Cuento mexicano actual: Arlett Cancino

Presentamos un cuento de la narradora Arlett Cancino (Aguascalientes, 1985). Es licenciada en letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Colabora para el libro Zoomex. Los animales en la literatura mexicana y para la antología Y son nombres de mujeres. Antología de escritoras zacatecanas II. Actualmente cursa el doctorado en Estudios Novohispanos, también en la UAZ.

 

 

 

 

 

 

Infestación silenciosa 

Por Arlett Cancino

Cuando abrieron la casa, un fuerte olor a humedad escapó por la puerta. Fotos roídas y hojas sueltas estaban regadas por doquier. No había rastro de persona alguna. El arrendador había perdido todo contacto, no contestaban el teléfono, ni los emails enviados. Como ya se debían tres meses de renta, procedió a abrir sin permiso, el lugar estaba abandonado. La casa era un desorden total, los muros estaban llenos de grietas, humedades e hilos colgantes; pero, sobre todo, había polvo, mucho polvo argentado. En la cama de la habitación principal se hallaba una muda de ropa extendida, como si alguien se preparara para vestirse. Sobre la mesa de noche se encontraba el siguiente escrito:  

* * *

Llegaron conmigo y se instalaron mejor que yo en esta casa, ágiles recorrieron las paredes y las cajas aún sin desempacar. Transitaron las esquinas, como si decidieran el orden de muebles y recuerdos. Poco a poco se apropiaron de cajones, libreros y entrepaños, de pequeños lugares donde la luz es escasa, ahí formaron familias y se propagaron. 

Con los años, las habitaciones se han llenado de humedades y cuarteaduras, ellos las recorren como colonizadores de mundos inexplorados; escarban a profundidad el subconsciente de mi casa en busca de minerales preciosos y manantiales de aguas cristalinas; otros se apropian de los espacios exteriores.

La biblioteca es su lugar predilecto. Día y noche escalan las desordenadas pilas de libros, penetran en los de amarillentas hojas para devorarlos, reniegan de ideas demasiado innovadoras y se concentran en la filosofía existencialista. Esto les ha enseñado a no creer ni temer a deidades con mi rostro. Desde entonces, consideran mi presencia como un estorbo, un mueble más en la inmensidad de su universo. La respiración acompasada de mi sueño es la señal necesaria para iniciar sus reuniones, se organizan en la oscuridad y el silencio. 

Al principio eran pequeños y simpáticos, me encantaba sentirlos transitar por ahí, corriendo de un lado a otro cuando los sorprendía detrás del sillón o bajo la cama; era refrescante escucharlos vagar hablando entre ellos de todo lo aprendido en sus recorridos y pláticas nocturnas, en esas constantes visitas al cerebro de esta casa: mi biblioteca. Su compañía era ligera y reconfortante, me sentía como pez en el agua a su lado, nuestra pecera nos bastaba y estábamos contentos. Gracias a ellos aprendí a huir de los ambientes incómodos de las reuniones familiares y a refugiarme en el cálido y húmedo pasado, antes de la muerte de mi madre. Así, sin saber quiénes eran, les di un nombre que les quedó a la perfección.

Pero ahora, su brillo metálico me obsesiona, su recurrente presencia aniquila mi sosiego, a donde quiera que veo siento sus antenas levantadas; a veces, en mis sueños los miro correr ágiles por mi cuerpo y grito en mitad de la noche. Escucho todo el tiempo su marcha repetitiva y monótona, caminan uno tras otro, uno tras otro, moviendo todas sus patas de manera alterna; causan un escozor molesto en mis paredes, un cosquilleo inquietante y un picor a veces insoportable. Luego está el bisbiseo de sus conversaciones en las bóvedas secretas que han hecho en la sala, donde se reúnen para hablar, presiento que de mí. Carcomen poco a poco mi descanso. 

Con el paso del tiempo he observado transformaciones en su cuerpo. Los noto grandes, regordetes y con más patas. El polvo plateado de su espalda es aún más intenso y abundante. Sus antenas se han extendido y otras tres parecen surgir en su dorso. Ahora tienen unas mandíbulas prominentes llenas de dientes y pelos. Han dejado de copular porque lo consideran grotesco y antihigiénico; en lugar de eso asaltan la caja de estambre de mi madre y penden hilos por aquí y por allá, ellos los recorren de arriba abajo poseídos por un éxtasis extraño. Luego sus parejas son obligadas a recorrer el hilo fertilizado y a fecundarse. Muchos de los recién nacidos son engullidos en rituales caníbales, así los más letrados incrementan su tamaño a proporciones preocupantes. Este comportamiento mina mi tranquilidad y pone en riesgo mi vida, sobre todo, porque comienzan a morderme cuando me siento en el sofá. 

Nuestra convivencia se ha vuelto insoportable, se nota que yo he dejado de leer y que ellos han leído demasiado. Son inteligentes y astutos, carcomen las fotos viejas que he guardado para no verlas más y cuando las encuentro regadas en el piso, reviven y preservan el ambiente lacrimoso de mi existencia. 

La casa no es la misma. Se aprovechan de la soledad a la que me sumí luego de que mamá murió y cerré las puertas. Aunque ellos han estado conmigo desde siempre, reiterativos y constantes, ahora ya no tolero su presencia. No puedo recibir a nadie porque sé que aparecerán de pronto en hordas escandalosas llenando con su imperceptible polvo plateado la cabeza de mis visitas. O tratarán de meterse en mi oído para que grite de desesperación y termine por asustar a quien me acompaña. 

Creo que ha llegado el momento de decidir quién se queda con qué; por lo pronto, los libros ya no son míos, el sofá tampoco lo es. Tal vez respeten esta cama, aunque ya los escucho trajinar dentro del clóset, han sobrepasado las normas implícitas de convivencia, su recurrencia es insoportable. Al parecer, las reuniones nocturnas eran justo para llegar a este momento, para invadir mi cama y mi cuerpo. Volteo hacia mis pies y veo como, poco a poco, cientos de ellos remontan las cobijas y se acercan a la punta de mis dedos. 

Avanzan rápidamente con esa marcha acompasada que tanto odio, se trepan en mis piernas, las mordisquean como si fueran un platillo suculento, las consumen como pirañas; veo el deleite en su rostro diminuto con mis gestos, grito de repulsión porque no siento dolor, es más bien el hartazgo de esa presencia encimosa. Los sigo con la vista y veo como se aproximan a mi cara. El incesante ruido de su marcha me enloquece, quiero que pare la repetición cansina de su murmullo; que se detenga el sonido de sus mandíbulas mordiendo mi carne; de sus labios chupando mi sangre, succionando el tuétano de mis huesos. 

Siento sus pequeñas patas puntiagudas avanzar por mi abdomen, clavarse en el fondo del ombligo, filtrarse al interior de mi cuerpo. Me carcomen las vísceras, como culebrillas viajan por mi tracto digestivo, entre mis jugos gástricos, avanzan por mi garganta, saboreando mi lengua y amígdalas, hasta salir por mi boca. 

Algunos entran por mis cuencas oculares y transitan por el nervio óptico, saborean la viscosidad de mis sesos, se fascinan con el brillo de la muerte repentina de mis neuronas. Yo no quiero moverme, mi cansancio es mucho, la presión de verlos flotar en mi mente es mayor, abrumadora. Quiero que ellos, mis pensamientos, terminen de consumirme en esta implosión silenciosa, en las cuatro paredes de este cuerpo tomado. 

* * *

Actualmente la casa está en remodelación. El dueño ordenó que se resanaran grietas y cuarteaduras, que se cubrieran las humedades con una capa de yeso y pintura. Como nadie reclamó las pertenencias que se hallaban en el lugar, la casa se ofrece amueblada. Sólo se tiraron la ropa raída, las fotos amarillas y los libros en peor estado. Los trabajadores han reportado en varias ocasiones sonidos extraños, un trajinar constante, diminutos susurros que parecen venir de las paredes, pero no tienen tiempo de inspeccionar. Poco a poco la casa va quedando como nueva, pero, a pesar de la limpieza constante, esas partículas plateadas no desaparecen. El arrendador nunca mencionó la carta encontrada aquella vez, después de leerla apresuradamente, rompió las hojas y tiró los trozos con el resto de papeles regados. Consideró que era el cuento de un escritor fracasado.

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