Prólogo a la Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 de José Olivio Jiménez

 Iniciamos la publicación de prólogos e introducciones de antologías de poesía hispanoamericana con la ya clásica “Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970” de José Olivio Sánchez y publicada por Alianza. 

 

 

 

 

Hay ya una poesía hispanoamericana contemporánea clásica, es decir, viva y fija a la vez; y ella es el objeto central de esta antología. No se trata, desde luego, de aquella poesía del modernismo, de tan definida silueta dentro de su misma variedad, y de la cual, aunque no siempre muy bien entendida, existen colecciones y es­fuerzos antológicos suficientes que facilitan su entrada en el público no especializado. Pero ese mismo público, de la gran etapa que sigue al modernismo, casi no cono­ce más que los dos nombres mayores de César Vallejo y Pablo Neruda. Y sigue ignorando, por dificultad de acceso, todo un caudal importante de buena poesía, apro­ximadamente paralela en el tiempo (y digámoslo ahora para fijar, aunque de modo muy provisional, nuestros límites) a la realizada en España por la generación del 25 ó del 27.

 

Y ya con ello planteo la cuestión básica que dará motivo a la mayor parte de estas páginas de introduc­ción. Porque para fijar la extensión cronológica que abar­caremos se hacen necesarias unas cuantas precisiones que afectarán tanto a la nomenclatura de los períodos y ten­dencias más destacados de nuestro siglo como a las pro­pias inclinaciones estéticas prevalentes. Sin esas puntua­lizaciones, sólo relativas y polémicas como todo lo que a hechos cercanos se refiere, mal llegaríamos a enten­dernos. Por lo menos, a que el lector entienda nuestro propósito, lo que no impide que él pueda formarse, por su cuenta, su personal visión valorativa de la poesía aquí representada.

 

Por de pronto, me he valido ya de los .vocablos mo­dernista y contemporánea para designar las dos grandes fases generales sucesivas que se descubren en el discurrir de la poesía hispanoamericana desde el final del si­glo pasado. Tal posible articulación en nada contradice la profunda unidad del fenómeno poético moderno, al cual accede la literatura en lengua española a través del modernismo. Pero unidad no quiere decir estatismo, ni tiene que estar reñida con la complejidad y el dinamis­mo implícitos en un tiempo como el nuestro y en un temple tan vocado a la libertad y la revolución como el americano. Octavio Paz ha ofrecido un esbozo de siste­matización sintético, y por ello de gran utilidad práctica. Ha escrito, al efecto: «El período moderno se divide en dos momentos: el ‘modernista’, apogeo de las influencias parnasianas y simbolistas, y el contemporáneo», emplean­do tales denominaciones en el mismo sentido con que aquí las vamos manejando. Y añade a continuación, para subrayar la importancia de los países de América dentro de la poesía hispánica general: «En ambos, los poetas hispanoamericanos fueron los iniciadores de la reforma; y en las dos ocasiones la crítica peninsular denunció el ‘galicismo mental’ de los hispanoamericanos —para más tarde reconocer que esas importaciones e innovaciones eran también, y sobre todo, un redescubrimiento de los poderes verbales del castellano».

 

Esta antología se proyecta, mayoritariamente, sobre el momento o período contemporáneo. No es éste el lugar para hacerse eco, o para participar en los largos diálogos, a veces cargados de alta pasión, con que se viene en los últimos años tratando de iluminar la ver­dadera naturaleza y la vigencia del modernismo. Pero como se le ha mencionado (siquiera sea para decir que queda fuera de este libro), debemos reconocer que, pare nosotros, esas fructíferas investigaciones de la crítica más reciente han configurado, al fin, la imagen cabal del modernismo. Se ha rectificado así la larga teoría de errores y simplificaciones construida en torno a aquel movimiento (modernismo como sinónimo de superficial escapismo exotista, de tendencia excluyentemente afrancesada o extranjerizante, comenzado y realizado de modo principal en el verso, y extraído todo él, como por arte de magia, del estro de Rubén Darío), cuando lo cierto es prácticamente lo contrario: que fue un movimiento integral y sincrético; expresivo del angustioso conflicto espiritual del hombre contemporáneo ya por entonces latente; que conoció de una veta hispánica y preocupada, complementaria de la afrancesada y frívola a que se le ha querido reducir; que nació antes en la prosa; y que se inició con José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera, cuyas aportaciones estilísticas estrictamente nuevas (así como las de otros mal llamados «precursores» del modernismo: José Asunción Silva y Julián del Casal) asimilare después y dará su definitivo toque personal y profundo el vigoroso genio sintético de Darío.

 

Pero algunos de los críticos y estudiosos que más han contribuido a esta afortunada revaloración (Ricardo Gullón, Iván A. Schulman) parece que, llevados de un noble celo por desagraviar al mal comprendido y mal tratado modernismo, se han visto inclinados a concederle e éste una extensión que viene a sobreponerse cronológicamente a una buena parte del lapso de tiempo que nosotros ya incluimos dentro de lo contemporáneo. Y sólo para salvar las confusiones que podría engendrar este superposición o coincidencia, es que aludimos de pasada al tema. Ya sabemos que todo empezó con aquel afán de Juan Ramón Jiménez por hacer del XX todo un siglo modernista. Después, Gullón y Schulman, aceptando con mayor cautela, sin dudas, el desmesurado propósito, han hablado de un medio siglo modernista. Y han aven­turado las siguientes fechas aproximadas: para Gullón, ese medio siglo iría de 1890 a 1940; para Schulman, de 1882 a 1932. Las propuestas por el primero tienen el inconveniente de dejar fuera, en su fase inicial, casi toda la labor fundacional de la primera generación modernis­ta, cuya gestión literaria fue tan importante entre 1880 y 1890. Pero ambos, en su coda final, incluyen como: modernista, en el sentido más absoluto del término, la década de 1920 a 1930 (la década del Trilce, de Vallejo; del Altazor, de Vicente Huidobro; de la primera Resi­dencia, de Neruda, entre otros ejemplos importantes), cuya producción entera recogemos nosotros en esta antología como pertenecientes a la estética contemporánea.

Sin embargo, el profesor Schulman, en su último acer­camiento al tema, aunque sigue defendiendo un con­cepto epocal del modernismo, en nada discutible, se refiere más saludablemente a la etapa de 1875 a 1920 como a la del «florecimiento del modernismo», aunque no niega, como nadie podría hacerlo, «las escuelas y movimientos que surgirán como continuación, reacción y consecuencia de este florecimiento». Podrá parecer cuestión bizantina el afirmar que esta reciente modifi­cación de Schulman resulta tranquilizadora, pero de he­cho no lo es. Porque lo que desazonaba en ese medio siglo por él defendido anteriormente era precisamente su fecha de cierre, o sea el año de 1932, ya que no se veía claro qué cambio, con respecto al modernismo puro, pudo haberse operado hacia tal año, en la expresión poé­tica al menos, que no hubiera estado manifestándose abiertamente ya desde 1920, o aun antes, en los inevi­tables avanzados de la nueva expresión:

 

Y aquí sea hace inevitable que destaquemos con exac­titud qué elementos o ingredientes estéticos nuevos ha­cen su aparición en las letras hispanas hacia los tiempos que siguen a la primera guerra mundial, y por qué la presencia de esos elementos impiden que el producto resultante pueda continuar siendo valorado como moder­nista, por grande que sea la amplitud que le demos a este concepto. Aclaremos que, sin pecar de formalismo, nos asiste la convicción de que la literatura no es hija sólo de una actitud ni de los sentimientos básicos que descubre, sino, a la vez y en igual medida, de los ma­teriales lingüísticos de que se vale en la expresión. Si la actitud bastase, la urgencia de individualidad y liber­tad característica del modernismo, y tan insobornable en la voluntad ética y artística de América, haría presumi­ble que ese movimiento, en estas tierras, no terminaría nunca. Por otra parte, muchos de los sentimientos bási­cos de ese ser escindido, solo e ignorante que es el hombre contemporáneo, tan fuertes y constantes desde el romanticismo (donde verdaderamente se esboza ya el espíritu de nuestra época), están borrosamente en la base de algunos de los Cantos del peregrino (1844), de José Mármol, para citar un ejemplo casi arqueológico; aunque sólo después darán, de más definida manera, la sus­tancia a textos de tan variada factura como el estreme­cedor, pero implacablemente lógico poema «Lo fatal» (1905), de Darío, tantos momentos dominados por la angustia metafísica como encontramos en Trilce (1922), de Vallejo, que ya son puro balbuceo o puro hermetismo, y las fragmentarios chisporroteos reflexivos e ima­ginísticos del Altazor, de Huidobro (publicado en 1931, pero escrito a lo largo de los diez años anteriores). Un análisis de los fondos rigurosamente espirituales arroja­ría, al cabo, afines palpitaciones e inquietudes en mo­mentos tan disímiles y alejados en el tiempo; pero tal análisis no sería suficiente a los efectos de las valoracio­nes literarias. Y es que sólo en los dos últimos libros mencionados aparecen ya, de manera harto visible, aque­llos mecanismos nuevos que anunciábamos como arque­típicos de lo contemporáneo, y que son, para decirlo gruesamente, el irracionalismo y la desrealización. Y esos mecanismos, al configurar la intención en poema, se val­drán casi sistemáticamente, como ha advertido Octavio Paz, de un lenguaje voluntariamente prosaico (el len­guaje de la urbe, de la ciudad, tan difícil de detectar en la voluntad de estilo de los maestros mayores del modernismo, donde a lo más encontrábamos un gusto por la sencillez y la transparencia: Enrique González Martínez, por ejemplo) y de la imagen o metáfora audaz, insólita, de carácter barroco, liberada ya de todo tributo formal a la lógica. La suma de estos impulsos y de estos re­cursos formales darán un resultado estético diferente al obtenido mediante la liberal adición de parnasismo, sim­bolismo, impresionismo y expresionismo —que son, por acuerdo unánime, las conquistas expresivas que el modernismo añadió al irrenunciable sustrato romántico de don­de emergía.

 

Si es cierto que la época modernista se extiende has­ta 1930, o aún más acá, no se ve claro la necesidad, por parte de quienes tal sustentan, de documentar su hipótesis con la cita de pasajes de obras escritas en esos últimos años supuestamente modernistas (los de 1920 a 1930), para que en esos pasajes apreciemos toda­vía «calidades modernistas»; tarea perfectamente dispen­sable, a los mismos efectos ilustrativos, si se tratase de juzgar todo lo escrito, por ejemplo, hacia 1900. Claro es que también hacia esta última fecha, y mucho des­pués, se seguían escribiendo versos y melodramas ro­mánticos, y, sin embargo, ello no nos autoriza a pensar que se vivía aún dentro de un romanticismo de escuela. Porque lo excepcional, sobre todo si lo es por sus vincu­laciones con el pasado, no puede servir de medida para lo general. Lo contrario, tal vez sí: con qué placer todos los hispanoamericanos proclamamos hoy a José Martí como un modernista de cuerpo entero; con qué orgullo los mexicanos reclaman un lugar para José Juan Ta­blada dentro del espíritu contemporáneo (y, en sentido opuesto, con qué desgana los jóvenes españoles del 98 recibieron el Premio Nobel concedido en 1904 al enton­ces rezagado don José Echegaray). Y esto no equivale a negar la vigencia benéfica del modernismo sobre los años siguientes, en los cuales penetró como antes la edad media lo había hecho dentro del renacimiento, y éste en el barroco, y el romanticismo en el mismo movi­miento modernista. Es la vieja historia de la cultura: la de la continuidad del espíritu y sus logros mejores; y como el modernismo había sido la hazaña artística mayor de América y una experiencia definitiva sobre el lenguaje, no era cosa de echar por la borda sus tesoros aprovechables. Lo peligroso es vaciar los nombres cata­logadores (por imperfectos y toscos que sean: todos lo son) y rellenarlos con una materia que de modo conflictivo pueda otorgarles una carga semántica diferente, opuesta o desproporcionadamente mayor a la contenida en la denominación cuestionada. Para nosotros, en suma, la década de 1920 a 1930 (y contando algunos ante­cedentes naturales —Huidobro, el más importante— des­de 1914) asiste a la aparición de una expresividad poé­tica lo suficientemente dispar a la del modernismo corno para que pueda ser cubierta de modo cómodo bajo su rótulo.

 

Para, esa sensibilidad se acuñaron, en el momento mis­mo de su irrupción y en los diferentes países, marcha­mos efímeros. Hubo ismos por doquier: en la Argentina, el ultraísmo; en México, el estridentismo, etc. De todos ellos, uno sobrevivió, comprensivo y genérico: el van­guardismo. Era, en sus primeras manifestaciones, la ale­gre réplica americana al furor iconoclasta de tantos homólogos europeos, que habían estado apareciendo in­cesantemente desde antes de la primera conflagración europea. El vanguardismo representaba, así, el inicial gran acorde de un espíritu nuevo, y tuvo que hacerse es­cuchar con una energía no sólo pujante, sino, vista a la distancia del tiempo, hasta ingenua en su misma apa­ratosa intensidad. Era un no rotundo a todo lo sospe­choso de convivencia con la tradicional estética realista y racional, que el modernismo no había podido desarrai­gar de modo total y de la que ahora se abjuraba violen­tamente. No a los viejos temas; no al desarrollo lógico del asunto; no a los patrones convencionales de la forma poética (estrofas, metros, rimas) y a los no menos con­vencionales del lenguaje (sintaxis, mayúsculas, puntua­ción) y, en sus muestras más airadas, hasta se atentaba contra la morfología y los valores semánticos esenciales del lenguaje (neologismo, jitanjáforas, etc.). Sí, en cambio, como materia temática, a los nuevos motivos que la vida moderna había entronizado: la ciudad, el avión, el tren, la fábrica, el obrero y sus reivindicaciones, el cine­matógrafo. Y sí, sobre todo y de qué fervorosa manera, a la imagen irracional, desasida del viejo respeto a las correspondencias físicas o racionales de común existentes entre los elementos que toda metáfora aproxima. La imagen múltiple, con su infinita capacidad de sugeren­cia, venía a quedar exaltada a elemento primordial y reducidor del lirismo; y este último hecho llegó en ver­dad a constituirse en el denominador de igualdad entre todas aquellas escuelas, con su inagotable repertorio de programas y manifiestos. (Claro es que algunos grandes modernistas habían practicado ya esa imagen nueva y sorprendente, Lugones de modo señalado; y por eso mis­mo se le cita unánimemente como un precursor del ul­traísmo argentino: la historia del arte se entreteje siem­pre de supervivencias y adelantos.) No importa que esa imagen fuera creada (Huidobro) desde la más alerta vi­gilia de la conciencia, o, por el contrario, que emergiese desde los fondos automáticos del subconsciente (super­realismo), en todo caso ella favorecía una ambiciosa ra­pidez de asociaciones que libertaba a la lírica de sus vie­jas subordinaciones a la lógica, las cuales se hacían sen­tir ya sobre los jóvenes como un pesado lastre. Y esta liberación fue la contribución mayor y más permanente del vanguardismo a la poesía futura.

 

César Fernández Moreno ha caracterizado la poesía de vanguardia, en su más vasta connotación, como en­cauzada hacia tres rebeldías muy definidas: contra la tradicional exigencia de belleza, tanto en el objeto como en su representación artística; contra las costumbres he­redadas de la música; y, en fin, contra la función comu­nicativa del lenguaje, lo que equivale a decir, contra el lenguaje que permitiría esa comunicación. El propio Fer­nández Moreno ha hecho notar cómo, en medio del ardor de tantas negaciones aparentemente nacidas de una nueva concepción estética, dos corrientes contrarias y pa­ralelas se advirtieron en esos mismos años. El crítico argentino las explica así: «… una se dirige hacia la vida y otra se preocupa especialmente por el arte, ambas de una manera excluyente y exagerada. Estas dos líneas se hermanan en una común exasperación: por una parte, en la actitud que llamaremos hipervital, la literatura pro­curó expresar toda la vida sin mediación perceptible del arte; por otra, en la actitud hiperartística, trató de re­fugiarse en la esencia misma del lenguaje». La distin­ción es útil porque anuncia, ya desde el momento del frenesí vanguardista, una de las antinomias que va a heredar la etapa inmediatamente posterior bajo la for­ma de una tensa polaridad entre la poesía pura y el so­brerrealismo, como puntos extremos de tal tensión (si no es que la formulemos entre poesía pura y poesía so­cial, donde la oposición quedaría aún más marcada).

 

Aquella vocación americana de libertad, a que se aludió un poco antes, hizo que el vanguardismo, aun en su al­cance más restrictivo, mostrase en este continente un entusiasmo y una duración mayores que los de su co­rrespondiente español, el ultraísmo. Este brevísimo episodio de la historia poética peninsular estaba prác­ticamente liquidado hacia 1923, cuando las prime­ras obras de la que muy pronto se integraría como la importantísima generación de 1927 daban claras señales de orden y concreción, aunque practicando todavía aquel culto a la metáfora que el propio ultraísmo y la lección de Ramón Gómez de la Serna habían preparado. Tal vez con un ligero retraso, igual movimiento de reacción se operará en la poesía de Hispanoamérica. Porque los mismos jóvenes protagonistas de la aventura vanguar­dista comenzaron a sentir un inequívoco cansancio de su demoledora empresa, y a escuchar dentro de sí las lla­madas al orden, la serenidad, la reconstrucción. Comen­zando por lo más exterior, algunos rasgos delataban ya aquella fatiga: vuelta a las formas estróficas tradiciona­les, a la rima; o, sin necesidad de llegar a ellas, por lo menos a la preocupación por la estructura del poema y por una mínima ilación temática dentro de esa estruc­tura. Se abre entonces el segundo gran diapasón de la poesía contemporánea, a nuestro juicio el más definitivo y fecundo, después de la algarada vanguardista, que em­pezaba ya a verse sólo como una previa gimnasia hacia la libertad. Pero ésta comenzaría a dar sus mejores frutos al liberarse paradójicamente de su radicalidad.

 

¿Con qué nombre designar ese segundo gran momen­to, hacia qué fechas situar sus inicios? Nuevas dificul­tades surgen aquí, y tal vez nuevos rozamientos polémi­cos. Como que distinto había sido el ritmo evolutivo en los diferentes países, difícil será datar de manera válida para todos ellos el punto de partida del nuevo estadio poético. No se arriesga mucho, sin embargo, pensando que hacia 1930 los extremismos de la vanguardia eran cosa tan de pasada que producían rubor a los propios poetas que habían sufrido sus efectos. Los testimonios de áspera crítica hacia lo que, en su furor avasallador, había significado el vanguardismo, no se hicieron espe­rar. César Vallejo, en fecha tan temprana como 1926, sostenía: «Poesía nueva ha dado en llamarse a los ver­sos cuyo léxico está formado de las palabras ‘cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazz-band, tele­grafía sin hilos’, y, en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad autén­ticamente nueva. Lo importante son las palabras.» Y al año siguiente acusaba, con no disimulada violencia, a su misma generación de ser «tan retórica y falta de hones­tidad como las otras generaciones de las que ella renie­ga», por considerar a la suya impotente «para crear o realizar un espíritu propio, hecho de vida, en fin, de sana y auténtica inspiración humana». (Mucha noble prisa había en tan duro dictamen de Vallejo; pero tam­bién en mucho no le faltaba razón: la retórica moder­nista había sido sencillamente sustituida, en manos de los jóvenes del vanguardismo, por una nueva retórica.) Y Pablo Neruda, pensando, sin dudas, en el ideal creacionista de Huidobro, estampaba también esta profesión de fe realista y humana: «Hablo de cosas que existen. Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando.» Y un poco más tarde, Eduardo Carranza, al frente de su grupo colombiano de «Piedra y Cielo», abogará por una vuelta a la tradición lírica española como medio de echar a un lado «toda la podredumbre de los ismos». No se agotaría aquí la prueba documental de que una nueva orientación estética se perfilaba con clara conciencia por parte de sus definidores, pero a los efectos nos bastará por el momento.

 

En ese afán insoslayable por el hombre de ordenar y bautizar sus cosas, aun las del espíritu y la cultura, más problemático será encontrar una etiqueta de cataloga­ción para el nuevo período que asomaba. Surge fácil­mente una voz: posvanguardismo, que con ella sola dice cuanto hay que significar: lo que sigue al vanguardismo, siéndole aún deudor. Esa voz provoca de inmediato un inevitable parecido (morfológico, de situación y de in­tencionalidad) con otro pos… anterior, el posmodernis­mo. Roberto Fernández Retamar ha trazado hábilmente la relación entre uno y otro, y, al hacerlo, ha podido calar en el meollo mismo de esta poesía de posvanguar­dia: «Evidentemente, la poesía hispanoamericana de los últimos años se articula en dos goznes: modernismo y vanguardismo. Ambos son seguidos por sendos momen­tos en que el andar hacia adelante es sustituido por un movimiento hacia adentro. De ahí que parezcan deten­ciones: no lo son (…), sí son, o mejor dicho, sí impli­can replanteamientos de los problemas suscitados por la generación anterior. Por ejemplo, es evidente que la an­siosa persecución de imágenes y el desbarajuste formal de los vanguardistas han sido tomados en cuenta por los poetas posteriores. Pero mientras la generación vanguar­dista tendió a ver en tales hechos acontecimientos retó­ricos con los que, a lo más, se intentaba sorprender o protestar, esta nueva generación sintió esas arbitrariedades como señal de aventuras más secretas».

 

He ahí lo esencial del posvanguardismo: aprovecha­miento de lo que fue sustancia en el vanguardismo, la retórica, para convertirla en instrumento de más profun­dos y sólidos empeños poéticos, para lo cual tuvo que co­menzar por desprenderse de la hojarasca más caediza de aquella misma retórica. Octavio Paz se ha pronunciado en sentido semejante cuando afirma: «La vanguardia tiene dos tiempos: el inicial de Huidobro, hacia 1920, volatili­zación de la palabra y la imagen, y el segundo, de Neruda, diez años después, ensimismada penetración hacia la en­traña de las cosas». Pero ambos, Fernández Retamar y Paz, a pesar de estas matizadas distinciones, prefieren no abrir el posvanguardismo, bajo esta explícita denominación, sino hasta 1940, cuando una poesía de intención trascendente o metafísica se apodera en mayoría de la creación lírica en Hispanoamérica. Entre 1920 y 1940 lo que ven son dos ondas o acordes sucesivos de un mismo movimiento, el vanguardismo, a los que podría aplicarse simplemente aquellas dos categorías signadas por Apollinaire en uno de sus Calligrammes, o sea la «aventura» y el «orden», y que Guillermo de Torre, en su conocido ensayo de este título, ha elevado a extremos polares de la línea evolutiva seguida por el arte que flo­reció entre las dos guerras mundiales.

 

Sin embargo de la autoridad de los críticos mencio­nados, serias dudas asaltan sobre la justicia de seguir considerando como vanguardistas, en masa, a todos los productos poéticos aparecidos a lo largo de esas dos dé­cadas; tanto más si se piensa que los autores de esos productos rehuyeron, muy pronto y de consciente ma­nera, tanto la superficialidad temática como el repentismo, la violencia y la dispersión formal proclamados y cultivados por el estricto vanguardismo. (A menos, claro está, que concedamos a este término una amplísima ex­tensión, semejante a la sugerida para el modernismo, con lo cual no haríamos sino añadir una confusión más.) El mismo Fernández Retamar introduce una brecha a su propia caracterización. En el trabajo mencionado desliza una frase como ésta: «Es así que no puede decirse que la generación siguiente rechazó la vanguardia, porque ese rechazo le corresponde a la misma generación que la ha­bía ejercido.» Y algo después, ésta, más concluyente: «… el posvanguardismo (…) es practicado por la mis­ma generación vanguardista». No obstante, y llevado por un propósito que para él no es sólo didáctico, cede a la tentación de la simetría y a la devoción hacia ese monstruo sagrado en que se ha convertido el criterio generacional, y continúa considerando como vanguardis­ta a toda esa generación, en una de cuyas fracciones (y reproduzco los nombres que en ella alinean: Borges, Mo­linari, Neruda, Vallejo, Florit, Ballagas, Villaurrutia y Gorostiza) se arriba ya a esa «poesía diferente» a la del vanguardismo, según el propio expositor declara sin am­bages.

 

Ateniéndome, por el contrario, a los hechos y no a las simplificaciones, me parece más justo reconocer como posvanguardista ya a la poesía escrita por aquellos mis­mos hombres que se habían estrenado literariamente en el vanguardismo, pero que, en un momento dado y por hondas convicciones estéticas, lo superaron en un agu­dísimo giro. Esa poesía se configura, ya lo adelantamos, hacia 1930, y convendría observar ahora por qué cauces temáticos y expresivos se canaliza. De entrada, significó en una buena parcela de ella un retorno a lo que el orden dictaba a la forma poética: estrofas y metros regu­lares, al lado, por supuesto, del verso libre (conquista ya para siempre ganada). Y aun la rebeldía contra la músi­ca se atenúa. Sin precisar en qué momento ocurre el cambio, Fernández Moreno escribe sobre este último punto: «Pasado el apogeo de la batalla, la poesía de posvanguardia rescata y conserva dos importantes rasgos musicales: el ritmo y la distribución estrófica (incluyendo ritornellos y estribillos)». No dice cuándo comienza todo ello, pero el lector enterado sabe que los sonetos de Martín Adán en el Perú, las canciones primeras de José Gorostiza en México, las décimas y sonetos de Eugenio Florit en Cuba, las severas formas clásicas de Francisco Luis Bernárdez en la Argentina se hacen oír mucho antes de 1940. (Realmente, a partir de 1940 se escuchan cada vez menos.) Sin embargo, esta nueva atención a los valores formales, evidentísima desde luego, no supone lo único ni lo más definitorio del período. Este es rico, variado, dinámico y dialéctico en sí mismo. De un lado estaba el ideal general de pureza poética de aquellos años, que en algunos países (Cuba, por ejemplo) se organizó en un concreto esfuerzo dirigido hacia una poesía «pura», cercana al modo como en Francio (Valéry) y en España (Jorge Guillén) se la venía entendiendo; y aquí es inevitable la mención de los cubanos Mariano Brull, Emilio Ballagas y Florit. Del otro, la vibración romántica, la voluntad de una potenciación totalizadora del ser, que podía valerse ya, si así lo quería, de las facilidades expresivas del superrealismo: Vallejo, Neruda, Molinari, Villaurrutia. Hay que tener cuidado para no asignar a las anteriores atribuciones un carácter excluyente: ni Vallejo es un surrealista al uso ni Ballagas y Florit son sólo poetas puros. Si adelanto al paso algunos nombres, es movido por un propósito general de ilustración, y habrá que tomarlos con las naturales reservas.

La poesía pura y el superrealismo, apurando el esquema, representan los polos de atracción antagónicos de esta etapa, como lo fueron en el período de la lírica española que va de 1920 a 1936, esto es, el de la integración, consolidación y diversificación del grupo generacional del 27. Con esta polaridad se reiteran aquí, de manera menos borrosa, aquellas dos líneas, la hiperartis­tica y la hipervital, que habíamos visto en el vanguar­dismo. La poesía pura significaba una tensión intelectiva casi sobrehumana, condenada por ello mismo al enrare­cimiento y a la extenuación; y, en términos generales, se debilita notoriamente antes de que el período con­cluya. El superrealismo, en cambio, por encarnar en el lenguaje una de las ambiciones mayores del hombre con­temporáneo, su libertad total, tuvo, para bien y para mal, un arraigo fecundo en la expresión americana; y a su través se realiza el enlace íntimo de esta poesía de entreguerras con la que habría de advenir poco tiempo después.

 

Tal vez a esa permanencia o continuidad del superrealismo después de 1940 se deba que, para muchos críticos, lo más peculiarmente resaltante de aquella poesía anterior, la de entreguerras, fueran los ideales de belleza y lucidez (de «fijeza deleitable intelectual», para decirlo en expresión juanramoniana) que, de modo general, ads­cribíamos al ámbito de la poesía pura. Y es que esos ideales, al desaparecer casi inmediatamente, quedaron como más distintivos de aquel momento. Sin dejar de ser esto cierto, téngase presente, por el lado contrario, que tanto las dos primeras Residencias, de Neruda (las más tocadas de superrealismo y expresionismo, con su desgarrada visión de un mundo, en caos y desintegración) como el dolorido y apasionado mensaje de los Poemas humanos, de Vallejo, para no citar sino momentos ma­yores, caen plenamente en la sección cronológica que estamos acotando. La valoración justa de esos años se obtendrá sólo si los contemplamos en su dinámica anti­nomia: había allí lucidez del intelecto, mas también pa­sión del sentimiento; es decir, hubo poesía pura, pero, del mismo modo, neorromanticismo y superrealismo. Y aún más completo quedaría el cuadro si le añadimos otras dos inclinaciones o actitudes del espíritu no me­nos importantes, la pregunta metafísica y la protesta so­cial, que dan cuerpo a sendas corrientes poéticas donde se sitúan, respectivamente, nombres de tanto relieve como Borges y Gorostiza, en la primera, y Neruda y Nicolás Guillén, en la segunda (para no volver a citar de nuevo, aunque lo esté haciendo, a la obra última de Vallejo, tan estremecida de solidaridad humana y de no­ble rebeldía social). Por aquí asoma otro rostro de los múltiples que tiene el engaño. Y es que a veces se dice, y se escribe, que la poesía social y política fue algo así como patrimonio exclusivo de los tiempos anteriores a la segunda guerra mundial. Parece olvidarse entonces que la poesía más combativa de Neruda—la de su Canto general, la de Las uvas y el viento— y la de Guillén —La paloma de vuelo popular, Tengo, etc.– se ha es­crito después de 1940. Y el fuego continúa en manos juveniles; sólo por vía de ejemplo recuérdese que Cuba premió recientemente, a través de uno de sus concursos internacionales, a un poeta argentino joven, es decir, ac­tual: Víctor García Robles. Toda simplificación, como quizás esta misma que aquí vamos pergeñando, no pue­de eludir parcializaciones u olvidos semejantes al que acabamos de anotar.

 

Y llegamos, por fin, al año divisorio, tantas veces in­vocado, o sea al 1940. Alrededor de esa fecha, poetas que habían nacido a partir de 1910 comienzan a produ­cir una nueva poesía (que es precisamente para la cual Roberto Fernández Retamar reserva la calificación de posvanguardista), que intentará, como su objetivo más pe­raltado, una penetración de la realidad, cuya faz aparen­cial o inmediata no resultaba suficiente ni siquiera como materia poetizable, y en busca ya de su dimensión última o trascendente. Dicho de otro modo, que la lírica, a través del poder mágico y conjurador de la imagen, se arro­gaba la función de fabular una realidad trascendente, sal­vada de toda contingencia, de todo azar. Los entusiastas de esta misión extrema de la poesía agotan, al describirla, un sugerente repertorio de voces como secreto, oculto, genuino, inefable, resistente…, y hasta hablan de aven­turas místicas y metafísicas. El ejercicio poético, se nos dice, alcanzaba al fin su más puro destino. Naturalmente, el resultado verbal de tan ambicioso designio tuvo que ser un hermetismo expresivo casi total, aire el más co­mún en mucha de la poesía de estos últimos treinta años en Hispanoamérica. Su vehículo o apoyo más fuerte pudo proveerlo todavía el superrealismo, de tan fuerte vitali­dad en estas tierras —como ya se dijo. Con frecuencia se usa el término trascendentalismo a propósito de esta poe­sía, y la valoración es justa; pero no hay dudas de que si bien tal intención ha venido al cabo a significar lo más característico y original de este período, otras motiva­ciones también han reclamado por el mismo tiempo la atención de poetas tan auténticos y valiosos como los lla­mados trascendentalistas. Me refiero, sobre todo, a las inquietudes de carácter existencial entrañable, realizadas a través de la experiencia y asumidas también cultural­mente mediante el contacto con los grandes temas del existencialismo contemporáneo. Una y otra dirección, la trascendentalista y la existencial, podrían ejemplificarse respectivamente con la obra poética de José Lezama Lima y con la poesía de Octavio Paz, que culmina en La esta­ción violenta y en ese magnífico poemario que es «Pie­dra de sol» (1957), donde aparecen reflejados, en vi­brantes irisaciones sensoriales y emotivas, los graves pro­blemas mayores de la existencia. El superrealismo, en dosis diferentes, sirvió a trascendentalistas y a existen­cialistas; pudo servir también a poetas sociales y polí­ticos, y hasta hubo mucha poesía de definidos colores ideológicos resuelta en retórica superrealista (aunque des­pués se amparase, en una necesidad de proselitismo, den­tro de un áspero prosaísmo coloquial). Y si no olvidamos además la lírica recogida a formas tradicionales, con frecuencia de temas patrióticos y católicos, se completará sintéticamente la imagen de la poesía última de la Amé­rica española.

 

No siempre la expresión se ha atenido al mínimo de sus menesteres comunicativos en estos poetas más cercanos. Por el contrario, un nervioso inconformismo crí­tico ante las posibilidades del lenguaje los ha atenaceado de manera tan urgente que ha resultado en una sobre­abundancia de autoaniquilación. En ese inconformismo se han mezclado, como siempre ocurre, lo permanente y le accidental, lo legítimo y lo espúreo, lo sincero y la «pose». Es la aleación inevitable de todas las épocas, y no se pueden anticipar diagnósticos definitivos desde su centro mismo. Hoy, por lo menos, sabemos que la música no fue todo el simbolismo (ni todo el modernismo); que las palabras en libertad no fueron todo el vanguardismo. Tal vez en el futuro descubramos que el absoluto poético, lo secreto-ininteligible, el poema-monólogo que no reclama al lector, los signos en rotación que defiende Paz; en suma, la «incomunicación dirigida», que diría Neruda; no será con el tiempo toda la poesía de hoy, aunque hoy representen postulaciones de un pensamiento poético-crítico por el momento irrebatible. Ni estaría de más, sin embargo, y frente a aquéllos que se solazan en esa siste­mática aniquilación, recordar el permanente aviso de Al­fonso Reyes: «El arte es una continua victoria de la con­ciencia sobre el caos de las realidades exteriores». Y más actual, Jorge Luis Borges, nada sospechoso de no estar asistido por una implacable conciencia crítica sobre las limitaciones de la creación literaria, se atreve, no obstante, a definir la poesía como inmortal y pobre, aludiendo así a su penuria, pero también a su inevitabilidad y vi­gencia. Y se ha entregado a su ejercicio con humildad a la vez que con respeto, sin tener que incurrir en esos elaboradísimos ataques homicidas al poema y al lenguaje que acabarán por conformar (como en el modernismo, como en el vanguardismo) una nueva retórica, lo cual parece ser el obligado destinó final de la expresión hispana. El camino de Borges no es el único, desde luego, mas al menos puede dar confianza para andar. Otros pro­claman que ya por la poesía no es posible transitar, y que da igual que los enigmas que el poema suscita sean re­sueltos o no por el lector; pero nos siguen llenando con deslumbrantes .pirotecnias verbales (de muy rancio sabor, en fin de cuentas).

 

Y es que hay muchas trampas en todo esto. La tenta­ción del misterio, valga una de ellas, es declive fácil para la gratuidad y el verbalismo. En sentido próximo obra la convicción, defendida por muchos y por ellos convertida en un nuevo dogma, de que sólo el hermetismo crítico es garantía segura de absoluta modernidad. Y este nuevo apostolado, actuando sobre mentes jóvenes, se traduce en una invitación a perderse en la más intrincada desintegra­ción formal y verbal (encubridora muchas veces, eso sí, de la más condenable facilidad y de un absoluto vacío poético). Acaso más que la ideología política en verso, el libelo ramplón huero de lirismo en el que ya nadie cree, sea inquietante esta otra ideología literaria pesando sobre el acto creador. Y es que se observa mucha poesía fabri­cada a partir de tales posiciones críticas, casi como ilus­tración de esas posiciones (dicho en forma irónica: escri­bir poesía para demostrar que no se puede escribir poe­sía). Se trata de un juego en el que es cómodo entrar, y que terminará generando un mal de consecuencias de­plorables, que ya se divisan; entre ellas (como en toda forma mecánica de teoría poética), la inautenticidad y la uniformidad.

 

Quizás a ello se deba que no acabe de aparecer en estos años esa poderosa y genuina voz que continúe y en­riquezca la herencia de originalidad, espontaneidad y fuerza que acrecentaron sucesivamente Darío, Vallejo y Ne­ruda. En España, con posterioridad a la guerra civil, un mal entendido compromiso con la historia rebajó el cul­tivo de la poesía a niveles tan crasos de prosaísmo que el aliento poético llegó por momentos a congelarse, maras­mo del cual va saliendo en estos últimos años, En Hispa­noamérica, y en una actitud opuesta en extremo, parece como si el escrupuloso compromiso con los avatares de la expresión (equiparable, en cierto sentido, a la crisis de la comunicación) actuase compulsoriamente contra la sa­lida pujante y sana de la voz; y las pocas notables excep­ciones no hacen sino confirmar el estado general. La verdadera poesía de Hispanoamérica, dicen algunos, está hoy en su narrativa; y aun en ésta, dentro de su innegable lozanía y brillantez, riesgos similares acechan.

 

Y ya sobre este fondo histórico que acabamos sucintamente de bosquejar, podemos volver sobre los límites de nuestra antología. Por lo ya dicho, y por la simple revisión del índice de los poetas incluidos, se observará que ella se proyecta principalmente (a partir de Mariano Brull, César Vallejo y Vicente Huidrobo) sobre el período contemporáneo, en sus dos fases sucesivas, la vanguardista y la posvanguardista. Se abre, sin embargo, con algunos poetas (José Juan Tablada, Macedonio Fernández y Ramón López Velarde) que, aunque pertenecen cronológicamente a momentos anteriores, significan avanzadas importantes hacia la nueva sensibilidad. No se ha querido prescindir tampoco de de Gabriela Mistral, cuya personalísima poesía, situada al margen de gustos y tendencias epocales, sobrepasa el nivel estético general de las demás poetisas del posmodernismo hispanoamericano. Y para que se tenga siquiera una breve aproximación a la poesía posterior a 1940, se cierra con varios poetas nacidos en 1910 y 1914 (José Lezama Lima, Pablo Antonio Cuadra, Eduardo Carranza, Vicente Gerbasi, Nicanor Parra y Octavio Paz) que, como se ha visto, apuntan ya hacia una poesía trascendente y distinta de aquella que de inmediato les precede.

 

Convendría aclarar que las fechas colocadas debajo del título general de este libro (1914-1970) marcan sólo la extensión de tiempo de donde proceden los poemas y no la aparición y vigencia de todos los poetas surgidos entre esos dos años límites. Es bien sabido que hay ya, por lo menos, una o dos promociones poéticas posteriores a Parra y a Paz que merecen los honores antológicos —y que de hecho los han recibido en la misma España. Una antología que, además de la materia cubierta en la presente, llegase hasta tales promociones últimas, ten­dría por fuerza que rebasar las posibilidades editoriales que esta colección impone. Por otra parte, hemos prefe­rido representar la obra de los poetas seleccionados con un número relativamente útil de composiciones, rehusan­do así caer en el muestrario inoperante que son esas co­lecciones multitudinarias a base de un texto por autor. Debido a ello, muchos poetas de interés, dentro de esta misma etapa, no han podido ser incorporados. No quisie­ra incidir ahora en el acto formal de cortesía, justo por lo demás, que son esas largas nóminas donde el antólogo enumera a todos aquéllos a los que por alguna razón no le ha sido posible dar cabida. Para salvar esta deficiencia, siquiera en los buenos deseos, al final del libro se añade una bibliografía mínima mediante la cual el lector inte­resado podrá encontrar más nombres de poetas, más orientaciones hacia sus obras y más información crítica general. Tampoco se ha forzado la representación nacio­nal. Si algunos de los países americanos de lengua espa­ñola no aparecen aquí, y si, por el contrario, la balanza se desequilibra a favor de unos cuantos (México, la Argentina, Chile y Cuba), es porque, a juicio sincero de quien aquí los ha reunido, tal desnivel refleja un hecho objetivo y real —hasta el punto donde sea posible arriesgar afirmaciones de este tipo en materias literarias.

 

Y vayan aquí algunas notas de carácter práctico. En las brevísimas viñetas con que cada poeta es presentado, he creído de utilidad (siempre que esto me fue posible) dejar escuchar al autor pronunciándose sobre su propia poética, esto es, sobre su personal concepción de la poe­sía. Y en los mismos textos seleccionados, y también de acuerdo con las mayores o menores facilidades para ello, he tratado de incluir alguno cuyo asunto mismo fuera, en cierto modo, un arte poética, a sabiendas de cuánto inte­resa al poeta contemporáneo la conciencia crítica de su trabajo creador; pues no sin razón se ha dicho que en nuestro siglo la poesía se ha convertido, de alguna mane­ra, en el gran tema de la poesía. Y, finalmente, una ob­servación más concreta: para ahorro de espacio, cuando debajo de un poema no se reproduce el título de la obra de donde procede, debe entenderse que dicho poema per­tenece al último libro consignado.

 

Toda antología que «se comete», como alguien ha sos­tenido, es perpetrar un atentado a la justicia. En primer término, a la poesía en general; después, a la materia an­tologizada (período, tendencia, obra individual); y, en última instancia, a los poetas mismos. Esa injusticia se manifiesta tanto en forma de omisiones, por olvido o consciente preterición, como por exaltación o especial re­levancia que se conceda a unos sobre otros. Si ello es así, esa injusticia habrá que multiplicarla en este caso por diecinueve, pues otros tantos son los países que integran esa unidad lingüístico-literaria que es la América de ha­bla española. Esto hace que las posibilidades de aproxi­mación, que es lo máximo a que puede aspirar cualquier labor antologizadora, se confundan ya con las del error y de la consecuente y legítima censura. Y no importa que se pretenda ser lo más objetivo posible; pues al cabo la subjetividad acaba por imponerse de la manera más arte­ra. No obstante tantas precauciones, hay que decidirse sobre la base de la buena intención: ofrecer a un público que no posee con frecuencia una fácil vía de acercamien­to a ella, un haz de la mejor poesía de esos países. No de toda la mejor poesía, empeño más que imposible por ra­zones en las cuales no hay que detenerse.

 

La subjetividad. Damos aquí con el tropiezo insupera­ble. Para actuar honestamente, todo antólogo debiera siempre exponer con claridad las claves de su selección, evitando caer en la falacia de pretender que ha escogido sólo entre lo representativo y logrado, puesto que la ver­dad es algo distinta. No se puede juzgar sino desde los personales gustos y convicciones; ya que todo el que se­lecciona, como todo el que lee poesía, tiene previamente, siquiera en embrión, algo así como su propia poética, y de acuerdo a ella asiente o rechaza. El realizador de la presente antología no tiene empacho en declarar su preferencia por una poesía dirigida hacia el conocimiento y exploración profunda de la realidad, humana o social, individual o colectiva; lo que equivale a decir un humilde tanteo poético por los problemas fundamentales de la existencia. En segundo lugar, su atención, acompañada de algunas reservas, a la sistemática poesía de lo absoluto y la trascendencia. Las reservas nacen de que, bien mira­do, toda poesía auténtica es trascendente en sí; y de que buscar empeñadamente un fabuloso correlato imaginati­vo de la realidad puede conducir a una gratuita retórica, como ya se indicó: el postular que cualquier producto verbal ininteligible sea ya un índice supersticioso de misterio y tenga que conquistar nuestra beata adhesión. En tercer sitio, su reconocimiento de la legitimidad de la poesía social y política, pero sus muy fundados temores de que en esta línea se dan con harta frecuencia el came­lo, el oportunismo y la infradignidad literaria. Y, por úl­timo, su desconfianza y aun poca estimación de aquellos dispuestos con todas sus fuerzas a ser «modernos» o «contemporáneos» (como si la con-temporaneidad no se diese por añadidura al hombre que vive conscientemente con y en su tiempo), y que en nombre de esa autoimposi­ción reducen el cultivo de la poesía a enrevesados rompe­cabezas formales o a logogrifos verbales y librescos (que, por otra parte, no son tan de hoy ni tan de América como se nos quiere hacer ver). Y de todo ello ha habido, y hay, en la poesía hispanoamericana actual.

 

Tal vez algún lector descubra en estas últimas consi­deraciones, y en general a todo lo largo de esta introduc­ción, un prurito de sinceridad que, con no buena fe, pu­diera confundirse con una excesiva actitud crítica o fiscal. Parece como obligado que el presentador de una antolo­gía poética pregone, desde el prólogo de su trabajo, que allí se va a encontrar la mejor poesía del mundo. En ver­dad, no quisiera merecer el honor de que se me añadiese a esta categoría de antólogos al uso. Hispanoamérica tie­ne una poesía contemporánea de primerísima calidad, tan importante o más que la que se dio en el modernismo y de un interés más universal, desde luego; tiene en ella unas cuantas figuras cimeras (Gabriela Mistral, Vallejo, Huidobro, Neruda, Borges, Molinari, Paz), capaces de hombrearse sin desdoro con las mayores de la lírica es­pañola coetánea; tuvo el valor histórico de arriesgarse hacia la ruptura y de adelantarse a la Península en los momentos realmente novadores de la tradición; le anima siempre (y en ello también con una ventaja más sostenida en el siglo XX sobre España) un designio de libertad y universalidad, que nació en el modernismo, que no ha hecho sino exasperarse con el tiempo y que es un acica­te benéfico para liberarse de todo provincianismo y para la búsqueda acuciosa de su propia originalidad. Pero tiene otras disposiciones negativas, y vuelvo a Octavio Paz para enumerarlas: la prisa, la superficialidad, la faci­lidad; esas fatalidades americanas para cuyo contrapeso aconsejaba el mismo Paz la lección de gravedad que pue­de ser España, y que pareció interrumpirse cuando la guerra civil cortó el saludable diálogo entre ambas zonas del mundo hispánico. A aquellas disposiciones podría añadirse, lo cual no es sino una matización, la tendencia, por el hispanoamericano, a deslizarse sin dificultad desde esa laudable vigilancia a la universalidad hacia una cómo­da actitud mimética y esnobista, a un deseo de estar rigu­rosamente al día, por encima y aun a expensas de la pro­pia autenticidad. Los pobres resultados que de todo ello puedan derivarse sobre la libre creación poética, por bri­llantes que parezcan, no son para ser destacados de nuevo ahora.

 

El balance, de todos modos, es positivo y estimulante; y la lectura de la poesía aquí congregada creo que así lo demostrará. ¿Que he insinuado también los posibles es­collos? Cierto. Pero es de suponer que para una segura manera de avanzar críticamente, entre todos, será siem­pre útil el que cada uno abra bien los ojos a todo lo que estime desviaciones o peligros, y tenga la buena voluntad de advertirlos a los demás. Si los criterios de unos y de otros puedan resultar contradictorios, no importa. O tal vez mejor. De la confrontación de todos ellos habrá de dibujarse, con mayor nitidez, el camino hacia la verdad.

 

 

 

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