Como parte del dossier de poesía de Puerto Rico presentamos poemas de Iris Mónica Vargas. Es poeta, escritora de ficción y no ficción, además de traductora. Es egresada de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, y el Massachusetts Institute of Technology, donde completó grados de Maestría en Física, y en Escritura de Ciencias. Ha publicado La última caricia (Terranova, 2014) y El libro azul (Snow Fountain, 2018) galardonado con un Premio PEN de Puerto Rico Internacional (Mención Honorífica 2019). Se ha desempeñado como traductora, intérprete médico, redactora de textos académicos y periodísticos en física y medicina, instructora de escritura de ciencias en MIT, y editora de la revista online Stethoscopes & Pencils en la sección Ideas y poesía. Vive en Illinois, EE.UU., donde se encuentra completando su doctorado en medicina. Cómo contar una historia (http://irismonicavargas.com) es su sitio en la red.
Tirachinas
Construimos nuestros botes,
cosimos nuestras velas,
y entrenamos las ganas
para que anticiparan olas altas.
Quedamos sin adiós.
Y no dejamos nada del esfuerzo
en evidencia.
No hicimos un poema
acerca de todo lo que vimos,
ni de las cicatrices en el vientre
o en los codos.
Zarpamos contra el viento.
Durante el viaje,
el tiempo lo empleamos
zurciendo las canciones
a todos los caminos que tomamos.
El mapa sería nuestro legado.
Y no planificamos
más allá del frío sobre la frente
en cada moribundo atardecer.
Sabíamos con certeza
los trazos de los astros,
a dónde marcharían las estrellas
antes de la furia de los vientos,
después del periodo de la oscuridad.
No sabíamos si podríamos regresar.
Es lo que hacemos siempre,
en tierra o en océanos.
Tomamos tirachinas y alguna piedrecilla.
Le apuntamos al cielo.
Las cosas que llevaban en Vietnam
Mi padre aún recuerda
aquella solemne águila, sus hélices posándose en silencio
sobre el campo. Cargaba a un gran amigo
que ya se derretía y preguntaba a todos,
“Voy a estar bien, ¿verdad?”, rompiendo aquel silencio
en un susurro helado. Mi padre y camaradas asentían. En cierto cementerio,
las tumbas de los soldados siempre miran al mar
desde la montaña.
Parecen flores blancas,
en filas paralelas.
Están en formación perpetua,
y duran siempre.
Se aceptan homenajes, solamente, en forma de rosas rojas. Son convenciones, claro.
Llegamos,
y nos hacemos humo.
Aristóteles: de anima
Si creyera en el alma como tú
entonces habría razón
para este cuerpo
y hambre
de nunca abandonar.
Ahora no puede ser este
el final de mi poema,
porque es a mí
a quien tu muerte
ha ocurrido,
intuyendo cómo estaba
solo el cuerpo, sólo solo,
estibando mis caricias en la hora
para tener de qué despedirme.
Es cierto que una anécdota
jamás es evidencia,
pero casi siempre es esperanza.
La hipótesis del transeúnte
Un pájaro, lo he visto allá en el cielo
donde vuelan las ruedas.
El viento parecía burlarse.
Tú, ¡ven a volar, ven a volar! decía.
Pero el vuelo había abandonado ya
el tierno cuerpecito regordete,
tan negro y amarillo.
Me detuve. Tomé un momento
para despedirme.
No sabía si alguien ya lo había hecho.
De pronto sorprendió una idea:
Tal vez ha sido el vuelo
—y no así el viento—
que quiso entrar de nuevo
por no acostumbrarse todavía
a verse así tan quedo y frío,
afuera, sin sus alas.
Y sin embargo, sabes
Entonces, el silencio.
Tu mano cierra el libro
y te preguntas
Cuánta hermosura serás capaz
de convocar, y al fin,
qué hacer con ella
Las palabras se desplazan contigo;
ya no las necesitas.
Las uvas han crecido.
Hay cosas que no puedes recordar,
cosas que aún no sabes
si eres capaz de amar.
Y luego, un ruego urgente.
Que un lápiz no haya escrito
lo que ahora has descubierto.
El miedo de que el miedo
no te haya destinado ya
al silencio.
Lo hermoso puede serlo
aun cuando no te pertenezca.
Fotografía de la autora Zenaida Marie Photography