Una introducción a Octavio Paz. Texto de Cesar Arístides.

Sobre la poesía de Octavio Paz

En esta ocasión presentamos un acercamiento a la figura de Octavio Paz preparado por el poeta, editor y reseñista literario César Arístides (Ciudad de México, 1967). Ha publicado los libros de poesía: Umbrales de la rabia y la convalecencia, Murciélagos y redención, De la vida retiradaThomas Bernhard despierta en su tumba sin nombre, entre otros. Ha sido becario de poesía en el INBA, el Programa Jóvenes creadores del FONCA y desde 2005 pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Semillas para la estación violenta:

un acercamiento a la poesía de Octavio Paz

A mi amadísima Celincita

 

Empecé a leer a Octavio Paz a los trece años y aunque sus poemas me parecían difíciles de entender, había imágenes de pájaros y árboles distintas a las que yo conocía; la forma en que se detallaban sus virtudes me impresionó y le dio nuevos senderos a las palabras. Había dibujos verbales de paisajes y de lumbre, de hombres y de piedras sagradas, estampas donde lo bello se decía de manera misteriosa… y yo no entendía todo, meses después lo supe, no importaba entender, sólo sentir.

No comprendía por qué los templos eran la figura sensual de una mujer, o por qué el polvo y la miseria son retrato, a veces, de una patria dolorida; pero había algo en el lenguaje que me atrapaba, me detenía en las páginas y hacía que mi imaginación descubriera aves de fuego, árboles de vidrio, mujeres montaña. Después supe que la estructura y la esencia de la poesía se valen de ritmo, sonoridad, armonía, pausa y palabras elegidas por el poeta luego de una larga meditación. Pero, ¿en qué consisten estos privilegios? ¿Cómo se manifiestan? Octavio Paz me lo enseñó. Con el tiempo intenté leer con más cuidado al poeta y una gran admiración creció al acercarme a sus imágenes, a versos que expresaban de una forma única la contemplación y el movimiento, la búsqueda del origen, el ser cuando uno se nombra, la otredad cuando uno se descubre en la búsqueda de sí mismo, de su patria y su sangre, de su viento y su tierra labrada o calcinada, la inquietante razón de ser, de hallar en todo y en nada, una certeza: “no hay vértigo ni espejo ni náusea ante el espejo, no hay caída,/ sólo un estar, un derramado estar, llenos hasta los bordes, todos a la deriva:/ no como el arco que se encorva y sobre sí se dobla para que el dardo salte y dé en el centro justo,/ ni como el pecho que lo aguarda y a quien la espera dibuja ya la herida,/ no concentrados ni en arrobo, sino a tumbos, de peldaño en peldaño, agua vertida, volvemos al principio./ Y la cabeza cae sobre el pecho y el cuerpo cae sobre el cuerpo sin encontrar su fin, su cuerpo último.”

Poco a poco sentí el pulso de las palabras, ya no trataba de entender lo que el poeta decía cuando hablaba de ríos, oleajes, cielos, pájaros, noches, amaneceres… sólo sentir. Sí. Sentir con el pensamiento, imaginar la unión de cristales y nubes, hojas y cielos, edificios y cuerpos, amor y desolación: leer salvaje con las emociones, sólo eso. Imaginar, ver en las palabras el movimiento y la respiración de las cosas, ver los sueños y los deseos, los recuerdos de la vegetación y los hombres, el valle, el alma del sol, las presencias de lo incierto; escuchar la sentencia de los árboles, sí, de los árboles, de las rocas disfrazadas de Historia sagrada, y de las noches, el coro de las estrellas y las olas, el murmullo místico de aquella India que tatúa como un animal ufano por su virilidad y agobiado por el peso de sus días, o la levedad nevosa del Oriente: “Al debate de las avispas/ la dialéctica de los monos/ gorjeos de las estadísticas/ opone/ (alta llama rosa/ hecha de piedra y aire y pájaros/ tiempo en reposo sobre el agua)/   /la arquitectura del silencio.” “Enfrente, no muy lejos, la montaña famélica. Pellejo de piedras, montaña sarnosa. Hay un polvillo en el aire, una substancia impalpable que irrita y marea. Las cosas parecen más quietas bajo esta luz sin peso y que, sin embargo, agobia. Tal vez la palabra no es quietud sino persistencia: las cosas persisten bajo la humillación de la luz. Y la luz persiste. Las cosas son más cosas, todo está empeñado en ser, nada más en ser.” En estos fragmentos el poeta despliega sus cartas de navegación, las “cosas” son el mundo a interpretar; la persistencia, el oficio de labrar con las palabras un camino. Con Octavio Paz aprendí que visitar los poemas es abrir un abismo o un cielo, en ellos todo es posible, todo se reinventa y con él somos las “cosas” leídas, escritas.

Mi padre era vendedor de libros y cuando yo era niño me acercaba la literatura con fábulas de Esopo, Iriarte y Samaniego. Había muchos libros que ocupaban los viejos sillones, la mesa y el suelo de la casa. Mis hermanos y yo le ayudábamos a encontrar las obras que le pedían sus clientes y en ese mar de hojas domésticas descubrí un día Libertad bajo palabra, libro que se quedó a vivir con nosotros, entre incontables otros de Dostoievski, Goethe, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Flaubert, Balzac… no era necesario pedirle a mi padre el libro de Paz pues el volumen vivía en casa y dormía en los anhelos, pasaba de un mueble a otro y un día cayó en mis manos para atrapar mis sentidos.

Leí a Paz con el entusiasmo semejante al de un niño cuando encuentra un tesoro. Ya lo dije, no lo entendía, era complicado, pero estar con él sirvió para entrar en un mundo de excitaciones, inquietudes y objetos iluminados con verbos y adjetivos: “El viento despierta,/ barre los pensamientos de mi frente/ y me suspende/ en la luz que sonríe para nadie:/ ¡cuánta belleza suelta!/ Otoño: entre tus manos frías/ el mundo llamea.” En esos días lo supe: también los sentimientos leen, no se necesita interpretar sino dejar a los versos acomodarse en nuestros nervios, en nuestra sensibilidad, en el súbito quebranto del alma con aquellas palabras.

Así fundaron en la memoria una ciudad de sortilegio y temblores Bajo tu clara sombra, Calamidades y milagros, Semillas para un himno, ¿Águila o sol? y La estación violenta. Con los años creció mi ingenua voracidad, entonces  llegaron el esencial Homenaje y profanaciones, el giro del amor hacia la levitación de la natura con Salamandra, después Ladera Este, Blanco y la consumación de la poesía, El mono gramático, mi huella indeleble Pasado en claro, Árbol adentro, incluso los libros de poemas colectivos Renga, Hijos del aire… A esa ciudad a la que al principio sólo veía pedruscos, flores de niño, jardines y el dibujo de casas y humaredas, se añadieron noches intensas donde se busca la sangre y la presencia, calles de la ciudad iluminadas por la melancolía salvaje de México: “la vieja cicatriz que, sin aviso, se abre, la gota que taladra, el surco quemado que deja el tiempo en la memoria, el tiempo sin cara: presentimiento de vómito y caída, el tiempo que se ha ido y regresa, el tiempo que nunca se ha ido y está aquí desde el principio, el par de ojos agazapados en un rincón del ser: la seña de nacimiento;/ el rápido desplome de la noche que borra las caras y las casas, la tinta negra de donde salen las trompas y los colmillos, el tentáculo y el dardo, la ventosa y la lanceta, el rosario de las cacofonías; la noche poblada de cuchicheos y allá lejos un rumor de voces de mujeres, vagos follajes movidos por el viento..”; escenarios de París o Nueva York donde conviven los poetas con el siglo misterioso; se agregaron los retratos y obras de pintores hechos con el vértigo de palabras, visitaron el reino metafísico Hanuman y los manes de Galta, el recuerdo de nuestra patria herida que brama su celo, regocijo y bravura huraña.

Entré en la poesía de Octavio Paz con dedicación/pasión y un corazón receptivo, abierto al lenguaje luminoso. He vuelto muchas veces a sus primeros libros, incluso a sus poemas de adolescente escritos a los 16, 17 años, donde ofrece algunos gestos de sus fervores: el amor, el origen, la presencia del que escribe en los poemas y en la soledad: “Te amo –veloz y perezosa–/ por la canción revuelta de tu cuerpo,/ que a veces se vuelve sólo música./   /Te amo por el silencio hueco de tu ausencia./ Te amo porque no eres.” (tenía el poeta 17 años cuando publicó este poema); la contemplación y la meditación filosófica vestida de metáfora en busca de veracidad y revelación: “Atravesando países de niebla/ y costas duras,/ mordidas por olas aullantes./ (Más arriba del sueño.)/ Y lunas estranguladas/ y otra vez países de hierro y de sal./ Bajo silencios inmisericordes,/ nuestros pensamientos inmóviles,/ mientras el viento, desterrado,/ grita sobre una roca./   / Así caminamos los hombres,/lejos de la Eternidad.” Si hablo de un corazón abierto y de atención sincera, es por la necesidad que tengo hasta hoy de permitir a las imágenes descansar, primero en los ojos, luego en los sentidos y, al cabo de la lectura, la relectura y la vuelta al poema, en mis pensamientos.

Leer a Octavio Paz fue revelador. Amo a Quevedo y a Góngora, esos pillos pirotécnicos fundadores de la catedral poética, a Villamediana y Lope de Vega, amo a Antonio Machado, su terruño es una imagen viva de la casa de mis padres, al encendido Aleixandre, al capitán García Lorca, al demonio Pessoa escondido en sus otros demonios esquivos… pero los amo gracias a Octavio Paz, porque con él descubrí la poesía, él me enseñó a leerla, a entrar en ella, a disolverme en su licor que turba o alucina. Por Paz y su múltiple atención a sus versos entendí a otros poetas, Paz fue la música y la imagen eterna, el silencio turbador y el encabalgamiento que en mi ciudad poética edificó un torbellino o el derrumbe de la condición humana. Pues con palabras que alumbran otras frases, con oraciones que iluminan otros vocablos, traza distintos crepúsculos y sensaciones, matiza otras tardes, horas de intuición y conmociones: “Las puertas del año se abren,/ como las del lenguaje,/ hacia lo desconocido./ Anoche me dijiste:/ mañana/ habrá que trazar unos signos,/ dibujar un paisaje, tejer una trama/ sobre la doble página/ del papel y del día./ Mañana habrá que inventar,/ de nuevo,/ la realidad de este mundo.” El poeta no te explica: confiesa; el poeta no describe: descubre. Paz no hace un retrato común, no detalla las características del paisaje ni se complace sólo con señalar los encuentros amorosos. Va más allá de sensualidades, horizontes y perfumes. Para citar la belleza de una mujer, habla de los misterios de la luna, para opinar sobre la muerte, recurre a la emoción de estar hondamente solo, y trazar en la penumbra los recuerdos; para descifrar los secretos de vivir, abre la piel de las letras para mostrar rugosidades, texturas, materia, nervaduras, depresiones, alumbramientos, colores: “El día es corto,/ larga la hora./ Veo a mi mano obstinada que escribe/ palabras circulares en la página,/ veo a mi sombra en la página, veo/ mi caída en el centro vacío de esta hora/ –pero no te encuentro,/ pero no me veo.” El poeta está ocupado en compartir sus músculos verbales y afectaciones del espíritu: le inquieta el destino, saber qué es vivir, por qué se ama y se sueña, le preocupa por qué siente y qué es sentir, qué es reconocerse en las palabras, en los significados, ¡en los sonidos y en la nada!

Nuestro poeta reflexiona incansable, su poesía no es estrictamente filosofía, pero su razonamiento y búsqueda son los de un pensador profundo, dice a los lectores con honda sencillez, con afilada emoción, ¡con presentimientos y una bella serie de sospechas!, por qué vivir, para qué, qué hay tras las ramas de los árboles y la mar nocturna: la vida, la voz de los sentidos, el reconocerse/encontrarse en la creación y el amor, en la reflexión y la muerte, en el pensamiento íntimo como la filosofía y tan fértil por su lenguaje evocativo y audaz: “Alguien, al otro lado, abre una puerta./ Tal vez, tras esa puerta,/ no hay otro lado./ Pasos en el pasillo./ Pasos de nadie: es sólo el aire/ buscando su camino./ Nunca sabemos/ si entramos o salimos./ Yo, sin moverme,/ también busco –no mi camino:/ el rastro de los pasos/ que por años diezmados me han traído/ a este instante sin nombre, sin cara./   /Sin nombre, sin cara:/ la muerte que yo quiero/ lleva mi nombre,/ tiene mi cara./ Es mi espejo y es mi sombra,/ la voz sin sonido que dice mi nombre,/ la oreja que escucha cuando callo,/ la pared impalpable que me cierra el paso,/ el piso que de pronto se abre./ Es mi creación y soy su criatura./Poco a poco, sin saber lo que hago,/ la esculpo, escultura de aire./ Pero no la toco, pero no me habla./ Todavía no aprendo a ver,/ en la cara del muerto, mi cara.”

Desde los primeros poemas de Octavio Paz queda claro que su trabajo es un paseo decidido para descifrar los rostros y perfiles de la creación y para ello antepone siempre la búsqueda, el análisis profundo, el cuestionamiento visceral y hondo. Se pregunta de manera constante de qué se viste la creación, cómo se comporta, qué línea delgada discurre para ir de la filosofía a la historia, de allí al recuerdo, luego al hallazgo, de allí al amor, al anhelo, al abandono, a la muerte, a la luz, al encuentro, al abrazo. Sus poemas están dedicados a la búsqueda existencial, al encuentro del origen, del por qué razonamos, qué sensaciones cincelan nuestra vida y qué es decir/ser inmersos en la escritura, de allí se desplaza a la creación en el sentido más amplio del término. La mujer es creación, también la madre y la tierra, la mujer y el agua, la madre y el fuego, la mujer es creación, sensualidad, origen, la germinación; el deseo es la mujer y es también la semilla, el mundo, la tierra-agua, el viento-fuego, el día, el universo: “Tus ojos son la patria del relámpago y de la lágrima,/ silencio que habla,/ tempestades sin viento, mar sin olas,/ pájaros presos, doradas fieras adormecidas,/ topacios impíos como la verdad,/ otoño en un claro del bosque en donde la luz canta en el hombro de un árbol y son pájaros todas las hojas,/ playa que la mañana encuentra constelada de ojos,/ cesta de frutos de fuego,/ mentira que alimenta,/ espejos de este mundo, puertas del más allá,/ pulsación tranquila del mar a mediodía,/ absoluto que parpadea,/ páramo.”

La palabra también es creación, el sonido de una palabra es creación, el lugar elegido por el poeta para dejarla en la página es creación, y la oración –mítica o de recuerdo infantil–, encabalgada y escrita, acaricida por los ojos y dormida en el espíritu, es creación: “Alguien escribe en mí, mueve mi mano,/ escoge una palabra, se detiene,/ duda entre el mar azul y el monte verde./ Con un ardor helado/ contempla lo que escribo.”

La naturaleza es creación. El fuego de las fundaciones y el árbol símbolo de fertilidad, paternidad, cuerpo de la tierra y comunión del agua, es creación. También la piedra es creación, el mineral cuya voz son los siglos, la roca cuyos padres habitan los confines siderales, la piedra hija de la estrella, la piedra seca que deletrea la palabra sed, la piedra negra hija del magma y la entraña de océanos y volcanes: “Pero a mi lado no había nadie./ Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol./ No cantaba el grillo,/ había un vago olor a cal y semillas quemadas,/ las calles del poblado eran arroyos secos/ y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese gritado: ¿quién vive?/ Cerros pelados, volcán frío, piedra y jadeo bajo tanto esplendor, sequía, sabor de polvo,/ rumor de pies descalzos sobre el polvo, ¡y el pirú en medio del llano como un surtidor petrificado!” El cielo es creación, leer sus gestos también es creación, el cielo espejo del suelo, el cielo y la idea que tiene el hombre del cielo, de las palabras, las nubes y las cosas.

El poeta apuesta, entonces, por asomarse al cuerpo amado, a los ojos encendidos de la seducción, a la lumbre de los vientres/vientos y al arca noble de la boca; el poeta penetra con palabras los jardines, los paisajes, las casas del sueño, las habitaciones del viajero, el hogar de los difuntos. El poeta toca la madera, la arena, las hojas del libro y de las plantas, el agua del río y las lágrimas, el poeta toca los muros, el lecho y las orillas de la ventana, el poeta roza los labios y la cadera, la cama fría y la cabellera erótica, el poeta toca la tierra y las piedras, las alas, la sangre, los senderos, y también, con destreza y asombro, toca los pensamientos; intensamente despierto el poeta acaricia/deletrea los sueños, las ideas, el poeta se envuelve en palabras y se convierte en espiral, lumbre consumida en sus verbos y sentidos: “Terramuerta/ terrisombra nopaltorio temezquible/ lodosa cenipolva pedrósea/ fuego petrificado/ cuenca vaciada/ el sol no se bebió el lago/ no lo sorbió la tierra/ el agua no regresó al aire/ los hombres fueron los ejecutores del polvo/ el viento/ se revuelca en la cama fría del fuego/ el viento/ en la tumba del agua/ recita las letanías de la sequía/ el viento/ cuchillo roto en el cráter apagado/ el viento/ susurro de salitre…” El poeta es idea física, idea que danza y camina, el poeta es imaginación en una página, el poeta es la nada donde súbitas surgen las letras; el poeta toca las palabras y su mano de mago, de tallador, de hombre rústico de cielo y licor, transforma a los sauces en abrigo, a los pájaros en promesa, al sol en niñez, a la marea en sexo, a las ventanas en ojos, a la tierra en su cuerpo, a la noche en reflexión… el poeta toca con las palabras despiertas, inquietas, se integra a la frase y a las intenciones, a los sentimientos. Octavio Paz endereza otra forma de decir, hacer, discernir, pensar: eleva su escritura y en esa búsqueda del ser, de ser en sus versos, de saber en qué momento fundamental se conecta pensamiento, mano, tinta, página y sentencia, queda en el centro más desgarrador de lo absoluto, la nada. Y desde la nada inicia otra vez ese ciclo de reflexión búsqueda, sentido y creación.

Octavio Paz, entonces, parte de lo individual: el cuerpo, la flor, el pájaro: “Y un pájaro cantó, delgada flecha./ Pecho de plata herido vibró el cielo,/ se movieron las hojas, las yerbas despertaron…”, para llegar a lo universal: las estrellas, el amor, los volcanes, el cielo: “murmullos/ los universos se desgranan/ un mundo cae/ se enciende una semilla/ cada palabra palpita…”; de lo subjetivo: el pensamiento, la muerte, las ideas, la reflexión: “No predecir: decir./ Mundo suspendido en la sombra,/ mundo mondo, pulido como hueso,/ decir es mondadura/ poda del árbol de los muertos.” Para incorporarse a lo objetivo: los minerales, las estructuras, la sensualidad de los cuerpos: “Te incorporas a medias y sacudes tu melena de león./ Luego te tiendes,/ delgada estría de lava en la roca,/ rayo dormido./ Mientras duermes te acaricio y te pulo,/ hacha esbelta,/ flecha con que incendio la noche.” Con estos conceptos mezcla su exaltación poética, sus minerales tienen memoria, el fuego habla y canta, sus pensamientos caminan, las aves son deseos ardientes, el alcohol es un potro, la escritura se vuelve retrato, presencia descubierta, palabra eterna y desnuda.

Aun en la desolación y la muerte, Octavio Paz es creador de lo vivo, es un poeta que inyecta sangre y luz a las presencias, a las atmósferas y a los objetos. Sus poemas abren paisajes cantores; sus cielos nombran por medio de la nostalgia sin importar si están despejados o grises. Es múltiple su soledad: desde donde escribe y la escrita, su soledad es un discurso para nombrar los colores del mundo y también la conciencia que le permite retratar el alma y el cuerpo de los hombres y de las cosas. Su soledad es también su alma vacía que anhela colmar con la historia de su patria y de sus antecesores, con las meditaciones en torno al paisaje y el abandono, con la fijación de estrellas y del latido de las ciudades. Su soledad de pureza creativa puede ser Blanco: “claridad que se anula en una sílaba/ diáfana como el silencio:/ no pienso, veo/ –no lo que pienso,/ la cara en blanco del olvido,/el resplandor de lo vacío./ Pierdo mi sombra,/ avanzo/ entre los bosques impalpables,/ las esculturas rápidas del viento,/ los sinfines,/ desfiladeros afilados,/ avanzo,/ mis pasos/ se disuelven/ en un espacio que se desvanece/ en pensamientos que no pienso.” En la sublimación poética, y esto es asombroso, el poeta traza entre líneas que aún está en busca del poema.

También es múltiple el amor, pasea entre las flores, los cuerpos enlazados, la desesperación sensual del que recuerda; es múltiple su visión del universo, son las constelaciones, la noche, el sonido de la nada en la madrugada, pero también la noción que el poeta tiene del vacío, del pensamiento que dialoga con el pensamiento, de la nada que discute con lo oscuro, a solas con la madrugada.

Octavio Paz es generoso con sus lectores, pues comparte de manera transparente, entendida la transparencia como una tentativa de descifrar lo absoluto y la nada, lo objetivo y lo subjetivo mediante un proceso poético preclaro, afinado/afilado por el verso tallado por la luz, la cavilación lúdicra y luminosa, aun en las más hondas turbaciones humanas. Es un poeta noble de vértigo cromático. Estar ante/en sus poemas es ver un cuadro inmenso, brío y color, un lienzo en el que en cada mirada descubres un tono distinto, donde las emociones salen de la quietud y se funden con lo visto/leído.

Sus versos se despliegan para entrar en un mundo donde no hay espacio para la aridez emotiva, para lo seco, lo superfluo. Y aunque se hable de aridez, se cite el vacío, la amargura y la muerte, no hay lugar en sus versos para el desmoronamiento verbal, para erosionar los sentidos: “Las piedras son tiempo/ El viento/ siglos de viento/ Los árboles son tiempo/ las gentes son piedras/ El viento/ vuelve sobre sí mismo y se entierra/ en el día de piedra/   / No hay agua pero brillan los ojos.” Poeta de lo siempre vivo, del razonamiento vivo, de la angustia viva, de la muerte que nos mira desde el retrato vivo, del hallazgo carnal vivo, lo vivo en Octavio Paz es la eterna interpretación de las emociones, lo vivo/encendido son sus palabras abiertas, de júbilo en los vocablos, de heridas dulces y sensualidad que se desplaza para dar color/calor a la penumbra y al asombro.

Lector cuidadoso de los poetas de los Siglos de oro, devoto de Francisco de Quevedo y de Sor Juana Inés de la Cruz, traductor de poetas norteamericanos, franceses, japoneses; cómplice de Álvaro de Campos y sus hermanos de sangre etérea, no es un hallazgo decir que Octavio Paz fue un hombre multidisciplinario y culto, que dialogó con igual intensidad con obras de Joan Miró, Marcel Duchamp, Rauschenberg o el mejor José Luis Cuevas, que con pensadores destacados que marcaron su poética y su postura social: el poeta confiesa, en sus notas a su poesía completa, que en momentos distintos tanto José Vasconcelos como José Ortega y Gasset le sugirieron dedicarse a la filosofía, a pensar con esmero y ambición, y vaya que lo aplicó de manera trascendental en sus poemas. También es muy destacado su trabajo con otros escritores, prueba de ello son los poemas colectivos con Charles Tomlinson o Edoardo Sanguinetti, y el hermoso diálogo que establece con las melancólicas, oníricas y evocativas piezas de arte objeto realizadas por Marie-José Paz, obras a lo Max Ernst trabajadas por su esposa que expresan un candor surrealista notable, un seductor juego de creación sorprendente, pues además el poeta es un surrealista y una escritura automática, un arte (poema) objeto (página) y en algunos poemas un cuadro a lo Paul Delvaux.

Atrapado por el lenguaje plástico, por la gracia de la métrica y la lección de don Luis de Góngora en el sentido de que poemas breves, pinceladas de encanto preparan el gran poema, el soplo contundente y prolongado, Octavio Paz trabajó con igual devoción piezas breves, ceñidas y preclaras, que poemas extensos donde en la mayor apuesta de la experimentación no perdió su vocación ni se distrajo con oropeles que tentaron a las vanguardias, a veces, para dejarlas en la grandilocuencia hueca; los libros La estación violenta y Blanco demuestran su grandeza en el poema de largo aliento, y Pasado en claro es una biografía de pasiones, una danza de tempestades y sucesos donde la evocación/confesión trazan una geografía personal y un recuento de añoranzas ideales en la hoguera y apuesta por la develación: “Un cuerpo vivo aunque intangible el aire,/ en todas partes siempre y en ninguna,/ Duerme con los ojos abiertos,/ se acuesta entre las yerbas y amanece rocío,/ se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles,/ es un tornillo que perfora montes,/ nadador en la mar brava del fuego/ es invisible surtidor de ayes,/ levanta a pulso dos océanos,/ anda perdido por las calles/ palabra en pena en busca de sentido,/ aire que se disipa en aire./ ¿Y para qué digo todo esto?/ Para decir que en pleno mediodía/ el aire se poblaba de fantasmas…”

Octavio Paz es su barrio de Mixcoac y la niñez, el hombre errabundo que lleva su idioma a la soledad de otra patria y continente, la alucinación del desterrado y el sueño prehispánico –dedicó bellísimas páginas a hablar de nuestro origen, de nuestros símbolos, de nuestros guerreros mudos en la historia oficial, de nuestra sangre de maíz y fuego–, la madre tolvanera en el nido de las serpientes, el erotismo del mar en la cintura de la mujer; es el exilio español y la protesta por la represión estudiantil en el México de 1968, es el escritor en la India que encuentra restos de sangre y símbolos aztecas; es el condenado político y el vidente de la caída de muros y esquemas sociales enaltecidos a veces por la barbarie o por los espejismos; es el poeta en Nueva York, en París, en el hielo, la tiniebla, la sombra y la rebeldía, en las pesadillas y en el cántaro roto, el poeta en el árbol bien plantado, en la morada de caligrafía pasional y el vértigo; es el hacedor desde el vacío, desde la búsqueda, desde la nada, desde la muerte: “Y yo en la muerte descubrí el lenguaje.” Es una estación violenta de palabras, símbolos y desafíos, uno de los escritores más perdurables en lengua española.

Octavio Paz es también un poeta de la convulsión/transformación del amor, de la casa, la profundidad de pensamiento; es la hondura de ideas y emociones, la más alta cumbre de presentimientos y razonamientos, es la idea desdoblada para crear otras máscaras, otros territorios, es el verso infinito que nos conmueve y nos habita. Octavio Paz es el hombre en México con los ojos en todo el mundo, es la elevación de la palabra, el sacrificio sobre la piedra, el fuego de tinta para el nacimiento de los versos, la piedra que recita, la fiebre que canta: “Aparecen, desaparecen, vuelven, pían entre las ramas del árbol de los nervios, picotean horas ya maduras –ni pájaros ni ideas: reminiscencias, anunciaciones;/   /melancolía de una tuerca oxidada, coronan a un escarabajo rey de una taza rota, mariposas en vela sobre un fuselaje dormido, girar de una polea sonámbula: premoniciones y rememoraciones.”

En suma, en esa necesidad de encontrar/encontrarse, de definir la identidad y acariciar las verdades del mundo, Octavio Paz transitó los senderos de diversas pasiones que hablan de la creación, cuando atiende al amor su fervor poético se desdobla y habla del deseo y el encuentro, de la entrega sexual, de extrañar al ser idealizado y saborear su cuerpo, de la pareja contemplada y la pareja revelada. Cuando escribe sobre sus inquietudes respecto la existencia, a la muerte, a su estancia en el mundo, ofrece textos donde la preocupación del poeta por el lenguaje y el ser se expresan en composiciones referidas al significado de la escritura, a la pura, íntima verdad de las palabras, al trabajo distinto de pensar y sentir, de unir cualidades y crear, buscar el umbral de la palabra y de la vida. Entonces su mirada se ocupa de la realidad, de lo contemplado con la pureza de matices y de sombras, de los retornos físicos y el diálogo con la naturaleza –luego de ahondar en laberintos y espacios celestiales.

Octavio Paz es un poeta de enorme estatura y claridad profunda, un revelador de la condición humana y sus inquietudes. Paz te dice lo que alguna vez hemos sentido respecto al amor, al propósito de la existencia, respecto al paisaje y las ilusiones, respecto a la muerte y lo que necesitamos para sentir, para ser, pensar. Su escritura –aun “terminado” el poema–, es la promesa de nuevas interpretaciones, el ideal de la reinvención de símbolos, atmósferas, perfumes, máscaras y secretos: su poesía mueve el orden y la esencia de los pensamientos: “El viento no tiene cuerpo/ y traspasa los ramajes:/todo cambia y nada queda.” “el deseo,/ obelisco tatuado por la muerte,/ la cólera en su casa de navajas,/ la duda de cabeza triangular,/ el remordimiento, su bisturí y su lente,/ las dos hermanas, fatiga y desvelo,/ que esta noche pelean por mi alma,/ todos, uno tras otro/ se despeñan,/ apagado murmullo de ojos bajos,/ confuso rumor de agua hablando a solas,/ no, no es un rumor de agua/ sino de sangre…”

Concluyo este acercamiento. Siempre leo con devoción a Octavio Paz, le debo mi pasión por la poesía, seguí algunas lecturas realmente conmovido, me hundí en un estado humilde de gracia en la sonoridad y poder de sus versos. Muy joven fui al Palacio de Bellas Artes al homenaje por sus setenta años y me robé un póster del poeta –aún lo conservo, arrugadísimo y entrañable. En varias ocasiones lo tuve a unos pasos y mis nervios reprimieron mi deseo de pedirle un autógrafo. Un día me decidí, llevé mi ejemplar de Libertad bajo palabra y me encontré con un amigo, también lector de Paz, le confesé mi devoción, estaba decidido a pedir la firma del poeta en mi libro viejo, ahora sí. Mi camarada me dijo que él no pediría un autógrafo, ¡él le regalaría su primer libro! Quedé devastado, yo iba a pedir y mi amigo a dar. No me atreví a solicitarle al maestro la dedicatoria, sólo lo saludé con la mirada y Paz me devolvió una sonrisa.

Años después escribí un poema dedicado a Octavio Paz que luego apareció en mi primer libro, entonces con enorme inseguridad le pedí a un amigo muy cercano a Paz que me ayudara a conseguir un encuentro con el poeta, o al menos que le llevara el par de hojas con “su poema”. La respuesta fue tristísima: “Te tardaste, cabrón, el maestro ya no recibe casi a nadie, pero si quieres déjame el poema y se lo entrego.” Semanas después, el amigo de Octavio Paz, a su vez uno de mis amigos más queridos, me confesó que le entregó el poema a Paz: “Me preguntó qué era eso y le dije que un joven poeta se lo había mandado, y estaba dedicado. Bien, déjelo ahí”, y señaló Paz un lugar para el olvido. Mi amigo fue sincero y no pudo hacer más. Yo era un muchacho iluso y nunca tuve valor de acercarme a pedirle una dedicatoria a Octavio Paz, al escritor que marcó mi vida profundamente, “morada caligrafía pasional”. Estos apuntes son sólo una evocación, un acercamiento y, lo sé, un saludo melancólico a su genial levedad.

 

San Lucas El Grande, Puebla

 marzo de 2014

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