Agua grande, poesía venezolana: Héctor Padrón

Leemos, en el marco del dossier Agua grande, poesía venezolana, algunos textos del poeta, ensayista y académico Héctor Padrón (Caracas, 1980). En 2017 ganó el Premio Nacional de Poesía Gustavo Pereira.

 

 

 

 

 

 

Héctor Padrón​​ (Caracas, 1980)​​ es poeta, ensayista y profesor universitario. Investigador de las literaturas nacidas de las regiones de Venezuela, destacan sus trabajos acerca de la mitología y la poesía de los pueblos indígenas venezolanos. En 2015 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca por​​ El sol invisible, ensayo acerca de la literatura oral indígena del pueblo pemón de la Gran Sabana. En 2017 ganó el Premio Nacional de Poesía Gustavo Pereira. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Antonio Salvado 2023, en Portugal.

 

 

 

 

 

 

 

 

***

 

 

 

 

Lejanía

 

—Muy alto está el cielo...​​ 

¿Cómo se cura tanta lejanía?

 

—Cierra los ojos.

 

Imagina​​ 

que caminas lento

hasta el lugar de la sombra...​​ 

allí, bajo el ramaje del yabo.

Mira lo verde, aquella rama que se mece...

ahí donde se posa el cardenalito igual que un sol maduro,​​ 

siente la escritura en el fuego de su plumaje, su rojo espíritu,

la desnudez de su pequeño corazón como semilla,

el revoloteo de su ojo infinito cual celaje

que se va hasta lo alto del azul y se pierde...

 

Ahora abre los ojos y siente...

 

  una nube toca tu cara.

 

 

 

 

 

 

 

 

El cielo

 

…en aquellos tiempos los gallos,

para cazar venados, le pegaban candela al monte,

de ahí les viene ese color rojo de sus caras

y sus crestas tan coloradas.​​ 

 

Creencia ancestral del pueblo Pemón

 

Por querer parecernos​​ 

a estas luces nos sentamos cada tarde

en el lugar donde habita un río.

 

Allí hemos de esperar hasta ver bajar a las aguas de la montaña,

     de la nube,

     de la sombra de más allá.

 

Y un gran gallo de colorada cresta es el cielo que nos observa.

Picoteando el viento.

Cantando sobre las astillas de la tarde.

Lavando el azul de sus alas en aguas de sol.

 

Este gran gallo de cresta tan colorada​​ 

con el pico gira una rueca celeste para que bajen los hilos del tiempo…

es entonces cuando unas hebras, purísimas, hasta el río llegan

y se tejen como un sombrero sobre el cristal extraño de las aguas.

 

A la orilla del río se ve pasar lento a este gran gallo de colorada cresta.

Su corazón puntual.​​ 

Palpitar inexorable su pecho oscurecido.

Con sus patas anaranjadas,

buscando va los latidos del mundo,​​ 

escarba en lo oscuro de la noche que comienza a nacer,

y a quien le mira el tornasol de las plumas, le atraviesa el pecho con su espuela púrpura.

Por eso lo miramos cuando no nos ve,

no sea que nos lleve sobre su cresta tan colorada hasta más allá de aquellas nubes.

 

He soñado nuevamente con un caballo.

 

Le he visto como lámpara pura

que se atreve a romper la oscuridad.

 

Por mi mano ha transcurrido el fulgor de sus crines

donde parece refugiarse la noche.

 

Caballo nube

Caballo sombra

Caballo misterio de la frágil persistencia de los sueños,

vienes desde todos los tiempos a ocultarte

     en el presente que se escurre entre mis ojos.

 

¿Qué quieres decirme cuando entre la espesura de verdes y ponientes

asciendes hasta los bordones del trueno?

 

Parece que quieres ser como el crepúsculo que se esconde entre el boscaje:

 

   

aquella mansa belleza que hace callar al mundo.

 

 

¿Cuáles soledades te vieron nacer, salir de los brillantes ramajes de la noche rompiendo el temblor del silencio, despertando a los gallos para llegar hasta aquí, al paraje de mi sueño con un furor de luciérnagas desbordado en el cuenco abierto de tu pecho?

 

¿De cuáles constelaciones brotó el ardimiento de tus belfos?

 

Quieres que vaya tras de ti a perseguir quién sabe cuáles encantamientos,

y sé que por tu sola estampa de aroma radiante se avivarán las formas del cielo

y se vestirán con el color de los juncales rendidos ante el sol.

 

Es así como alejarás la grisura de las tristes lloviznas,

cuando arrequintes los hilos de sol que hasta el pozo de mis manos​​ 

      cada noche bajan a tejer algún​​ 

río que lleve en sus labios el amanecer.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bajo la sombra del árbol luciérnaga

 

Tengo una ventana de agua para mirar hacia las soledades.

 

Esta tierra de árboles nocturnos es mi casa.

En sus paredes dibujo agujas de sol, pues de estas lluvias están hechas mis manos.

 

Pájaro de barro es mi corazón...​​ 

sabe que una ternura le espera dormida unas nubes más abajo.

 

Este es mi señorío trepidante, donde ningún asombro me es ajeno,

donde conozco al pequeño monte de arrayanes que abraza el atardecer, y sé que no es nostalgia caminando por la piel, o acaso goteo de tiempo sobre lo callado de la brisa.

 

Desde aquí acaricio la luz de los jaguares en medio de la noche, viajantes de soles que me muestran los caminos hasta las distancias donde titila el árbol luciérnaga.

 

En estas tibias latitudes tengo espejos escondidos detrás de las cascadas, allí donde duerme el Curupirá y en silencio el relámpago parpadea.

 

Llevo en el corazón​​ 

las lunas que iluminaron a los semerucales dormidos sobre la espalda del mundo.

 

En mi piel truena el tambor que despierta a la lluvia en mitad de la neblina.

 

Con estas manos amaso en barro la silueta de mis dioses,​​ 

y cada noche, dentro de los sueños,​​ 

bajo este árbol iluminado,​​ 

aquieto las tormentas con mi danza de fuegos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Y sin embargo el alma

 

… y es así como suele suceder

que hay tardes en las que se tiene

   entre las manos un recuerdo,

   una silueta hundida en la moldura de la añoranza.

 

Allí, arropadito, entre el cuenco que forman las manos al juntarse,

un amasijo de albura asido como pequeño pájaro

entre la tibieza de dos palmas.

 

Y es así como sientes el calor de su plumaje,

su cuerpo diminuto, frágil, palpitante,

color veloz del alma queriendo escapar como soplo hacia la boca del monte.

 

Y es así como uno se pone a dibujar en el aire

pequeños bucares, caobos… patios salpicados con trinitarias

   hiladas de casas azules que dejaron de estar en este tiempo,

     ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ barro y madera que ya no puede tocarse…

      

 

Y sin embargo el alma… ahora metidita toda en este aleteo apresado.​​ 

   ¿Dónde se me habrá quedado aquella tarde, aquel beso,

      ​​​​   aquel lloviznar sobre la tierra?

 

 

Y ahora solo esto…​​ 

un plumaje tibio entre las palmas para remediar un poquito el desabrigo.

 

 

 

 

 

 

 

Y sin embargo el alma

 

… y es así como suele suceder

que hay tardes en las que se tiene

   entre las manos un recuerdo,

   una silueta hundida en la moldura de la añoranza.

 

Allí, arropadito, entre el cuenco que forman las manos al juntarse,

un amasijo de albura asido como pequeño pájaro

entre la tibieza de dos palmas.

Y es así como sientes el calor de su plumaje,

su cuerpo diminuto, frágil, palpitante,

color veloz del alma queriendo escapar como soplo hacia la boca del monte.

Y es así como uno se pone a dibujar en el aire

pequeños bucares, caobos… patios salpicados con buganvilias​​ 

   hiladas de casas azules que dejaron de estar en este tiempo,

     ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ barro y madera que ya no puede tocarse…

Y sin embargo el alma… ahora metidita toda en este aleteo apresado.​​ 

   ¿Dónde se me habrá quedado aquella tarde, aquel beso,

      ​​​​   aquel lloviznar sobre la tierra?

Y ahora solo esto…​​ 

un plumaje tibio entre las palmas para remediar un poquito el desabrigo.

 

 

 

 

 

 

 

Buganvilias

 

En los sueños​​ la lluvia se escucha igual que el sosegado corazón de los difuntos. Cuando llueve en los sueños vemos a quienes se han ido como tapados entre brumas, entre ramajes de sauces llorones. Como cocuyos que nos iluminan envueltos por la niebla. Y quien se alimenta de imágenes no se le ocurre otra cosa que ofrendarles palabras, pero los difuntos saben que las palabras no pueden detener a la lluvia, las palabras que sobre la tierra escribimos guardan silencio, se hunden en la piel del tremedal, dan la espalda y se van para siempre al fondo de los sueños. Por eso es necesario, al despertar, tomar un manojo de buganvilias y lanzar sus pétalos al viento, para que al volar salpiquen de violeta los aires donde ahora se encuentran nuestros espíritus.

 

 

 

 

 

 

 

 

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