Los ángeles bailan y son zalameros:
Una mirada a Zalamera de Estefania Almonacid Velosa
Debo confesar que nunca fui muy asiduo a los ritmos latinos, no podría separar hace no muchos años, la melodía de uno y el otro. A pesar de eso, porque incluso hasta la última hoja de la copa del árbol está intrínsecamente conectada a la raíz, me gustaba “bailar en la silla”. Difícilmente tengo en la memoria la imagen de mi familia bailando, yo siempre fui muy vergonzoso en ese sentido y no comprendía la conversación invisible que se generaba entre dos personas que seguían el compás de una canción. Fue luego, cuando conocí a Jenny, quien siendo totalmente del Valle Central, tenía un alma plenamente del Caribe, y en su casa y su carro siempre estaba puesta salsa, merengue, swing, mambo y otros géneros más, y me hablaba de cantantes y sus incursiones a Cuba y Tortuguero. Entonces, comprendí que algunos simplemente llegábamos más tarde a la cita que nos tenía planeada el destino guiado por el primer acorde de una trompeta.
Fue luego, en el año dos mil veintidós, cuando viajé a Cartagena y Barranquilla para participar en un festival de Poesía, sentado en el taxi que me llevaría al hotel, comprendí que estaba yo en un lugar inundado por los ríos Héctor Lavoe, Joe Arroyo, Rubén González, y muchos otros afluentes. El señor del taxi tarareaba y bailaba sujeto al volante y me señalaba todos los posibles lugares a dónde ir, como ya verán que dice este libro, para sentir cómo “las luminosidades surgen por la gota que cae en la espalda” y los cuales eran numerosos. Fue de noche, en la inauguración del evento, que escuché poemas que eran una suerte de culto o exaltación a una música memorial:
La salsa me curó
cuando me hice grande
al marcharse el primer amor.
(Poema Mañana)
Comprendí de inmediato, al seguir escuchando, que era una poesía que se deslizaba con la precisión de una coreografía del lenguaje. Era como siempre había visto desde el fondo, como cuando las parejas que soltaban sus manos las reencontraban en la fundición de un nuevo paso. Esto sucede aquí cuando los versos parecen desprenderse, pero la imagen se enlaza nuevamente:
Uno se acuesta con una vida
al despertar vuelve la melodía y la entrega.
(Poema Apartamento 518)
Es así como llego al encuentro con el libro “Zalamera” de la escritora colombiana, quien vive concretamente en la Capital Bogotá, Estefania Almonacid Velosa. Pero antes de continuar, porque probablemente sucede como me sucedió a mí, hay que rastrear de dónde llega la palabra que da título a esta ópera prima de Estefania, y es que proviene, como sucede en nuestro español enriquecido por el árabe, de la palabra “salaam” que significa ‘Paz’. Incluso tiene su derivación en portugués siendo ‘Salamaleque’. Al final de su adaptación al latinoamericanismo se dice que deviene en que el zalamero es quien desea con intensidad alguna especie de paz. Pero, sin ánimos de hilar más allá, se entiende que la zalamería es el acto de adular, reverenciar, halagar o simplemente demostrar cariño más allá de lo convencional, y probablemente podemos decir que esto lo conjura Almonacid Velosa en sus poemas, en los que recuerda a sus músicos favoritos, como por ejemplo, en el poema que le dedica a Héctor Lavoe:
Es la máscara que solo deja ver su respaldo
y luego se pierde por el corredor que se hace trizas.
Héctor es la cabeza del sol.
(Poema Cabeza del sol)
Podemos recordar entonces cómo numerosas culturas conservaban un culto al sol, desde la mexica hasta la mesopotámica, y en la mayoría de ellas existe ya sea un carro, una nave o una barca “solar” que funge como el traslado al mundo que sigue luego de este. Podríamos decir que la música de Lavoe, por ejemplo, en Estefania, es uno de los trasbordos necesarios para cruzar al mundo de su propia mitología. Naturalmente, el sol, como sucede con el dios Sué de la cultura Muisca de Colombia, representa la germinación de todo. Finalmente, también quiero anotar que el poema sitúa a Héctor como la cabeza del sol y no “de sol”, haciéndome recordar por un instante la pintura de Salvador Dalí: “Cristo de San Juan de la Cruz”, en la que, distinto a la representación natural de la adoración y causando una controversia, Dalí pinta mirando por sobre la cabeza del Cristo. Esto es como sobrepasar a la deidad, y eso hace la poeta, situando al músico de salsa, como justamente la parte elemental de un cuerpo universal. Decir esto nos demuestra lo zalamero que puede ser el libro.
En este punto yo aún no había tenido la oportunidad de cruzar impresiones con la poeta, salvo mirarle de lejos con su vestido rosa y blanco, y aquí me gustaría extenderme a encallar en un puerto paralelo. Había recordado, aunque nunca lo comenté hasta ahora, que me había cruzado con el título del libro en otro momento. Sucedió en la obra del autor español Arturo Reyes (1864-1913) “Sangre torera”, porque debo admitir una singular curiosidad por la tauromaquia, y deboré ese libro que incluía palabras y expresiones muy ajenas como: sigüela o bizarría. Al fin, que la historia transcurre en alguna parte en la que existen Antoñuelo y Maricucha, ambos jóvenes y enamorados. Ella, gitana, proviene de mejor familia y su madre la transforma en una mujer hermosa. Antoñuelo es más pobre y desarreglado, así que en su ánimo de zalamería, contra todo pronóstico, (porque como también diría Henry Miller, que de tanto venerarla fue él quien se terminó alejando) el Cartulina se va un tiempo para lograr aparecer ya convertido en el joven que ella se merece y es aquí donde viene la expresión en el libro, cuando se encuentra de nuevo con la Marimoña: Antonio sonrió zalamero.
Realmente podemos intuir por poemas que conforman el libro tales como “Amuleto”, en los que la poeta nos dice que su madre guarda en un cajón las huellas de sus primeros pasos, la intención de la remembranza, de voltear al pasado con la mirada de un sello anhelante; algo que la regrese a la “Presencia” en la que su papá encendía la radio para responder a la pregunta de Rodolfo Aicardi, como ella escribe, o quizá “El Vecino”, donde la poeta, como si intentara recordárselo dice que sabe que estuvo ahí con sus hermanas, y escuchó por primera vez la voz de Óscar D' León, y que luego nunca se iría. También los espacios de la casa son importantes; cada lugar de ella es una pieza musical distinta, cada rincón afinado con una nota diferente. La habitación, la sala, la cocina, representan una secuencia de baile única. Hay una canción pegada en cada esquina y el refugio de Almonacid por sí solo se convierte en un índice discográfico:
Sé buscar refugio.
En el transcurso soy lo silente con Inolvidable.
El sonido de la flauta es la arena
que aún cargo en los dedos.
(Poema Rutina)
En Indonesia, existen los Toraja, una comunidad indígena que convive con sus muertos, los mantienen dentro de sus casas en cajas adornadas, los limpian, les hablan, los alimentan, les cantan y no, como ocurre en el culto occidental, los envían de inmediato bajo tierra. Esto mismo sucede con Zalamera; Estefania convive con sus muertos: Ray Barreto, Tito Rodríguez, Cheo Feliciano, Polo Montañez, y muchos otros más con los que continúa comunicándose por medio de sus vivencias, añoranzas, y objetos, porque todo esto también conlleva una conciencia que posee el objeto, como decía Keats, un aspecto inmodificable, la savia de un espíritu que lo dirige. También menciona Rousseau, refiéndose a la voluntad del mismo. Los Toraja, como con sus muertos, también creen en el ritual que practica la poeta:
Abrir el tarro de galletas es tener a la abuela
junto a la ventana.
(Poema Presencia)
Las botellas absorben la súplica.
(Poema Candelaria)
Ese día llevé la grabadora vieja
para que conociera las encrucijadas de Benny Moré.
Preferí no hacerlo.
Guardé mi cassette en el abrigo
y dejé que viera los collares de épocas pasadas.
(Poema Intrusa)
El Kotodama es la palabra que en Japón también podría describir esta alma lingüística que Estefania otorga constantemente a los objetos, la adivinación del sonido de sus aretes, de su alfombra, de sus tacones, de los puentes, de los trenes, del libro de su infancia, hasta de su color favorito y su gato Bartolo.
Cuando me enteré que la poeta era en realidad de Bogotá, una ciudad de precipitaciones, fría y céntrica, y no de alguna isla mítica del Caribe, me negué a creerlo, porque en sus oídos se escucha el mar, y su lenguaje proviene de un tiempo antiguo en el que posiblemente vivió en una casa blanca rodeada de palmeras, usando vestidos coloridos frente al mar o sentada en un malecón. Todo esto es evidente en la nostalgia y añoranza que evoca aquí:
No más padecer porque no quisiste ir a La Habana.
El sombrero y el vestido no echaron a volar
frente al mar.
(Poema Señal)
La noche antes de regresar de Barranquilla pude dar cuenta que Zalamera no es un libro construido bajo la presión de un plano de medidas y dimensiones estáticas, es un libro que se expande en una arquitectura compleja, a pesar de lo breve que pueden ser algunos textos, porque siempre que se vuelva a leer el libro se va a encontrar un detalle oculto, algún signo que no advertimos en la correspondencia. Ya devuelta en Costa Rica, convencido por Estefania de que estos ritmos eran un nuevo lenguaje para mí y para quien tenga la dicha de leerlo, me puse a escuchar este disco que es su poesía… Pero aquí no termina el viaje.
Recientemente hice un viaje relámpago a Bogotá, y estuve en La Candelaria. Allí un lugar que recuerdo concretamente fue Babou. Momentos antes de llegar a la puerta rosada que conjura todo un recinto, hay una pared azul con tres hombres pintados en timbales. Al adentrarnos, porque este es un viaje que narraré en otra ocasión, subimos al segundo piso y ella miraba a la ventana mientras yo fotografiaba a tres figuras de alambre. Fue entonces, cuando casi guiado por una voz oculta y destellos de trompetas que revelaban huellas neones, que vislumbré un vinilo negro que escribía “Fania” en letras rojas al fondo del lugar. De inmediato, fui tomado por la mano del recuerdo de cuando estuve con la zalamera en Barranquilla, un día en que intentamos ir al museo del romanticismo – como le dice ella – y mencionó que un pequeño error fue cometido cuando escribieron su nombre y por algún descuido no se tildó la “í” y se le llamó Estefania. Pasó mucho tiempo en el que pensé que “Fania” era un diminutivo, pero resultó ser una historia. No era un error, sino una premonición. Mi curiosidad insaciable enderezó los nudillos y se propuso buscar y así descubrí al sello Fania Records, que englobaba a toda la crema innata de estos ritmos.
Fania All – Stars. Y supe que Fania estaba predestinada, como este libro, a su nombre.
Mi poema favorito del libro es “Nazareno” y no solo por su carga simbólica, sino por su sinceridad. Y aquí un dato único: La canción “El Nazareno” fue escrita por Henry Dávila Williams y más tarde popularizada, y de alguna forma “completada” por Ismael Rivera, mejor conocido como Maelo. La canción del Sonero Mayor, se publicó bajo el sello Tico Records, y es aquí cuando consume toda mi intriga, porque “tico” es como se le conoce globalmente al costarricense; es intrínseco de él. El dueño de esta casa discográfica se llamaba George Goldner, y bautizó de esta manera a su proyecto inspirado en la canción brasileña “Tico-Tico” de Zequinha de Abreu, haciendo referencia al pájaro que en esa latitud se le conoce así. En Costa Rica más bien se le identifica bajo el apodo de “comemaíz”. Días antes de escribir esta reseña pude fotografiar a ese mismo pájaro en un café en el que estaba. Como resultado de todo, me enteré que más tarde Fania Records adquirió a Tico Records y lo incluyó en su catálogo:
Maelo, han sido llantos enteros y ruegos
para que jamás tus pies dejen de rodear mis ojos
estos que tienen la gallardía de buscar tu refugio.
He regresado de terrenos áridos
estoy extendida en el agua de mi madre
y me levanto limpia de toda falsedad
con tu figura de hombre acabado de llegar
apenado y sonriente
Maelo, papá lleva tu nombre
pido piedad por abandonar el ritmo de su angustia.
Sabes bien que soy caracol en todos los costados
de tu lecho.
A mí me llegan los ecos de lo que te faltó cantar
eso que guardaste para ti.
Pero todo está grabado.
Cuando la canción termina
se expande con el vuelo de mi cometa.
Añoro elevarme hasta tus diosas.
Sé que allí, en ese lugar bailaría todo el día
hasta ser el humo de tus carcajadas.
Así tendrías más fuerzas para seguir cuidando
a tus amigos.
(Poema Nazareno)
Podré decir, sin que nadie más pueda disputarme la licencia, que aquí la poeta abre el corazón del texto con una fuerza desbordada, con un rostro angelical que acepta con total apertura su expiación. En el contexto, Ismael Rivera, el Brujo de Borinquen, cuando vio por primera vez a El Nazareno de Portobelo, puerto de Panamá, sufrió la conversión a su redención. Lo mismo sucede con Estefania, quien como dice, ha regresado de paisajes agrestes, secos y estériles, pero con la sed intacta, con la fuerza y valentía de un Nazareno, quien no es el nacido en Nazaret, ni tampoco el Cristo crucificado, sino aquel que sigue andando, porque la poeta no desea desprenderse de su cruz, sino aprender a bailar con ella, a transformar su madera en un árbol donde treparse y contemplar el cielo. Transfigura la imagen del músico en el otro músico de su vida como lo ha sido su padre, se percibe a si misma como un caracol que se adentra lentamente en el cuerpo de la música que yace en una cama de flores blancas. Está segura que los sonidos secretos le han sido revelados, las lenguas del aire le hablan para que escriba los siguientes pasos de baile. Finalmente, como sucede con la “Escultura azabache”, quien no posee el típico rostro de Cristo afligido, sino más bien compasivo con todos los humanos y consigo mismo, Estefania Almonacid Velosa sonríe, comprende su misión, se crea a sí misma pequeña diosa y termina su peregrinación que es el último poema de Zalamera, y así podemos tener certeza de que, como Maelo y Nazareno, ella seguirá cuidando de nosotros, sus amigos.
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Estefania Almonacid Velosa (Bogotá, 1991) es periodista y magister en Estudios Literarios de la Universidad Nacional. Es autora del poemario Zalamera, un homenaje a la salsa y el bolero, de la editorial Piedra de Toque (2021). Su trabajo cronístico y literario ha sido publicado en diferentes antologías nacionales e internacionales, y en su blog de periodismo literario Los desvelados. En el 20221 fue otorgada la beca Periodismo Cultural y Crítica Literaria, del Instituto Distrital de las Artes, con el proyecto titulado: “Un recorrido por Bogotá con Emilia Pardo Umaña”. Es autora del libro Emilia por Bogotá (Idartes, 2022),crónica que busca las huellas de una de las pioneras del periodismo en Colombia, Emilia Pardo Umaña.
Ignacio Aru (Cartago, 1999) Estudiante de la licenciatura de derecho y consultor de tecnologías de información. Ganador del Premio Literario Brunca de la Universidad Nacional de Costa Rica, 2021. Ganador del premio internacional de cuento de Fundación Mapfre, España, 2014. Publica su primer libro, Lupercalia, México, 2020; y su reedición Catorce días bajo la nieve, Costa Rica, 2021 así como su antología Anadiomena, Colmenart, 2023. Coautor de la obra de teatro Mistérica presentada en el Teatro Melico Salazar. 2015. Su más reciente libro El hambre de los náufragos está próximo a publicarse bajo el sello editorial Nueva York Poetry Press.