Al escribir, se desmonta lo que te golpeó, lo que te conmovió. Se repiensan los mecanismos…
Diana Ospina Obando ha construido una obra literaria que interroga, sin concesiones, las heridas visibles e invisibles de Colombia. Con una prosa que se mueve entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre la ternura y la crudeza, ha publicado cuentos y novelas que no solo ficcionan la historia personal, sino que dialogan intensamente con la historia colectiva. Autora de Pasajeros en tránsito (2017), Parece que Dios hubiera muerto (2021) y la reciente Sonido seco (2023), Ospina es también una aguda observadora del lenguaje audiovisual. Por más de dos décadas ha ejercido la crítica cinematográfica en medios como Arcadia, Kinetoscopio y El Malpensante, y entre 2018 y 2023 codirigió la revista de cine Cero en conducta, uno de los espacios más rigurosos y reflexivos del medio. Su trabajo trasciende el plano literario para abrazar también el compromiso pedagógico: ha desarrollado proyectos narrativos dirigidos a niñas, niños y jóvenes, abordando temas complejos como el conflicto armado, los acuerdos de paz y la memoria histórica, con una claridad ética que no simplifica ni suaviza la realidad. Parte de esta labor se ha plasmado en libros como La Aldea, De otra manera, Guerra a voces y varios guiones de novelas gráficas producidas para la Comisión de la Verdad.
En Sonido seco, una pistola desencadena no solo una intriga familiar sino también una radiografía simbólica del país. ¿Cuándo supo que esa arma debía ser el centro gravitacional de la novela?
Supe que esa imagen —una mujer que, tras una explosión, descubre que un desconocido le ha introducido un arma en su abrigo— era el punto de partida de una historia desde que la imaginé, hace muchos años, mientras caminaba a mi casa. Viví en los 90 en Bogotá, con la amenaza del narcoterrorismo decidido a doblegar al gobierno atacando sin piedad a la población civil. Viví varias bombas de cerca. Sumar la idea de un arma, finalmente, no es muy exótico. Me parecía que esa situación inesperada tenía que interpelar a la protagonista y hacerla hacerse preguntas que, hasta entonces, había obviado sobre su historia familiar.
–¿Cómo se negocia el tono entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre la anécdota íntima y el trauma nacional, sin caer en el panfleto ni en el efectismo?
Es difícil encontrar a un colombiano que no tenga una anécdota personal marcada por eso que podemos llamar trauma nacional. A veces ni siquiera hay conciencia de esa unión. No es claro. “A mí nunca me ha pasado nada”, dicen, y basta hurgar un poco, hacer ciertas preguntas, y empieza a surgir una historia familiar que se desconocía o no se había hecho consciente. Creo que en mi escritura busco que emerja esa herida común, pero así, casi de manera natural, sin mostrar el tamaño que tiene, sin que los personajes reflexionen mucho sobre ella, porque está naturalizada, casi que hace parte del paisaje al que nos acostumbramos a ver.
–La novela explora lo que no se dice en las familias. ¿Siente que la literatura colombiana aún tiene cuentas pendientes con el silencio como estructura narrativa?
No sé si hay deudas pendientes, pero que es un tema, lo es. El silencio, lo que no se dice, lo que se oculta, aparece en las obras de Pilar Quintana, María Antonia León, Orlando Echeverri Benedetti, Felipe Martínez, Antonio Ungar, José Zuleta Ortiz, Francisco Montaña, Paola Guevara, Martín Franco, por citar solo algunos autores colombianos contemporáneos. No creo que sea un tema exclusivamente nuestro, sino algo universal. Muchas veces se deja que el silencio se asiente para mantener ciertos equilibrios frágiles sobre todo en las familias.
–¿Qué lecturas —literarias o cinematográficas— alimentaron la atmósfera de Sonido seco?
Creo que una influencia clara son los road movies, este género que habla de viajes que transforman a sus personajes. En ese sentido, Thelma y Louise, la cinta clásica de Ridley Scott con dos mujeres que viajan y también llevan una pistola, puede verse como un referente, así también lo han señalado cierros lectores. Quisiera poder citar una lista más larga de películas icónicas de mujeres viajando por carretera, me parece triste que no sea el caso y que la referencia que primero nos llegue a la cabeza sea una película de los 90. Aparte de eso, siempre tengo presente el suspenso, la estructura de thriller, en ese sentido Hitchcock es alguien en quien pienso seguido. En cuanto a literatura, sin dificultad puedo hacer una lista muy larga de novelas y autobiografías que hablan de familias disfuncionales o tocadas por un evento particular, por ejemplo, como Nada se opone a la noche de Delphine Vigan, o Parte de la felicidad de Dolores Gil. Son lecturas que me han nutrido mucho sobre cómo mirar a una familia desde muchos ángulos. Ya hablando de estructura durante el proceso de escritura estuve revisando lo que logra Chimananda Ngozi Adichie en Americanah en cuanto a mezclar pasado y presente.
–En una sociedad marcada por la violencia, ¿cree que la ficción puede ofrecer formas más duraderas de verdad que los discursos institucionales?
La verdad es algo difícil de definir. ¿Quién o qué tiene la verdad? Y más inquietante aún: ¿necesitamos siempre saberla? Esto último lo pienso sobre todo en las historias personales, no en lo que ha vivido un país, y es un tema central en Sonido seco. La ficción, creo, permite navegar la historia común de un país y acercarla al lector mostrándole distintas voces, puntos de vista, vivencias, de una manera más humana en donde la empatía o el entendimiento pueda surgir de manera más fácil.
–¿Cómo se transforma la mirada cuando se escribe ficción y cuando se ejerce la crítica cinematográfica? ¿Hay una que le pese más a la hora de escribir?
Si algo me ha dado la crítica cinematográfica es el deseo de trascender la sensación inicial. Para dar un ejemplo personal más o menos reciente, puedo contar lo que me sucedió cuando vi El otro hijo, de Juan Sebastián Quebrada. La vi y me dije: “Lo quiero todo”. Quiero entrevistar al director para entender su impulso creativo; quiero, también, escribir una crítica extensa sobre ella.
Al escribir, se desmonta lo que te golpeó, lo que te conmovió. Se repiensan los mecanismos, se repasan en la mente las imágenes, y ese proceso me parece fundamental a la hora de escribir. Mientras escribo, pienso en eso: en la imagen que estoy creando con palabras, en qué deseo que habite al lector, hacia dónde quiero llevarlo y cómo puedo hacerlo.
En ese sentido, ambas miradas —la del análisis y la de la ficción— son complementarias y, en mi caso, se nutren mutuamente.
–Usted ha codirigido una revista de cine y ha participado en foros de crítica. ¿Qué le sigue pidiendo hoy al cine colombiano que aún no ha entregado?
Nos falta una Y tu mamá también de Cuarón, una Amores perros de González Iñárritu, una Nueve reinas de Bielinsky o una El secreto de sus ojos de Campanella, es decir, esa película que logra ser un éxito de taquilla, de crítica, y que conecta con el público de cualquier país.
No faltará quien diga que eso ya fue La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera, pero me gustaría poder citar un título que no fuera de inicios de los 90´s, como ese. Las películas mexicanas y argentinas que mencioné son solo algunos ejemplos —podría seguir sin problema—; en Colombia la tengo difícil, no porque no haya buenas películas en los últimos años, sino porque, sobre todo, no muchos las han visto.
Los mexicanos y argentinos se quejan, lo sé, pero el divorcio que experimenta el público con el cine colombiano es particularmente doloroso. Ojalá llegue pronto una película que nos lleve masivamente a las salas.
–¿Qué vínculos encuentra entre su trabajo literario y los relatos gráficos que ha guionado para la Comisión de la Verdad? ¿La forma determina el alcance del testimonio?
Nunca me formé para hacer guiones; el trabajo con ilustradores ha sido de las experiencias más enriquecedoras que he vivido, y me acercó al guion cinematográfico —siendo, claro, otra cosa. Disfruté mucho cómo momentos escritos fueron traducidos en imágenes que sacaban el texto de sí mismo y aportaban información adicional. Siento que es un formato accesible a diferentes tipos de lectores. El vínculo que veo es el mismo: cómo quiero acercar una idea, un concepto, a un lector.
Los guiones también fueron adaptados a animación, y he visto que eso les ha dado un alcance mucho mayor que el que puede tener un documento más completo, pero también más largo y técnico, elaborado por la Comisión.
–Sus libros para niños y jóvenes no rehúyen temas complejos. ¿Cómo se construye una pedagogía narrativa que no subestime la inteligencia emocional del lector joven?
Siempre he creído que la literatura —y también el cine— nos permiten acercarnos a temas muy diversos; es decir, que podemos contar historias complejas. Si uno lee con atención Hansel y Gretel, hay ahí una idea brutal: unos niños abandonados por sus padres en el bosque. Es la materialización de casi cualquier espanto infantil.
Desde hace años hay una tendencia a creer que es importante no exponer ni a niños, ni a jóvenes, a nada que los pueda perturbar, cosa, además, muy difícil de establecer.Yo pienso que, al contrario, esos son los espacios donde podemos ver nuestros miedos y temores de otra forma, en un lugar seguro que nos permite reflexionar.
Creo que las historias pueden escribirse con diferentes capas de profundidad, y que cada lector —según su edad y capacidad interpretativa— podrá acceder a una de esas capas.
–¿Qué heridas ha logrado procesar —como escritora, como ciudadana— a través de su narrativa? ¿Hay algunas que prefiere mantener abiertas?
Creo que muchas. En Parece que Dios hubiera muerto, sin duda, abrí una puerta que había estado muy cerrada: la del duelo y el lugar que ocupa en mi vida. Preferí hacer ficción en lugar de autobiografía justamente para poder ir más hondo y no quedarme limitada por mis propios dolores.
En mi segunda novela, a los silencios familiares y al duelo sumé esas pequeñas violencias que tendemos a normalizar en las relaciones: en la pareja, entre hermanos. Siento que crecer en un país como Colombia nos deja con una herida abierta, tan grande que muchas veces nos impide ver otras más pequeñas —pero no por eso sanadas— que también están ahí. Todo esto ha sido muy sanador para mí, no porque la herida se cierre sino porque, a veces, basta con reconocer que existe para sentirse mejor y poder, por lo menos, hacer algo al respecto.
–¿Qué implica escribir sobre Colombia sin convertir al país en un cliché literario? ¿Cómo se desafía la exotización interna y externa del conflicto?
Creo que mis libros son colombianos, sin duda, por su lenguaje y por ciertas escenas que retrato. Sin embargo, no hablo del conflicto directamente, sino que este aparece de forma tangencial. Un retén militar en Parece que Dios hubiera muerto, por ejemplo; algo más directo en Sonido seco, pero tampoco es el eje. Los personajes no se están haciendo preguntas sobre el conflicto, sino sobre sus familias y lo que no se dice.
En ese sentido, escribo sobre esa violencia que se ha vuelto prácticamente un telón de fondo, un ruido al que nos hemos acostumbrado -como las bombas del narcoterrorismo en los 90- y que, a veces, opaca otras cosas.
–En su trayectoria, la figura femenina ha sido central. ¿Cómo concibe la agencia de las mujeres en sus historias más allá de los roles familiares o de víctimas?
En mis novelas las protagonistas son mujeres, y en ambos casos hay una reflexión sobre los roles que ocupan en la sociedad y en la familia. Me ha interesado retratar esas generaciones que pasaron de ser amas de casa a profesionales en un tiempo relativamente corto. Un cambio social que podía verse incluso en una misma familia, entre madre e hija, y que muchas veces fue injusto con esas mujeres que sostuvieron estructuras internas de la casa, sacrificando mucho, pero casi invisibles para los demás.
Además de eso, me interesa cómo esos logros y avances siguen estando acompañados de relaciones afectivas desiguales, donde las mujeres —sin darse cuenta, porque no es una violencia explícita— toleran o se acostumbran a comportamientos que les hacen daño. Violencias que, vale decir, también afectan a los hombres, aunque de otra manera: en la necesidad de asumir ciertos roles o expectativas.Esa violencia aceptada o camuflada está muy presente en Sonido seco, donde también exploro la importancia de las amigas en la vida de una mujer. Creo que en mi novela hago un llamado a convertirnos en protagonistas de nuestra vida y no contentarnos con los roles secundarios que muchas veces interpretamos sin darnos cuenta.
–¿Qué ha cambiado —o qué ha aprendido— entre la publicación de Parece que Dios hubiera muerto y Sonido seco?
Parece que Dios hubiera muerto fue como lanzarme al agua: decirme “quiero escribir una novela” —algo que deseaba desde hace años— y encontrar finalmente el tiempo y la disposición para hacerlo. Fue permitirme ir más allá del cuento, que era el universo que había explorado hasta entonces. Me encantó vivir dentro de una historia.
Sonido seco, que vino después, fue escribir acompañada: contar con la presencia de Alejandra Algorta, mi editora, no sentirme sola. También fue un desafío en términos de disciplina. En ambas historias exploré lo que quise, y me permití jugar con las estructuras narrativas.
Aprendí también que publicar no cura las inseguridades. Da un alivio, sí, pero es necesario seguir negociando con los demonios internos.
–¿Qué papel juega el humor en su escritura? ¿Puede ser también una forma de resistencia frente a lo devastador?
Me encanta el humor y me considero una persona divertida. Me gustan los juegos de palabras y admiro profundamente a quienes logran introducir elementos humorísticos en sus relatos. No siempre es fácil conseguir ese equilibrio.
En Colombia —y en América Latina en general— el humor ha sido necesario para reírnos de nuestras tragedias nacionales. Sí creo que es una forma de resistencia. Siempre busco introducir algún momento, un instante, en que el humor aparezca y nos recuerde que lo necesitamos.
–Muchos autores evitan el compromiso político directo. Usted, en cambio, lo asume con claridad. ¿Cuáles son los riesgos y las libertades de esa decisión?
No creo que yo asuma con claridad un compromiso político, o depende de cómo se entienda eso. No me enfrasco en peleas en redes sociales ni posteo cosas en apoyo particular a una causa o a un partido. Creo en la necesidad de dejar de ser maniqueos, en el sentido de creer que hay buenos y malos, en la importancia de escuchar al otro y sus opiniones, y en la posibilidad de poder coexistir en el desacuerdo. Esto último ha sido mi punta de lanza en mi trabajo como docente y en lo que he hecho en pedagogía. En un país donde hemos normalizado que el que piensa distinto es un enemigo que debe desaparecer, y en un momento histórico donde las redes acrecientan y profundizan la polarización, ese llamado a convivir, a ponerse en el lugar del otro, a mirar los distintos ángulos —sin, claro, jamás apoyar las injusticias o la discriminación— me parece clave.
–En la FIL UJAT 2025, leyó fragmentos de su obra ante un público continental. ¿Qué preguntas o comentarios la sorprendieron en ese contexto internacional?
Participar en la FIL UJAT me ha parecido un regalo desde distintos puntos de vista. No me esperaba un evento tan variado, con tanta participación de invitados y de público. La oportunidad de compartir con colegas de otros países —y en particular con tantos poetas increíbles— me ha parecido enriquecedora en todos los sentidos, al igual que el acercamiento a otros lectores. Me sorprende lo que muchos fatalistas sobre la salud de la lectura no alcanzan a ver: se sigue leyendo, los libros y las palabras siguen congregando personas, abriendo diálogos y discusiones. Y que tengamos una lengua compartida entre países tan parecidos y tan distintos es una maravilla y una enorme riqueza.
–¿Hay un lector ideal al que piensa cuando escribe, o más bien intenta ignorarlo para no condicionarse?
Creo que muchas veces pienso en un lector que se parece a mí. Es decir, intento escribir una historia que me gustaría leer, que me parecería interesante, que me acoja, me envuelva.
–¿Qué libro o película reciente le ha dado esa sacudida que usted misma busca provocar en sus lectores?
Recientemente me sacudió mucho Triste tigre de Neige Sinno. Me lo leí de un tirón porque sabía que era un libro demasiado duro, y si lo dejaba a la mitad me iba a tomar días poder retomarlo. El tema es el abuso sexual que la autora sufrió por parte de su padrastro durante años, pero lo que ella hace con ese material es una reflexión enorme y compleja: busca ponerse en el lugar del abusador, mostrar sus motivaciones y endebles justificaciones, cuestiona a la sociedad que la rodeó y revisa cómo se ha tratado esta problemática a través del tiempo tanto en la prensa, en el comentario casual y desde la literatura. No es solo un testimonio: es un ejercicio radical de pensamiento.
En cuanto al cine, me conmovió profundamente la sencillez y profundidad de Flow, de Gints Zilbalodis. Lo mismo sentí con Memorias de un caracol, de Adam Elliot, realizada además en stop motion, toda una oda a la paciencia y al detalle. Me impresionó su capacidad de entrar en un drama muy oscuro sin dejar de permitir la entrada de la luz.
Bird, de Andrea Arnold, está sin duda entre lo mejor que he visto este año. Me conmueve profundamente la manera en que esta directora británica construye personajes juveniles: con ternura, brutalidad y verdad.
No sé si logro provocar algo medianamente cercano a lo que producen estos títulos que acabo de mencionar. Si alguna vez lo consigo, sería un gran logro.
–Ha escrito crítica en medios como Arcadia y El Malpensante, y también participa del sistema de clasificación de películas en Colombia. ¿Cómo se compatibiliza la sensibilidad artística con el deber institucional de fijar límites de edad para las obras?
Desde que ocupo este cargo, en enero de este año, no dejo de decirme que es un trabajo soñado. Ver tantas películas y pensar en su impacto es una tarea que me toma en serio desde mi experiencia como espectadora, pero también como docente de adolescentes. Me gusta pensar que en lugar de imponer, acompañamos: no somos un comité de censura, sino una instancia que busca orientar.
–¿Ha habido alguna película cuya clasificación le generara un dilema ético o estético particularmente difícil? ¿Qué pesó más en la decisión final?
Sí, hay películas que me hacen dudar: ¿es demasiado fuerte o no?, ¿qué implica mostrar esto a ciertas edades? En esos casos, recurro a mi experiencia con adolescentes, pienso en cómo podría trabajarse esa película en un aula. Otras veces me parecen más complejas no por lo gráfico, sino por los valores que promueven o por la manera en que intentan manipular emocionalmente al espectador. Pero insisto: no somos un comité de censura. Esa inquietud tiene que contenerse y yo debo atenerme a los criterios que orientan la clasificación.
–Como crítica, ¿cuáles son los criterios fundamentales que usa para leer una película más allá de su trama? ¿Qué busca que permanezca cuando se apagan las luces?
Como lo señalas, la trama es uno de los elementos, pero ni siquiera el más importante. Es la historia, sí, pero también —y sobre todo— el cómo se cuenta. En el cine, eso se logra a través de las imágenes. La trama de Lost in Translation de Sofía Coppola, por ejemplo, se cuenta en cuatro líneas. Lo que permanece es lo otro: las atmósferas, los silencios, la manera en que capta cómo se siente una depresión profunda sin que nadie hable de ello. En la recientemente estrenada Bird, de Andrea Arnold, que mencioné en otra respuesta, algunas de las escenas más bellas son simplemente el padre cantando con sus amigos. Es la actuación, la química, lo que comunica más allá de las palabras y te habita cuando las luces se apagan. Puede que con el tiempo olvides la trama, pero no lo que te produjo ver esa película.
–La crítica de cine ha cambiado con los formatos digitales y las redes. ¿Siente que se ha perdido profundidad o, por el contrario, que ahora hay más espacio para voces nuevas y necesarias?
Creo que efectivamente hay más espacio para que surjan voces nuevas. Sin embargo, también creo que el comentario rápido ha sustituido muchas veces a la reflexión más reposada. Un "me gustó" o "no me gustó" no es una crítica, aunque puede ser un punto de partida. Lo complicado es cuando se cree que eso basta. Ojalá sigan existiendo esfuerzos por escribir textos de mayor aliento que incluso puedan disfrutarse sin haber visto la película. La crítica no es solo una guía de consumo, es también una forma de pensamiento y de encuentro.
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Esperanza de vida
El timbre del teléfono rompió abruptamente el silencio que reinaba en la estación. El hombre observó el aparato con curiosidad. ¿A quién llamarían a un teléfono público? Miró a su alrededor, solo estaba él esperando el metro que lo lleva, como todos los días, a Coney Island donde vende tiquetes y se adormece oyendo girar al Ciclón y escuchando el crepitar de las palomitas de maíz. Así lo ha hecho durante los últimos quince años; ya ni siquiera la supuesta alegría del parque lo entusiasma, no lo sorprenden más los gordos exuberantes que engullen perros calientes y practican el tiro al blanco, ni las rubias que se ríen por todo y se dejan meter la mano fácil, ni los latinos que juegan frisbi en la playa, en invierno y en verano, frente a los edificios de ladrillo viejo y ventanas sucias.
Al día siguiente el teléfono volvió a repicar. El sonido inesperado lo sacó del marasmo en el que trascurren sus horas. Estuvo tentado a contestar pero se contuvo. La sorpresa inicial fue sustituida por un sentimiento nuevo, difuso, cuando al otro día, y al otro y al siguiente, la escena se repitió isin modificación alguna, como una obra que se presentara puntual en un mismo escenario; nada cambiaba, ni la soledad de la estación (¿en Nueva York?), ni su pantalón gastado y su camisa de cuadros. No podía ser casualidad. Lo pensó una y otra vez siempre acunado por el traqueteo del Ciclón. No se lo dijo a nadie, igual tampoco tenía amigos. ¿Y si la llamada fuera para él? La idea empezó a anidar con fuerza en su espíritu. No parecía haber otra explicación posible. Un mensaje personal para ese inmigrante solitario que lleva ya más de quince años viviendo en un país que no le gusta pero que le da el dinero necesario para mantener a una madre anciana por allá en el trópico, en un país que tampoco recuerda, que se ha diluido a pesar de que cada domingo se coma una bandeja paisa en Jackson Heigths.
Sí, sí, tiene que ser para él, un milagro, un inescrutable designio divino o tal vez, menos celestial pero no por eso menos deseable, la vecina voluptuosa que solía hacerle guiños a espaldas del marido. Se para y camina hacia el teléfono decidido a contestar. Quiere demorar el instante de la revelación que cree definitiva, trascendental. Está seguro de que su vida será diferente, nueva, renovada, quizás hasta tenga un sentido, piensa presa del delirio. Se toma su tiempo para tomar el auricular, como quien recibe un bebé recién nacido, y lo lleva hasta su oído, expectante, ansioso. “Hi”- dice por costumbre- “No, perdón, Aló”, musita, “Aló, hola”.
Y espera con paciencia, una paciencia adquirida durante quince desolados años, a que algo o alguien se materialice al otro lado de la línea.
La casa del terror
Cuentan que a algunos pueblos y sólo a ciertas ciudades llega, a veces, una ciudad de hierro que posee una atracción especial: una casa del terror única en su género. Sus métodos son mucho más efectivos que los de la competencia.
En ella no hay proyecciones fantasmales danzando, ni extraños sonidos de cadenas. Mucho menos muchachos de turno disfrazados de sanguinarios asesinos, persiguiendo a los incautos espectadores con falsas sierras eléctricas.
En esta casa del terror, por el contrario, quien ha decidido aventurarse solo por sus oscuros corredores deberá enfrentarse con intrincados y oscuros temores. De las paredes apenas visibles surgen manos de desconocidos deseosas de tocar, de tocarte. No parecen querer asustarte, sólo buscan acariciar. En ocasiones empiezan con el rostro y entonces es fácil aun que mantengas la calma. Delicadas manos te alisan el pelo, te rozan la mejilla. Una que otra comenzará a aventurarse más abajo a medida que avanzas extrañada porque tal vez, y sólo tal vez, no entiendes bien lo que está pasando. ¿Cuándo se iniciarán los alaridos, las luces rojas, las imitaciones de cementerios baratos?, te preguntas alarmada. Para entonces alguna mano –aparecen por todas partes- te tocará el pecho.
Un momento después avanzas y sientes que otra se desliza por la espalda, quizá demasiado abajo. Sobresalto. Parecen multiplicarse. Cuando crees percibir que se acercan de manera peligrosa a tu sexo, el sorpresivo encuentro con lo que parece un cuerpo desnudo que se escabulle entre las penumbras te paraliza. ¿Y ahora qué? No sabes si continuar o no. Regresar, más que imposible, se te antoja ridículo. Tienes una risa nerviosa. Tomas valor y continúas.
El segundo encuentro con otro cuerpo lo ignoras con parsimonia. El tercero parece más largo. Inquietante.
El cuarto consigue hacerte sentir un lento y continuo escalofrío. Para cuando te das cuenta, ya tú también deseas. ¿A qué o a quién? No lo sabes con certeza. No hay tiempo para pensar. Crees vislumbrar una pequeña luz al fondo justo cuando una boca desconocida se acerca a la tuya. Sí, se acerca y te besa. Es un beso profundo, diferente, prolongado. Saliva, escalofríos, temor. Al final, quedas sola, percibes a lo lejos la luz de la salida. Tú no estás segura de querer irte. Caminas y te sientes abandonada y triste. Nada tiene sentido. Inquieta, angustiada, quisieras preguntar algo en la taquilla, pero la señora gorda te mira con cara de pocos amigos. Otros, los que aún no ingresan, sonríen inocentes frente a la puerta de la casa.
Entonces te vas, te vas rápido. Asustada, te alejas. Fue un sueño, fue mentira. No pasó. Intentas reír. No quieres recordar. Ya casi consigues no pensar más. No sentir tanto miedo, tanto horror, porque todo fue muy extraño, muy dulce, muy oscuro y misterioso. Casi, casi… como el amor.
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Ernesto González Barnert (Temuco, Chile, 1978) es poeta, gestor cultural y cineasta documentalista. Autor de Playlist, Venado tuerto y Trabajos de luz sobre el agua, entre otros libros, su obra ha sido distinguida con el Premio Pablo Neruda (2018), el Premio Nacional a la Mejor Obra Inédita del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile (2014), el Premio Nacional Eduardo Anguita (2009) y el Premio de Honor Pablo Neruda de la Universidad de Valparaíso (2007). Además, ha recibido el Premio de Poesía Infantil de las Bibliotecas de Providencia (2023), la Mención Honorífica en el Concurso Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press (2020) y menciones en el Concurso Nacional de Poesía Joven Armando Rubio (2003) y los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Ilustre Municipalidad de Santiago (2005).
Licenciado en Cine Documental por la UAHC y Diplomado en Estética del Cine por la Escuela de Cine de Chile, ha trabajado en la creación y realización ejecutiva de las series de televisión Obturaciones y Letras Migrantes.
Actualmente se desempeña como gestor cultural en la Fundación Pablo Neruda, donde impulsa la difusión de la vida y obra del poeta, así como de la poesía hispanoamericana, mediante entrevistas, talleres, encuentros, presentaciones y edición de libros. Reside en Santiago de Chile.