Poesía colombiana: Hellman Pardo

Hellman Pardo (Bogotá, 1978) publica en el Fondo de Cultura Económica su nuevo libro, Apuntes para una disertación sobre el mar, del que leemos aquí algunos poemas. Pardo es codirector de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida. Ha recibido, entre otras distinciones, el Premio Nacionales Eduardo Cote Lamus.

 

 

 

 

 

 

Hellman Pardo (Bogotá, 1978) es codirector de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida. Entre sus reconocimientos se encuentran los premios nacionales Eduardo Cote Lamus, Festival de Poesía de Medellín y el Premio Nacional de Libro de Poesía Ciudad de Bogotá. Sus libros más recientes: Física del estado Sólido (2021) y El sol abre su oscuridad (2023). Los poemas que se presentan pertenecen al libro​​ Apuntes para una disertación sobre el mar, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2024.

 

 

 

 

 

 

 

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Barcos

 

¿Qué​​ animal​​ puede​​ respirar​​ en​​ un​​ barco​​ hundido?

¿Treintaicuatro​​ mejillones​​ y​​ un​​ caballito de​​ mar?

¿Por​​ cuál​​ parte de​​ su​​ coraza respira​​ el​​ mejillón?

¿Por​​ la​​ tráquea?​​ ¿Tienen​​ tráquea

o​​ solo​​ una​​ concha​​ donde viven​​ guerreros aqueos

que​​ invadirán​​ sin​​ armas a​​ los malayos?

¿Por​​ cuál​​ hueso​​ respira el​​ caballito​​ de​​ mar?

¿Tiene​​ hueso,​​ crin​​ en​​ su​​ cuello​​ jorobado?​​ 

Los​​ piratas​​ no​​ conocen​​ estos​​ hechos​​ abisales,

los​​ piratas viven​​ en​​ un​​ barco​​ que​​ no​​ se​​ ha​​ hundido

pero​​ se​​ hundirá​​ irremediablemente​​ 

y​​ treintaicuatro mejillones y​​ un​​ caballito​​ de​​ mar

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ respirarán​​ su​​ pulmón​​ de​​ madera.

 

Los​​ barcos asaltantes​​ conocen​​ todo​​ sobre​​ los​​ piratas:

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ sus daños hepáticos,

​​ su​​ sordera​​ por​​ el cañón​​ de grueso​​ calibre,

sus animales exóticos,​​ 

su​​ deseo por las mujeres de​​ Nassau

que​​ siempre​​ parecen​​ un​​ bote​​ de​​ pesca​​ construido​​ con​​ las​​ manos.

 

¿Y​​ quién​​ piensa​​ en​​ los​​ barcos​​ que​​ pronto​​ se​​ hundirán?

¿Quién en los astilleros donde duermen los barcos heridos

​​ esperando​​ que​​ les reparen los mástiles,

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ las velas, las anclas?

¿Quién​​ se​​ pregunta​​ por​​ sus​​ antiguas​​ vidas​​ de​​ mercaderes?

¿Quién​​ por​​ los​​ mejillones,

por​​ los caballitos​​ de​​ mar?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Señor de los escarabajos

 

No​​ fue​​ Rodrigo​​ de​​ Triana​​ quien​​ gritó

​​ ¡Tierra!​​ ¡Tierra!​​ ¡Tierra!

o​​ Sandor​​ Marai​​ en​​ su​​ obra​​ autobiográfica

donde los nazis hablan la lengua muerta del escombro.​​ 

Tampoco fue Neil Armstrong cuando pisó el Mar de la Tranquilidad

​​ como​​ si fuese el desierto​​ de Nevada

en​​ una​​ pésima​​ escena​​ de​​ Stanley​​ Kubrick.

Ha​​ sido​​ Charles​​ Robert​​ Darwin​​ al​​ observar​​ por​​ primera​​ vez

una​​ tortuga​​ galápago.

 

Las tortugas galápago tienen en su caparazón​​ 

las​​ formas​​ nobles​​ de los​​ trapezoides,

tatuajes​​ de​​ veleros​​ que​​ cruzan​​ sus​​ láminas​​ de​​ ocelote.

Tortugas​​ galápago:

rocas​​ oscilantes​​ que​​ se​​ hunden​​ en​​ las​​ costas escritas

en​​ un ensayo​​ marítimo​​ de Joseph Conrad.

 

La Isla Fernandina es un arponero extraviado en la línea ecuatorial​​ 

que​​ gasta​​ sus días​​ preguntándole a​​ las​​ miraestrellas

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ cuándo​​ regresará el viento en contra​​ a lanzar sus anclas.

 

Oh,​​ Darwin,​​ señor​​ de​​ los escarabajos,

si​​ supieras​​ que​​ fue​​ en​​ la​​ Isla​​ Fernandina

donde​​ Noé​​ encalló​​ su​​ arca​​ para​​ que​​ poblaran​​ allí​​ todas​​ las​​ especies;

si​​ supieras,​​ adorado​​ alguacil​​ de​​ maremotos,

que​​ en​​ sus​​ aguas​​ abisales​​ están​​ sentados​​ los​​ conejos​​ de​​ pascua

y los cormoranes ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ 

esperando​​ algún​​ buque​​ de​​ guerra​​ para​​ escapar​​ del aburrimiento.

 

Caes​​ en​​ su​​ interior,​​ en​​ los​​ atolones​​ próximos​​ 

y​​ ves iguanas a la deriva,

gaviotas de colas bifurcadas,

​​ lagartos​​ de​​ lava

y​​ diminutos​​ ejércitos​​ de​​ polillas​​ almizcleras.

 

Te​​ preguntas

 

“¿Y si el pelícano, en lugar de su pico de paracaídas,​​ 

tuviese​​ una​​ boca​​ rectangular​​ donde​​ mueren los​​ bogavantes?

¿y si los piratas nacieran siempre de los bajíos que sobresalen en el mar Caribe

como​​ huérfanos que han​​ tirado las​​ cigüeñas?”

 

No has visto ningún pirata, pero temes una emboscada.

​​ La​​ acechanza de​​ lo inhóspito, de​​ lo nunca​​ hallado,

sientes​​ el​​ aire con​​ su pan​​ de centeno​​ entre las​​ manos.

Oh,​​ Darwin, señor​​ de los​​ migrantes,

tu​​ corazón se encuentra​​ en el nido insomne​​ de los​​ cucos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Whalien cincuentaidós

 

Whalien​​ es​​ la​​ ballena​​ más​​ triste​​ entre​​ las​​ ballenas​​ tristes​​ del​​ Pacífico

o​​ la más feliz de las infelices.

Abandonada en la joroba de un tsunami cerca de las islas Molucas

​​ por​​ tres lagartos de Komodo,

Whalien​​ lleva​​ como​​ oídos​​ dos​​ tubas​​ oxidadas​​ cuya​​ resonancia

es​​ la​​ frecuencia​​ eterna​​ de​​ cualquier​​ tempestad.

Sordo​​ su​​ cerebro enfermo,​​ callada su​​ piel​​ cetácea,

en su médula carga cincuentaidós hercios de silencio​​ 

que​​ rompen​​ el tímpano​​ de los​​ más tristes​​ polizones

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ entre​​ los​​ polizones​​ tristes​​ que​​ resguardan​​ los​​ radiofaros.

Parece​​ buscar​​ la​​ escafandra​​ olvidada​​ por​​ algún​​ monje​​ benedictino,

el​​ esnórquel​​ que arrojó,​​ en​​ un​​ poema​​ de​​ Coleridge, el​​ viejo​​ marinero.

 

¿Alcanzará su aceite para alumbrar las casonas de Mozambique

​​ o​​ las fragatas que atraviesan la cólera

de​​ los​​ vientos alisios?

 

Un gusano de seda hila el dobladillo de su vestido de novia

​​ porque​​ va a​​ entregar su soledad​​ a​​ un​​ arpón​​ noruego,

su​​ aleta dorsal,​​ su mar​​ irrepetible, su​​ espiráculo de​​ agua.

 

 

 

 

 

 

 

 

Vientres de ballena

 

Para​​ escribir​​ Moby​​ Dick,

Melville​​ tuvo​​ que​​ naufragar​​ cincuentaisiete​​ días

por las costas de Somalia,​​ 

sentir​​ en​​ el abdomen​​ la pesadez​​ de la marea

y​​ un​​ zumbido​​ inaudible de​​ cangrejos​​ almizcleros en​​ la​​ nuca.

Para​​ ser​​ un​​ personaje​​ mamífero

 ​​ ​​ ​​ ​​​​ en​​ una​​ obra​​ de Melville,

Moby​​ Dick​​ buceó​​ veinticuatro​​ kilómetros

por el pensamiento salino del inspector de aduanas.​​ 

Un inspector de aduanas es un guardia de tráfico​​ que​​ saquea​​ barriles​​ de​​ mercancías

 ​​​​ en​​ el meridiano​​ de​​ Greenwich.

 

Melville,​​ Moby​​ Dick,

dos​​ ballenas​​ muertas​​ que​​ hacen​​ rotar​​ el​​ mar,

pero​​ no​​ estamos​​ aquí​​ para​​ hablar​​ de​​ Herman​​ Melville

o​​ del​​ barco​​ ballenero​​ Pequod

o​​ de​​ Moby​​ Dick,​​ aunque​​ lo​​ parezca.

 

Este​​ poema​​ es​​ una​​ elegía​​ a​​ Jonás,

profeta menor del Corán, de la Biblia, del Tanaj;​​ 

un​​ hombre​​ que​​ fue​​ tragado​​ por​​ el​​ gran​​ pez,

es​​ decir, por​​ el esófago​​ de Dios.

 

¿Y​​ si​​ fue​​ Moby​​ Dick​​ quien​​ se​​ tragó​​ a​​ Jonás

y tuvo que vomitarlo en alguna línea olvidada de Melville?​​ 

Si​​ es así, este poema​​ no​​ es​​ su elegía,

es​​ una​​ falsa​​ promesa​​ que​​ va​​ a​​ parar​​ a​​ los​​ vertederos​​ del​​ lenguaje.

 

Jonás,​​ Melville,​​ Moby​​ Dick,

tres​​ ballenas​​ muertas​​ que giran​​ en​​ el​​ vientre del​​ mar.

 

 

 

 

 

 

 

Testamento marino

 

El hueso que más pesa en el mar es el cráneo de la ballena azul.​​ 

Podríamos decir:

el​​ hueso más​​ denso​​ en​​ el​​ mar​​ es​​ la​​ cabeza​​ azulada​​ de​​ un ballenero​​ 

que​​ se​​ ha​​ hundido​​ por​​ la​​ fuerza​​ gravitacional​​ de​​ la​​ ballena.

 

Peso,​​ densidad,

un​​ objeto​​ cae,​​ otro se​​ levanta.

 

Por​​ ejemplo,

una​​ esclusa​​ del galeón​​ desaparecido​​ en​​ los​​ estuarios de​​ Angola

que llevaba cuatrocientos esclavos a la extraña América;

​​ un​​ cañón​​ que saluda a​​ los truenos

y quema el barógrafo de un pesquero francés;​​ 

la​​ hélice que invertía el agua

para​​ hacerla​​ girar​​ en​​ el​​ tímpano​​ de​​ un​​ pulpo​​ ateniense.

 

Un objeto cae, otro se levanta.

 

​​ A​​ simple​​ vista,

el mar es un cielo que se sienta a babor junto a un tonel de vino​​ 

​​ y​​ bebe sin​​ descanso​​ por​​ matanzas y​​ desapariciones.

 

Cuando​​ los​​ corsarios​​ van​​ a​​ hacerse​​ a​​ la​​ mar,

cada​​ uno​​ ya​​ se​​ ha​​ encargado​​ de​​ las​​ armas, la​​ pólvora,

la​​ comida rancia.

 

Un​​ mundo nuevo​​ espera sus​​ arcabuces,

sus​​ máscaras​​ de​​ buceo

que​​ se​​ alimentan​​ del​​ cadáver​​ pálido​​ de​​ Jesús​​ y​​ sus​​ limosnas.

El hueso de cualquier corsario no pesa en el mar,​​ 

pero​​ alcanza a sumergir, con​​ su médula ósea,

 ​​ ​​ ​​​​ la​​ reverberación​​ de las estrellas.

 

 

 

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