genealogías, diré que ese título se encuentra en un verso de la Oda a Federico García Lorca de Neruda. Ignoro si fue hecho a propósito o si fue una mera casualidad. Que el gran Eugenio me perdone. El amor al amor sería otra de sus obsesiones, logrando poemas insuperables, donde la redondez de la tierra, el espacio que ocupan los cuerpos aparecen en coordinación con el sistema solar. “Quiero el eje del mundo donde tú giras” dice en un verso el nicaragüense Jose Coronel Urtecho, y lo confirma Eugenio Montejo en AMANTES:


Se amaban. No estaban solos en la tierra;
tenían la noche, sus vísperas azules,
sus celajes.
Vivían uno en el otro, se palpaban
como dos pétalos no abiertos en el fondo
de alguna flor del aire.
Se amaban. No estaban solos a la orilla
de su primera noche.
Y era la tierra la que se amaba en ellos,
el oro nocturno de sus vueltas,
la galaxia.
Ya no tendrían dos muertes. No iban a separarse.
Desnudos, asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de luces en un largo aeropuerto
donde algo iba a llegar desde muy lejos,
no demasiado tarde.
 

 

 

 

 

El oficio de la escritura también se da cita en este libro con uno de los poemas más aleccionadores, sencillos y profundos para cualquiera que esté empezando –y terminando también- a escribir poesía, como se lee en PRÁCTICA DEL MUNDO, el cual es una especie de arte poética:

Escribe claro, Dios no tiene anteojos.
No traduzcas tu música profunda
a números y claves,
las palabras nacen por el tacto.
El mar que ves corre delante de sus olas,
¿para qué has de alcanzarlo?
Escúchalo en el coro de las palmas.
Lo que es visible en la flor, en la mujer,
reposa en lo invisible,
lo que gira en los astros quiere detenerse.
Prefiere tu silencio y déjate rodar,
la teoría de la piedra es la más práctica.
Relata el sueño de tu vida
con las lentas vocales de las nubes
que van y vienen dibujando el mundo
sin añadir ni una línea más de sombra
a su misterio natural.

O este otro, titulado expresamente POESÍA:

La poesía cruza la tierra sola,               
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.
              
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,               
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.
 

Es que esa es una de sus características: encontrar las palabras más sencillas para que digan lo más profundo. En una entrevista a Miguel Szinetar, Eugenio Montejo dijo que escribía para encontrar “ese dios que nos falta a diario”, concluyendo que la escritura era para él la manera de estar de nuevo en contacto con algo sagrado. También la historia, como otro de sus ejes, está unido a sus palabras. Fue testigo de su tiempo, tanto que uno de sus libros más hermosos se llama ADIOS AL SIGLO XX. El poeta nunca está solo, no es un producto porque sí, no es el resultado privilegiado de una generación espontánea, y jamás está alejado de la realidad. Por el contrario, todo lo que lo rodeaba, desde los edificios y las calles hasta las vastas llanuras de su infancia, también las circunstancias políticas e históricas dejaron una sutil huella en sus poemas, que él supo elevar a una categoría superior.

Las palabras que dijera Jorge Reichmann sobre Gamoneda bien podrían aplicársele a nuestro poeta venezolano: “Escuchó, habló, calló: inequívoco en la cruz que forman la vertical del cosmos con la horizontal de la vida”. Quizás un último aspecto para mencionar: me refiero a la presencia de la muerte en su poesía se hace evidente en Trópico absoluto. Leídos a la luz de su desaparición nos conmueven doblemente:

Si vuelvo alguna vez
será por el canto de los pájaros.
No por los árboles que han de partir conmigo
o irán después a visitarme en el otoño,
ni por los ríos que, bajo tierra,

siguen hablándonos con sus voces más nítidas.

Si al fin regreso corpóreo o incorpóreo,

levitando en mí mismo,

aunque ya nada logre oír desde la ausencia,

sé que mi voz se hallará al lado de sus coros

y volveré, si he de volver, por ellos;

lo que fue vida en mí no cesará de celebrarse,

habitaré el más inocente de sus cantos. 

 

 

 

 

 

 

X

Hay autores que llegan tarde en la vida. Ese es el caso para mí de Blanca Varela. Y su libro CANTO VILLANO es el noveno de esta lista. Pero me encuentro con un problema pues este libro de 1986 es una compilación de la producción poética de esta inmensa poeta peruana fallecida el año pasado.

Una economía de medios, cierta perversidad, una visión lúcida e irónica sobre las cosas que nos rodean, son su carta de presentación. Ella dice las cosas sin rodeo, como lo siguiente: “El párpado es el abismo”. En cinco palabras está condensada toda su obra, obra que habla de instantaneidad y deslumbramiento, pues todo lo que la conforma la conmueve, y a su vez, todo lo que la conmueve la conforma.

Blanca Varela quiere extraer a toda costa todo lo que pasa ante sus ojos y ante su mente. Raymond Carver decía: Escribe sobre lo que te rodea. La poeta mexicana Verónica Volkow dice lo contrario: Escribe sobre lo que te imaginas. Y Blanca, me perdonarán la familiaridad le hace caso a los dos: de lo seguro de lo primero a la incógnita de lo segundo. En esos amplios extremos la poeta peruana nos va dejando los registros ácidos de su vida, los momentos de desidia, versos y poemas templados por la cuerda de la ironía, como este llamado

 

A LA REALIDAD

Y te rendimos diosa

el gran homenaje

el mayor asombro

el bostezo

 

O esta nueva prueba de herirse y salir airada: CURRÍCULO VITAE

digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra
tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora.

Y esta prueba del desengaño: PODERES MÁGICOS

No importa la hora ni el día 

se cierran los ojos 

se dan tres golpes con el 

pie en el suelo,  

se abren los ojos 

y todo sigue exactamente igual

 

Los que le piden a la poesía belleza, verdad, imaginación, exasperación, encontrarán que Blanca Varela está tocada por estos poderes. Para ella la belleza también está en el dolor, la verdad está en los sueños y la imaginación está en lo que ve y no puede callar. No se puede pasar por alto ninguno de los poemas de CANTO VILLANO, libro que recoge su obra poética desde 1949 hasta 1983.

 

 

XI

Y para cerrar la lista, es decir el décimo libro es El OTOÑO RECORRE LAS ISLAS del mexicano Jose Carlos Becerra. Sería el octavo en esta lista cronológica, pero he decidido ponerlo de último porque es el más joven, o mejor, quien vivió menos años que todos. Encontré por azar este libro en la librería Buchholz de Bogotá, la que estaba en la Avenida Jiménez, coronada en el frente por un árbol verde, símbolo de esta librería laberíntica y maravillosa. La sección de poesía estaba en el descanso de una escalera y ahí lo encontré. Su título: El otoño recorre las islas. Su autor: Jose Carlos Becerra. Su editorial: Era, y el año, 1973. Y su carátula: una serie de hojas disecadas sobre un fondo verde. Lo compré sin saber por qué, ni cómo, ni recuerdo cuándo, pero ha sido una de esas casualidades de la vida que un lector nunca acabará de agradecer. Su autor era un joven arquitecto fallecido en Bríndisi a los 33 años manejando un Volskwagen que imagino blanco, al intentar llegar a tiempo al puerto para embarcarse hacia Grecia.  No lo logró pues una curva al amanecer pudo más que su cansancio y sus ganas de llegar al ansiado Egeo.

El OTOÑO RECORRE LAS ISLAS es, otra vez, otro “libro trampa” pues en él se reúne toda su producción, con lo cual se traicionaría el espíritu de esta selección que quiere destacar un solo título de un autor. Pero al igual que en el CANTO VILLANO de Blanca Varela, llegó a mí como un verdadero deslumbramiento, como un diamante que se talla en cada poema.

Torrencial sin producir cansancio, con una musicalidad encandilada no por las palabras sino por el sentido que alcanzan las palabras, sometido por una especie de rapto que lo obliga a decir y repetir una y otra vez ciertos versos para llegar a la médula, a lo que quiere decir y se le evade como el agua entre los dedos. Obsesivo, esa es la palabra que estaba buscando: obsesivo y pasional, inaugurando un nuevo sendero sin saber que lo está haciendo. Su voz es la voz del solitario que se comunica a gritos con su mundo. Seduce de inmediato su investigación minuciosa, no de poeta, sino de biólogo, de astrólogo, de navegante.

Por lo dicho anteriormente podría deducirse que sus poemas son extensos, multiformes, dinámicos, como un río crecido. Y, en efecto, lo son. Se emparenta en ciertos momentos con Huidobro, con cierto Lezama, con Perse y con Neruda, pero no se parece a ninguno. Sus poemas son una errancia en el poema. Allí donde otro más consciente se hubiera detenido, él avanza como una locomotora suicida hacia el precipicio, avanza un paso más hasta casi ahogarse, hasta habitarse y morir enterrado con todas sus palabras.

Me deslumbró y me sigue deslumbrando su intrepidez, su manera de soltar amarras, y ser capaz de construir poemas que no decaen, que avanzan, que terminan porque tienen que terminar, poemas que no repiten la fórmula, que no buscan el verso perfecto ni el decir perfecto sino la vociferación perfecta, es decir, ese momento mágico en que coincide el sentimiento interior con el interior del lenguaje, su esqueleto con el esqueleto de las palabras, para volverse puro rapto y resplandor.

Bajo el largo magisterio de Octavio Paz, la obra de Jose Carlos Becerra es la prueba de que la pasión y la convicción pueden construir otra voz igual de válida, de volcánica sin ser caótica. Hay que decir, para ser justos, que el propio Paz apreció en él su voz inaugural, su manantial latente, como lo califica en Los dedos en la llama, incluido como prólogo en este libro. Paz dice: “Confieso que me interesó más el TONO de esa voz que lo que decía. Es un fenómeno frecuente: muchas veces nos emociona más el acento del poeta que lo que llamamos su “mensaje”. Solamente cuando el poeta se realiza –quiero decir: cuando el poeta desaparece en la transparencia de la obra- la emoción del lector es total: el sentido es ya indistinguible del sentido (Pág 13).

Veamos algunos de sus poemas de OSCURA PALABRA, un poema escrito a la muerte de su madre

 

4

Esta noche yo te siento apoyada en la luz de mi lámpara,
yo te siento acodada en mi corazón;
un ligero temblor del lado de la noche,
un silencio traído sin esfuerzo al despertar de los labios.

Siento tus ojos cerrados formando parte de esta luz;
yo sé que no duermes como no duermen los que se han perdido
en el mar,
los que se hallan tendidos en un claro de la selva más profunda
sin buscar la estrella polar.
Esta noche hay algo tuyo sin mí aquí presente,
y tus manos están abiertas donde no me conoces.

Y eso me pertenece ahora;
la visión de esa mano tendida como se deja el mundo que
la noche no tuvo.
Tu mano entregada a mí como una
adopción de las sombras.

 

 

7

madre, madre,

nada nos une ahora, más que tu muerte,
tu inmensa fotografía como una noche en el pecho,
el único retrato tuyo que tengo ahora es esta oscuridad,
tu única voz es el silencio de tantas voces juntas,

es preciso que ahora tu blancura acompañe a las flores
    cortadas,
ningún otro corazón de dormir hay en mí que tus ojos
    ausentes,
tus labios deshabitados que no tienen que ver con el aire,
tu amor sentado en el sitio en que nada recuerda ni sabe,
ahora mis palabras se han enrojecido en su esfuerzo de
    alzar el vuelo,
pero nada puede moverse en este sitio donde yo te respondo 
           como si tú me estuvieras llamando,
nadie puede infringir las reglas de esta mesa de juego a la
    que estamos sentados,

a solas como el mar que rodea al naufragio
                 hemos de contemplarnos tú y yo,
nada nos une ahora, sólo ese silencio,
           único cordón umbilical tendido sobre la noche
como un alimento imposible,
y por allí me desatas para otro silencio,
          en las afueras de estas palabras,
nada nos tiene ahora reunidos, nada nos separa ahora,
ni mi edad ni ninguna otra distancia,
          y tampoco soy el niño que tú quisiste,
no pactamos ni convenimos nada,
nuestras melancolías gemelas no caminaban tomadas de la 
    mano,
pero desde lejos algunas veces se volvían a mirarse
y entonces sonreían,
ahora un poco de flores para mí
          de las que te llevan,
también en mí hay algo tuyo a lo que deberían llevarle flores
          ese algo es el niño que fui,
ya nada nos une a los tres,
          a ti, a mí, a ese niño,

 

El siguiente poema pertenece a su libro principal, Relación de los hechos, de 1967, el cual dice así:

 

RELACIÓN DE LOS HECHOS

Esta vez volvíamos de noche,
los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus anuncios de vidrio,
las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,
los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban en el amanecer
como banderas borrosas.

Esta vez el barco navegaba en silencio,
las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por los hábitos de la noche.
Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,
en la vaga mención de la tierra que en la forma de un ave el cielo retuvo
un momento en la tarde contra su pecho,
algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro de las mareas.

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los ahogados,
de la bajamar que deja grises los labios como el dolor inexperto,
de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen de las aglomeraciones solitarias,
del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,
el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con un picotazo en el poniente,
la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul en los ojos,
el hombre que juega distraído con el amanecer como con un cuchillo filoso y deslumbrante.

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
la respiración apaciguada de los dormidos como si no descansaran sobre el mar,
sino a la sombra del hogar terrestre.
Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para enumerarla.

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,
alcobas que nos asumían fuera de horarios,
hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,
en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro corazón como un depósito de estatuas.

Sólo hablábamos debajo de la sal,
en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en la espesa humedad de la madera.
Sólo hablábamos en la boca de la noche,
allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían olvidando.
Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,
y la Palabra, la misma, devorando mi boca,
comiendo como un animal hambriento en el corazón de aquel que la padece y la dice.

Yo miraba igual que los ríos,
verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad retiraba de la muerte
igual que retiran el vendaje de la herida curada.
Yo descubría pasos en el amanecer
y me cegaba aquel silencio que como mano oscura
parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza incendiada.
Y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las estaciones,
el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos
como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar, de algún desenlace;
vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio centro de navegación,
en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las aguas.
Incorporabas tus ojos al desenlace nocturno,
meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por el animal de la niebla.

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta su desnudo con viento,
tú como la inminencia del amanecer que rodea con un corazón amarillo a los labios.
Tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro escapado de tus hombros
se sacudiera las plumas en mi garganta;
desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía, mirándome.

Y éramos los dos asiduos a las lluvias que desentierran en
esa pregunta que pesa tanto en los labios, el otoño al abismo,
que cae al fondo de nuestra voz sin remedio
o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado
al que es inútil llamar dulcemente.

Y sin embargo, allí estábamos,
allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al corazón soñoliento
como una suave advertencia,
en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos son los labios.

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,
tú también habías escuchado en quién sabe qué momento del sosiego nocturno,
ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando amanece,
esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos enlazados.

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en el agua,
y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo de atardecer,
aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

Esta vez volvíamos,
el amanecer te daba en la cara como la expresión más viva de ti misma,
tus cabellos llevaban la brisa,
el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

 

 

XII

Sé que echarán de menos muchos nombres y sé que he sido injusto en la selección, en la “sangrienta selección”. Se me recriminará el no haber hablado ni de Vallejo ni de Lezama ni de Nicanor Parra. Tienen razón. Yo a su vez me recrimino, para hacer doble este castigo, no haber incluido a Juan Sánchez Peláez y a Rafael Cadenas en Venezuela: a Eliseo Diego o a Gastón Baquero o a el recién fallecido Cintio Vitier en Cuba; a Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Carlos Cortés o Carlos Martínez Rivas en Nicaragua. Y mejor no sigo porque es estoy, como se dice vulgarmente, echando gasolina al fuego.

Todos sabemos que toda elección implica una renuncia, como sabia y tortuosamente dice el cruel refrán. Pero si algo me alegra, en todas estas decapitaciones, es el hecho de dejarles un mapa personal de lecturas durante más de veinte años. Recuerden y no olviden que eran libros y no autores, no los poetas que más influyeron en el siglo pasado en nuestro continente y que esta conferencia no ha querido ser una repetición del canon ya expuesto por tantos críticos y ensayistas maravillosos que sin duda tienen más autoridad a la hora de hacer este trabajo.

Es finalmente, y perdónenme el galicismo, una lectura y una aproximación personal sobre esta misteriosa materia a la que llamamos poesía. He querido mostrar distintas corrientes y pido perdón a todos los ausentes, a los “grandes transparentes” como decía Cortázar recordando a Breton. Todavía me quedan varios años para rectificarme. Y ustedes para perdonarme. En la invitación de esta lectura escogí los versos de peruano Eielson de su Biblioteca encerrada y me gustaría leer sus dos primeros versos, como agradecimiento a todos los libros que leemos:

¿Qué libros son estos, Señor, en nuestro abismo, cuyas hojas
estrelladas pasan por el cielo y nos alumbran?
 

Muchas gracias.

 

 

 
 
Datos vitales

Ramón Cote Baraibar (Colombia,1963) ha publicado los libros de poesía Poemas para una fosa común (1984, 1985, 2005), Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de Delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel (1999, 2006), Colección privada (2003), Premio de Poesía Americana de la Casa de América de Madrid,  No todo es tuyo, olvido, antología (2007) y Los fuegos obligados, XXIII Premio UNICAJA de Poesía (2009). Además, es autor de Diez de ultramar (1992), antología de la joven poesía latinoamericana, de los libros de cuentos Páginas de enmedio (2002) y Tres pisos más arriba (2008), y de la biografía Goya. El pincel de la sombra (2005). En mayo de 2006 se publicó su Antología esencial de la poesía colombiana del siglo XX en la editorial Visor de Poesía, en España. Recientemente ha aparecido su segundo libro de cuentos. Sus cuentos y poemas, así como sus artículos sobre arte y literatura han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales.

 

 

 

 

 

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