Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) es una de las narradoras con mayor prestigio y presencia en el país. Ha sido merecedora de distintos reconocimientos que han legitimado su trabajo de creación: el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, el Premio Nacional Juan Vicente Melo, etc., además de haber publicado en algunos de los sellos editoriales más prestigiosos de México. Por ello, cuando mi amigo, el poeta Omar Pimienta, me habló maravillas de ella, lo supuse normal.
Normal, entre otras cosas, más allá de la calidad de su trabajo, porque me parece que los escritores nacidos en los años sesenta imprimen hoy vitalidad a nuestra literatura, lo mismo en narrativa que en poesía. Y podríamos recordar a algunos de los narradores más destacados de México en la actualidad: Mario Bellatin (1960), David Toscana (1961), Mario González Suárez (1964), Cristina Rivera Garza (1964), Jorge Volpi (1968), etc. O poetas como María Baranda (1961), Roxana Elvridge-Thomas (1964), Jorge Fernández Granados (1965) o Mario Bojórquez (1968), por ejemplo.
La muerte me da, la novela más reciente de Cristina Rivera Garza, se inscribe, por así decirlo, en una doble tradición. Primero, en la de la narrativa policíaca que ha ganado gran cantidad de adeptos en los últimos años. Baste recordar novelas en donde la detección es un poderoso gancho para el público: El miedo a los animales de Enrique Serna o Partitura para mujer muerta de Vicente Alfonso, publicada recientemente con gran éxito. Y segundo, quizá en la tradición de la literatura de violencia, una tendencia asociada de algún modo a la narrativa de la frontera y que es frecuentada por novelistas y cuentistas de todas las generaciones.
En cualquier caso, La muerte me da es una novela muy particular, experimental de cierta forma, fragmentaria, discontinua. Sin duda un reto para el lector. Una novela poco convencional que fue publicada en 2007 bajo el sello de TusQuets y que relata la investigación en torno a una serie de asesinatos a hombres, asesinatos con dos peculiaridades. Una: todos los cadáveres fueron castrados. Dos: los cuerpos están acompañados por los enigmáticos versos de la poeta de culto Argentina Alejandra Pizarnik.
Una detective sin muchas luces es la encargada de las labores de detección. Su principal sospechosa es la mujer que encontró al primer cadáver. Su nombre: Cristina Rivera Garza, una escritora que se convierte inmediatamente en posible responsable, en presunta asesina. En el mundo de La muerte me da, todos entran en la máxima tensión. Los asesinatos seriales generan una atmósfera irrespirable, el miedo es atroz. En medio de todo ello está la poesía de Pizarnik. ¿Por qué aparecen los cuerpos castrados? ¿Por qué la poesía de Pizarnik? ¿Quién cometió esos crímenes? En torno a estas preguntas discurre la novela.
Esta narrativa podría llegar a definirse como “caleidoscópica”. Me parece que estamos frente una novela fractal: conviven distintas voces narrativas, se alterna un narrador extradiegético u omnisciente tradicional, extradiegético objetivo, narradores personajes; la focalización es múltiple, centrada en distintos sujetos. Además, variadas formas textuales conviven para construir el relato: ensayos de corte académico escritos por la profesora Cristina Rivera Garza, un poemario (alejado de los códigos de la poesía) de la misteriosísima Anne-Marie Bianco (editado por Bonovos y el Tecnológico de Monterrey en 2007), una presentación del editor y poeta Santiago Matías, cartas signadas por múltiples e inciertos heterónimos y por supuesto, la narración “tradicional”. Por si fuera poco, la ruptura de la equivalencia entre fábula e intriga, es decir, entre el orden lógico causal de la diégesis, cronológico, y la manera en que las acciones se nos muestran en el discurso. En resumidas cuentas: una temporalidad que encuentra, cosa rarísima me parece, su grado cero en el futuro, en la vejez de Valerio, el ayudante de la detective. Por todo lo anterior, la novela se vuelve un tejido de máxima complejidad que logra potenciar el efecto de lo ambiguo: terreno fértil para una novela de detección.
Quizá una de las mayores virtudes de La muerte me da es su apego a la metaficción. No sólo aparece el autor ficcionalizado, Cristina Rivera Garza como personaje, sino que se establece una suerte de paralelismo entre el análisis “académico” de la prosa de Pizarnik con el propio estilo de la novela. Se nos ofrece así, una especie de poética:
Alejada de la linealidad que suele asociarse con la narrativa y fuera también del campo de influencia de la anécdota, la prosa pizarnikiana corta con frecuencia los hilos del significado del lenguaje a través de líneas o párrafos que toman la forma de fragmentos. (…) Se trata de la mente lúcida e inmisericorde, que ya en 1963 se planteaba las relaciones entre la poesía y la prosa como un problema de cercos (…) Se trata, pues, de una escritura que problematiza un hacer material que no sólo atañe al entre sino también al intra que junta pero no funde géneros literarios de carácter propio (…) Así, en tanto ejercicio de otredad, la prosa pizarnikiana corteja, con todas las herramientas en su haber, la “posibilidad de enlazarse a lo de afuera”: la desmesura de un texto sin yo. (Rivera Garza, 2007: 184-187).
Y así, en realidad, es esta novela, me parece.
Hay, en La muerte me da, un tempo narrativo lento. La fluidez no sobresale, al contrario. Se nos propone un ritmo entrecortado, de difícil acceso incluso. Un ritmo que pareciera reflexiona todo el tiempo, un ritmo que duda, que vacila, que ha perdido sus certezas.
Este, creo, es precisamente el objetivo de la novela: la incertidumbre. Todo apunta a la construcción de la incertidumbre. El tema, por ejemplo. Alguien podría llegar a suponer que la castración alude, pensando en cierta construcción simbólica, la ruptura del orden, la pérdida de una imagen de mundo, la caída de las certidumbres. Continuando la idea, todo en la novela apuntaría a esta emergencia de lo incierto: el tema, el ritmo, el estilo. La incertidumbre, pues, como el símbolo estético detrás de la novela. Una hipótesis.
Me gusta en esta novela el lugar que tiene la poesía. Un lugar esencial, no en la literatura, sino en la vida real, en lo fáctico. La poesía, que nos acecha, que nos estremece a momentos, que nos hace peligrar.
La muerte me da es una novela en la que la cooperación del lector es axial. Por tanto, como todo texto, esta novela, tras su lectura, lo mismo puede producir fascinación, desilusión o asombro. Saludo el reto que nos propone su escritora.