Alejandro Zambra en Japonés

El ensayista y narrador Felipe Ríos Baeza (Santiago, 1980) nos presenta un texto que reflexiona en torno al interés que algunos narradores hispanoamericanos muestran por “Oriente”. Ríos Baeza se ocupa especialmente del caso del narrador chileno Alejandro Zambra (Santiago, 1975) que “ha reconocido bien este principio creativo para convertirlo en parte de su joven poética”.

 

 

 

 

 

Zambra en japonés

 

En el prólogo de su libro De eso se trata (2008), el mexicano Juan Villoro señalaba que un escritor refiere lo que ve siempre de modo póstumo, empleando la analogía de un caminante que siente el peso y la importancia de un viaje sólo al momento de quitarse los zapatos. Mientras más lejos se ha efectuado la visita, más descanso requerirán los pies. Un escritor que se traslada a lugares tan distantes geográfica y culturalmente de los propios, tiende a referir su experiencia de modo más estruendoso, azotando los zapatos, tendiendo a asimilar lo visto según los usos y costumbres de su propio hogar. Y es aquí, cuando el viajero habla ya estando de regreso, donde comienza a gestarse una problemática que ha ocupado en los últimos años a los estudios culturales bajo distintos rótulos.

En el campo literario, Gustave Flaubert, Hermann Hesse, Marguerite Duras, o los más cercanos Juan José Tablada y Octavio Paz, hicieron algo parecido al regresar de Oriente. O de lo que como occidentales suponían que era Oriente. El peso del viaje fue equivalente al modo en que en su propia prosa se filtraron elementos como la filosofía política de Confucio o Sun-Tzu, la escultura y pintura de las dinastías Tang y Sung, el taoísmo, el yoga y el budismo con sus respectivas técnicas de meditación, y la ilusión de delicadeza y lentitud en las narraciones y leyendas. Luego, otros fueron los que leyeron, otros comentaron, y entre quienes habían visto de primera mano esos sitios y quienes deseaban fervorosamente vivir una experiencia semejante, se creó una brecha recién ahora manifiesta en la literatura occidental.

Otro modo de decirlo: el Oriente que aparece en la prosa de esos escritores on the road contiene una «ilusión de realidad», de testimonio, que aún podría considerarse cercana a los orígenes y a lo vivido. En cambio, el Oriente que aparece en los textos de aquellos que sólo dieron la vuelta al mundo en su escritorio representaría una «ilusión de la ilusión de realidad», una aproximación intertextual a los libros de los testigos. Los primeros escribieron suponiendo que así se escribía en Oriente. Los segundos, haciendo impostura de esa suposición.

Este asunto entraña, ante todo y por supuesto, una problemática de la representación. Es decir, ¿qué se sabe realmente de Oriente? ¿Cómo poder salir del modelo de tarjeta postal o de pabellón Epcot-Center para leer su literatura? ¿De qué manera catalogar y analizar la propuesta estética de China, India o Japón desde una posición en la cual, inevitablemente, y usando un término del poscolonialismo, se ocupa un lugar de enunciación que no acaba de corresponder?

«Decir “Oriente” evocaba en Occidente sobre todo en los siglos XVII y XIX de un lado un espacio de fantasía, exotismo y erotismo y del otro un colectivo perezoso, impostor e irracional» (El-Outmani, 2006), asegura Ismail El-Outmani, de la Universidad Mohamed V, en Rabat. «En el léxico geográfico, Oriente es aquella parte del mundo que está situada al este de Europa y que se llama Asia, más concretamente Asia oriental, conocida también como Extremo Oriente […]. [Pero Edward] Said señalaba que Oriente es, desde una óptica histórico-cultural, un producto de la fantasía occidental que ha mitificado lo oriental; mientras que “Orientalismo” ha sido ideológicamente hablando un mecanismo muy eficaz en manos del imperialismo occidental» (Ibíd.)

Para la crítica cultural occidental, Oriente sigue suponiendo una «geografía imaginativa», según el conocido término de Edward Said; un territorio subalterno en el que la extravagancia alimenticia y la rareza arquitectónica no son más que reflejos de los prejuicios eurocéntricos o americano-céntricos. Se sabe que eso que Said calificó como orientalismo, es decir la representación geopolítica, e incluso estético-política, que se hace desde un centro de poder de territorios y sujetos periféricos, ha implicado una proyección de los miedos y deseos de Europa y Estados Unidos, emboscados tras una aparente descripción objetiva y científica.

Sin embargo, este concepto formulado hacia finales del siglo XX ha sufrido un matiz interesante debido a la muy reciente apertura económica y cultural de Oriente hacia Occidente. El cine de Takashi Miike o la literatura de Haruki Murakami son ejemplos de cómo Oriente ha asimilado la representación que Occidente ha hecho de Japón, en este caso concreto, con el fin de desordenar los cánones y proponer un diálogo ambivalente. El cliché se vuelve objeto de parodia o incluso de pastiche, en palabras de Fréderic Jameson: repetición neutral, una repetición de la repetición del intercambio cultural donde las huellas de originalidad en un tema, tópico o recurso literario pierden su eje geográfico. ¿Es Genji Monogatari la primera novela de la historia de la literatura y los rapsodas griegos y latinos simples Marco Polos redescubriendo el descubrimiento de la pólvora? ¿Son las ficciones de Lewis Carroll las primeras en plantear el vínculo simbólico entre caer al interior de un agujero y el acceso al inconsciente, y Murakami un heredero menor de esa tradición en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo?

Este es el contexto en el que surge una propuesta de, si cabe el término, orientalismo estético de segundo grado en América Latina. Autores como Mario Bellatin, Santiago Gamboa, Guadalupe Nettel, Cristina Rascón y Alejandro Zambra parecen conscientes, cada quien a su modo, de que a la hora de incorporar elementos «orientales» a sus historias están escribiendo sobre un manuscrito en el que los orientales ya lo han hecho. Llevados al extremo, lo que se tiene es la misma paradoja de Pierre Menard: es imposible copiar con exactitud un ideograma: sólo bordearlo con la grafía propia de Occidente.

 

 

Traduciendo japonés desde Chile

 

El escritor Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha reconocido bien este principio creativo para convertirlo en parte de su joven poética. Antes de publicar sus tres novelas cortas –Bonsai (2006), La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011), todas bajo el sello Anagrama–, Zambra incursionó en la poesía y, con mayor realce, en la crítica literaria. Precisamente en un artículo llamado «Tanizaki en la penumbra», incluido en su libro No leer (2009), hace un reclamo de que la obra completa del autor de Elogio de la sombra se esté traduciendo desde inglés y no directamente del japonés, y advierte una situación singular:

 

 

Tal vez suceda con [Junichiro] Tanizaki lo que ha pasado, por ejemplo, con [Yasunari] Kawabata, a quien también leemos en traducciones de traducciones, a menudo encargadas a escritores que se las arreglan como buenamente pueden para recrean el estilo o lo que ellos creen que es el estilo original. Esas traducciones son, a veces, ejercicios asombrosos, pues no debe ser fácil imitar una prosa que nunca hemos, en verdad, leído. En cierto modo imitamos, ahora, a los imitadores: imaginamos las novelas de los japoneses del mismo modo que los japoneses admiraron, primero, la costumbre occidental de escribir novela. (Zambra 2009, 137).

 

 

            Ya había sugerido Borges, y luego parte del postestructuralismo francés, de que escribir equivale a traducir; es decir adaptar a un contexto y un paradigma particular una textualidad que requiere ser filtrada (o «domesticada», según el planteamiento de Lawrence Venuti), con el fin de que adquiera significación. Más que afirmar que la narrativa de Alejandro Zambra sostiene vasos comunicantes con la de Kōbō Abe, Kenzaburo Oé o Yukio Mishima, se diría que su trabajo parece emular la traducción, lamentable o elogiosa, que se ha hecho de las obras de esos autores. Desde ahí su propuesta: en lugar de rasgarse las vestiduras por la occidentalización de la literatura oriental, es en la falencia de las adaptaciones donde Zambra inscribe su modo de narrar. Y lo que se narra es una historia que no parece historia, ya que no fluye: la del Chile gris del período post-dictatorial. Para referir estéticamente un tiempo estancado, donde la historia de los hijos aparece sepultada debajo de la historia de los padres (esos padres que enfrentaron el golpe militar de Pinochet y sus heridas sociales), Zambra encuentra en la impostura de la traducción de las novelas japonesas el modelo ideal de sacar adelante su proyecto literario.

En el citado artículo sobre Tanizaki, Zambra comenta: «Los escritores japoneses tal vez borraron lo que a la novela occidental, como género, le sobraba: quizás por eso, al reseñar sus libros, inevitablemente se habla de “precisión” o de “delicadeza” y hasta de “limpidez”, como dice Borges a propósito de Akutagawa” (138). Y he aquí un primer recurso asimilado para su narrativa. Tanto en Bonsái como en La vida privada de los árboles, esa ilusión de limpidez, de delicadeza, será una característica fundamental de los narradores, quienes articulan las tramas desde un «afuera» ambiguo. No se trata sólo de narradores omniscientes –al viejo modo–, o heterodiegéticos –al nuevo–, sino de una voz tranquila que ilumina y oscurece zonas de la historia como consecuencia de su voluntad de quedarse en esos bordes.

Por ejemplo, en Bonsái se lee una voz cuya primera intención es justificar o comprender las acciones de los personajes, para luego distanciarse de ellos con el fin de que el lector no establezca ningún tipo de empatía o afinidad: «Cuando Julio se enamoró de Emilia toda diversión y todo sufrimiento previos a la diversión y el sufrimiento que le deparaba Emilia pasaron a ser simples remedos de la diversión y el sufrimiento» (Zambra 2006, 22), se lee al comienzo. Pero luego ese mismo narrador no mostrará escenas donde se evidencie cómo Julio y Emilia sufren o se divierten. «El desenlace es inminente», se lee más adelante, «y por supuesto ellos imaginaban y hasta protagonizaban escenas que hacían más bello y más triste, más inesperado ese desenlace» (37). En Bonsái, pues, Zambra ha depurado de ripios las escenas que autores hispanoamericanos anteriores hubieran saturado de detalles. En palabras de María Paz Rodríguez: «El vaticinio de la muerte de Emilia será una reiteración que se hace insistentemente para recordarnos que esto es literatura, pero que a la larga, supone un quiebre, desde donde estaría hablando el narrador. Este último intenta construir los momentos disgregados de un encuentro; de la pasión y del “bastante” tiempo que tiene esa relación para autodestruirse» (Rodríguez, 2013. La cursiva es mía).

Bonsái es la historia de Julio y Emilia, dos estudiantes de literatura que a lo largo de la novela se encargan de desordenar libros y sábanas «más bien estimulados por el aburrimiento» (19). Otros personajes, como Anita, amiga de Emilia; María, amante de Julio; Andrés, esposo de Anita; y Gazmuri, un escritor chileno en franca decadencia, podrían aparecer para darle verosimilitud y realce a la historia, pero el narrador vuelve a intervenir con el fin de romper esa posible intencionalidad y desflecar la novela: «Ni siquiera vale la pena mencionarlos» (17); «Emilia y Julio […] no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes» (33); «en este relato la madre de Anita y Anita no importan, son personajes secundarios» (47); «el final de esta historia debería ilusionarnos, pero no nos ilusiona» (83).

Al final Emilia se arroja a las vías del metro, en Madrid, y Julio escribe, suponiendo que así escribe el tal Gazmuri, una novela llamada Bonsái. Ese juego metaliterario podría hermanar la narrativa de Zambra con la conocida «novela del yo» (watakushi-shōsetsu), consecuencia de la recepción del naturalismo en Japón. En la «novela del yo», como la clásica Futon de Katai Tayama, el autor se proyecta como protagonista de la historia, inmerso en una situación de la cual puede o no salir airoso, y donde analiza su caso de manera burlesca. Julio como escritor de Bonsái dentro de la novela Bonsái; Julián, personaje principal de La vida privada de los árboles a quien describen como «profesor de literatura en cuatro universidades de Santiago» (Zambra 2007, 26) y quien también escribe una novela sobre un bonsái; y el narrador de Formas de volver a casa que en 1984 tiene 9 años y debe quedarse todas las tardes en su hogar, junto a su familia, afanado en monótonos juegos de mesa debido a las costumbres vespertinas dejadas por el toque de queda militar, podrían estar reflejando circunstancias literaturizadas del propio Alejandro Zambra, en una autofabulación que parodia la parodia que de ella había hecho ya la narrativa contemporánea de Japón (Una cuestión personal, de Oé, o Azul casi transparente, de Ryu Murakami serían buenos ejemplos de esto).

 

El lento crecimiento de las plantas

 

Así sucede también con la mencionada La vida privada de los árboles, «novela que, en más de un sentido, es el reverso de Bonsái» (Zambra 2009, 144) como afirma el propio autor, la cual contiene un elemento que junto con la delicadeza y la revisión del yo, caracterizaría a (lo que se sabe por las traducciones de) la literatura nipona: la serenidad de los personajes a partir de la serenidad prescrita por el propio entorno. Aquí los estados de ánimo no se vinculan con paisajes naturales, sino con entornos hogareños. Si la naturaleza ha de aparecer es porque, como hace Julián con su hijastra, se habla de ella, mas no exhibe. Bien indica Carlos Labbé que «el motivo –no la imagen, no la metáfora, no el tropo– apropiado para escribir un libro sobre la familia es el lento crecimiento de las plantas en conjunto, la cualidad que debe tener cualquier semilla solitaria que termina volviéndose bosque; un motivo como un campo semántico –si no fuera tan específico el término–, como ese aire que uno le encuentra en común a los cuerpos, los gestos y las miradas de dos personas que han pasado suficiente tiempo juntos» (Labbé, 2007).

Se trata, pues, de una novela sobre plantas de interior. El libro habla de un triángulo entre un profesor y escritor lacónico, llamado Julián, una repostera y pintora, llamada Verónica, y una niña llamada Daniela, hija de Verónica, quien no quiere dormirse. A lo largo de la novela, Julián le cuenta a Daniela «una serie de historias que ha inventado para hacerla dormir. Los protagonistas son un álamo y un baobab que durante la noche, cuando nadie los ve, conversan sobre fotosíntesis, sobre ardillas, o sobre las numerosas ventajas de ser árboles y no personas o animales […]» (Zambra 2007, 13). La escena posterior es más elocuente aún y en ella evidenciaría no sólo el juego de distanciamiento del narrador –esa comentada capacidad sutil de conducir la mirada del lector–, sino también el trabajo de escenarios que, se aventura, Zambra aprende de Tanizaki:

 

 

Por lo pronto Verónica es alguien que no llega, que aún no regresa de su clase de dibujo. Verónica es alguien que ligeramente falta en la pieza azul –la pieza azul es la habitación de Daniela, y la pieza blanca es el cuarto de Verónica y Julián. Hay, también, una habitación verde, que ellos llaman la pieza de invitados, en plan de broma, porque no sería fácil dormir en ese desorden de libros, carpetas y pinceles […]. No es ésta una noche normal, al menos no todavía. Aún no es completamente seguro que haya un día siguiente, pues Verónica no ha regresado de su clase de dibujo. Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa. El libro sigue hasta que ella vuelva o hasta que Julián esté seguro de que ya no va a volver. (15-16)

 

 

Parece clara la voluntad, igual que en Bonsái y luego en Formas de volver a casa, de realizar una literatura «puertas adentro», donde los personajes puedan recrearse en esas sensibles «ceremonias de interior» que proponía Cortázar para los días de lluvia y, como flores de casa, crezcan sin moverse. En La vida privada de los árboles hay habitaciones coloridas, hay otras más opacas, azules, blancas, verdes: una especie de espacios, un elogio de la sombra. Más que realizar un análisis cromático, interesa anotar aquí cómo es precisamente en la pieza azul (la pieza melancólica, la pieza nostálgica), donde hombre y niña esperan a que regrese la mujer, donde se van ensombreciendo pues Verónica, que debería estar plantada en ese jardín, tarda y tardará en llegar. Sin embargo, nos ha advertido el narrador que cuando la mujer llegue la novela se acaba, y de nuevo surgen esas anotaciones subsidiarias que alguien realiza desde los márgenes –«en adelante la historia se dispersa y casi no hay forma de continuarla» (21); «es preferible pensar que aquel tiempo fue nada más que un chiste –un ruido brusco y pasajero que ya dejamos de oír» (57), etcétera–.

La segunda novela sería, pues, un libro sobre la paciencia, sobre una espera invernal, sobre el crecimiento melancólico de ciertos arbustos de interior. Entre analepsis y prolepsis, la historia de Julián y Daniela, como presencias, y Verónica, como ausencia, se enclava en un eterno «ahora» donde todos, incluido el lector, y emulando quizás a El cortador de cañas, esperan a que algo se mueva entre el follaje. Para lograr su definitiva complicidad, padrastro e hijastra tendrán que dejar en la penumbra a la madre y a la esposa: a Verónica, al personaje que los unió. Y para ello necesitarán la ilusión de que el tiempo no transcurre. Por eso Verónica debe demorarse. Pero Verónica no acabará de llegar. Al respecto, dice Carlos Labbé: «Una de las condiciones usuales de una novela de desapariciones era que su protagonista viajara, que la búsqueda tomara la forma de un recorrido físico […], hasta que Kafka, Beckett y Borges demostraron que no hay espacio, sino sólo tiempo en la literatura, que la odisea, el peregrinaje y el éxodo no se opondrán al sedentarismo, al salón y al enclaustramiento en un texto mientras esté detenido, mientras no venga alguien a leerlo. La desaparición es el cambio de una sola variable en el laboratorio -en el vivero-, que provoca el colapso del conjunto de las leyes» (Labbé, 2007).

Hay otra cuestión esencial a subrayar. En «Tanizaki en la penumbra», Zambra señalaba que «el contexto clásico sirve a Tanizaki para enfatizar esa necesidad de impureza, de sombras, que defendía» (No leer 138-9). Esa impureza, esa falta de limpidez en un «contexto clásico» sería la característica más importante de Formas de volver a casa. Es la única de las tres novelas narrada en primera persona, a través de la voz de un niño que únicamente se vuelve adulto porque el reloj avanza y que desaparece en las calles, desaparece en la ruta del autobús, como tantos otros que desaparecen en el Chile de la década de 1980. Un niño que, como varios en esa época, espía a otros e intercambia secretos, que desconfía y miente. Detrás de todos los recursos del orientalismo en segundo grado de la novela japonesa, en Formas de volver a casa lo que aparece agazapado es un Chile que fue organizado mediante el discurso los adultos. Por tanto, que lo cuente un niño y además en primera persona resulta elocuente: la novela refleja el testimonio de alguien que aún no puede dar fiel cuenta del entorno, a quien siempre le han arrebatado su perspectiva, pero que reclama el derecho a enunciar su historia: «Si había algo que aprender, no lo aprendimos», reflexiona al recordar, desde el reciente terremoto de febrero 2010, cómo su familia y su vecindario se enfrentó a las secuelas del sismo de 1985. «Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre […]. Los niños entendíamos, súbitamente, que no éramos tan importantes. Que había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender» (Zambra 2011, 19-20, 56).

Separada en cuatro secciones, destacan justo las del medio: «La literatura de los padres» y «La literatura de los hijos». Allí se plantea la fricción, el corte con la tradición que a Zambra le entusiasmaba de la prosa ensombrecida de Tanizaki. En ese nuevo modo de narrar, más impuro y heterodoxo, Zambra se ha abierto camino para una literatura en pleno proceso de emancipación. Este es un asunto no menor pues, en un mapeo más instintivo que riguroso, parece ser uno de los ejes transdiscursivos que le importa a la más novísima narrativa chilena, como Alberto Fuguet (Las películas de mi vida), Nona Fernández (Mapocho), Rafael Gumucio (Memorias prematuras) o Álvaro Bisama (Ruido), y que podría ser el punto de partida de una interesante investigación en el sistema literario chileno sobre la subalternización de la voz de la infancia en el período dictatorial.

Una anotación ulterior. En la última sección de Formas de volver a casa, llamada «Estamos bien», el protagonista será abandonado por su amante, Eme (igual que Julio será abandonado por Emilia y Julián por Verónica), no sin antes darle una lección y un regalo. La lección es la siguiente:

 

 

Pienso que en estos meses nos hemos reído de lo que éramos. Pero es falso. Seguimos siendo los que éramos. Ahora entendemos todo. Pero sabemos poco. Sabemos menos que antes –eso es bueno, dije yo, temeroso: es bueno no saber, esperar nada más.

            No. No es bueno. Sería bueno si fuera verdadero. (Zambra 2011, 158)

 

 

            La adultez entrega serenidad, pero no certezas; una sentencia que se complementa con el contenido de una caja que Eme deja encargada con los vecinos. Aunque el acto le parece afrentoso, asume la caja como un regalo. Y es éste regalo el que proporcionaría una enumeración de las intertextualidades y temáticas, de las particularidades poéticas del propio Zambra:

 

 

Hace unos meses Eme me dejó una caja con los vecinos. Recién hoy me atreví a abrirla. Había dos chalecos, una bufanda, mis películas de Kaurismaki y Wes Anderson, mis discos de Tom Waits y Wu-Tang Clan, además de algunos libros que durante estos meses le presté. Entre ellos estaba también el ejemplar de El elogio de la sombra, el ensayo de Tanizaki que le regalé hace años. No sé si por crueldad o por descuido lo incluyó en la caja.

            Nunca me dijo que si lo había leído, por eso me sorprendió reconocer, ahora, en el libro, las marcas de un grueso destacador amarillo. Solía molestarla por eso: sus libros lucían feos después de esa especie de batalla que era la lectura. Se diría que leía con la ansiedad de quien memoriza fechas para un examen, pero no, se había acostumbrado, simplemente, a marcar las frases que le gustaban de esa manera.

            Hablo en el pasado de Eme. Es triste y fácil: ya no está. Pero también debería aprender a hablar en pasado de mí mismo. (160-161)

 

 

Así habría que acabar de leer la literatura de los hijos, sometida todo este tiempo a un proceso de «geografía imaginativa» por parte de los padres. Así habría que empezar, desde ahora, y con Mis documentos (el libro de relatos de Zambra pronto a editarse en México), a matizar la literatura de los padres; ergo, del poder.

 

 

 

 

Versión ampliada de Ríos Baeza, Felipe Adrián, «Orientalismo: La estética de la novela japonesa en la narrativa de Alejandro Zambra», en Isla Flotante. Revista de Comunicación y Literatura de la Escuela de Periodismo de la Academia. Santiago de Chile: Universidad Academia de Humanismo Cristiano, año 5, nº5, invierno 2013, pp. 77-86. ISSN: 0718-6835. Próxima a aparecer en el libro Felipe A. Ríos Baeza, El desvarío ilustrado. Ensayos sobre narrativa hispanoamericana contemporánea (Universidad Iberoamericana, 2014).

 

 

Bibliografía

El-Outmani, Ismail. «Oriente como discurso en el discurso de Occidente» en Espéculo. Revista de estudios literarios. Madrid, Universidad Complutense de Madrid, n° 34, 2006. Recuperado el 7 de octubre de 2013: <http://www.ucm.es/info/especulo/numero34/oriente.html >.

 

Labbé, Carlos, «La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra» en Sobre Libros (revista electrónica). 15 de julio de 2007. Recuperado el 7 de octubre de 2013: <http://www.sobrelibros.cl/content/view/337/2/>.

 

Rodríguez, María Paz. «Bonsái, de Alejandro Zambra» en Ojo seco (revista electrónica). 1 de mayo de 2013. Recuperado el 7 de octubre de 2013: <http://ojoseco.cl/2013/05/bonsai-de-alejandro-zambra/>.

 

Zambra, Alejandro. Bonsái. Barcelona, Anagrama, 2006.

_______________. La vida privada de los árboles. Barcelona, Anagrama, 2007.

_______________. No leer. Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2009.

_______________. Formas de volver a casa. Barcelona, Anagrama, 2011.

 

 

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