Un cuento de Marina Porcelli

Mariana Porcelli

Presentamos a continuación un cuento de la narradora argentina Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978). Ha merecido, entre otros reconocimientos, el 1° Premio Interamericano de Cuento Fund. Avon 2006. Fue elegida para participar del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica en México (2010).

 

Crónica de un lugar muerto

 

  

Cuatro

 

Ahora la botella vuelve a rodar entre los asientos, vuelve a desplazarse a medida que el bus entra y sale de las curvas, arrastrando mientras gira su sonido monótono de vidrio que oscila, que empieza de nuevo tan apagado al chocar contra algún borde metálico. Hace un momento, nada más, la mujer se colocó el echarpe sobre los hombros. Ahora, separando las manos de la tela, ha cerrado los dedos sobre el cordón de la cortinita abierta y el brazo ha quedado colgando, incómodo, así. Como prefiere no enfrentar la luna que desnivela su reflejo en el vidrio, se limita a torcer la cara y apoyar la mejilla. El contacto frío no la inquieta. Ella sigue oyendo ese rumor perpetuado, un continuo ir y venir que parece desgastar el aire tajado por las ventanillas y que sólo dejará de oírse, y que ella sola dejará de oírlo, cuando el bus se encauce en la última bajada de la montaña, llegue más adelante a un pueblo de ruta y se detenga, por segunda vez desde que empezó el viaje.

Hace un momento, también, un llanto ha comenzado detrás del asiento de la mujer del echarpe. Desgranándose con la alteración de cada curva, el llanto de la vieja intenta desafiar la violencia del paisaje. La mujer del echarpe ya no quiere mirarla. Está hundida en el asiento, con los dedos duros de frío, los ojos cerrados. Que deje de llorar, por favor, es lo que piensa. Que la hará llorar a ella también. Si por lo menos se animara a hablar con el muchacho recostado en el asiento paralelo al de ella, porque todos los demás parecen dormir hamacados por el vaivén del ómnibus, en tanto la botella continúa con su movimiento, cerrándolo sobre sí mismo, con su sonido perturbador. Por eso la parada llegará como una especie de alivio. Allá lejos, no bien el bus alcance la bajada amplia de la montaña y se interne a través del valle desplegado de golpe, se descubrirán las luces lúgubres de un pueblo. Una hilera de tiendas frágilmente levantadas que ofrecerán sus mesas, chicos que se acercarán a ellos con pequeñas bolsas llenas de coca-cola o baldes de fruta. El chofer, entonces, encenderá las luces del pasillo. Las cabezas se asomarán entre los asientos, despertándose. Alguien preguntará dónde estamos y la pregunta quedará en el aire, sin respuesta. Este lugar está cargado de muerte, va a pensarla mujer del echarpe. Con lentitud se pondrá de pie y bajará despacio. Como si equívocamente se liberara, por última vez desde que empezó el viaje. 

 

Uno

Tal vez, si el color de la tarde de Coroico no hubiera sido tan claro, al punto de mostrar el pueblo como cubierto de cal, o si el chillido de los pájaros, arriba, no la hubiera perseguido al bajar por la calle de Los Rosales hasta el número 27, la mujer, en vez de miedo, habría sentido la ansiedad de volver a ver a su hermano. La cara de la muchacha, aparecida en la puerta del caserón de inquilinato, tampoco consiguió calmarla. La chica tenía los ojos muy pintados, de un violeta profundo hacia los costados de las cejas, como si dos alas de mariposas se le hubieran incrustado sobre los párpados. Leandro le había escrito acerca de esa chica llamada Julia, de la que la mujer conocía ahora el sonido ronco de la voz, bajo en la soledad de la tarde, y su modo extravagante de ponerse maquillaje. No se saludaron. El aliento de la muchacha rozó con aspereza la cara de la mujer cuando dijo que Leandro ya le había anunciado que vendría. Después, con un gesto que al comienzo resultó indeciso, le pidió que la siguiera.

Atravesaron un patio de baldosas sucias. Junto a la pared del fondo, un perro negro husmeaba un pañal. A unos metros de la pileta de lavar la ropa, un charco de agua se derramaba bajo los caños. La muchacha se había detenido frente a la única puerta abierta y ahora de nuevo comenzaba a hablar. Pero esta vez, aquello levemente intuido al no ver de inmediato a Leandro, aquello que armonizaba perversamente con el patio, y sobre todo, con ese pájaro de pechera blanca que había planeado con suavidad sobre las baldosas, que había dado uno, dos saltos, y se inclinaba sobre el agua sucia; aquello se fue plasmando en la voz de la muchacha hasta cobrar forma.

—Está muerto, Vera —dijo por fin.

Y su cara fue severa de golpe, su mirada muy tiesa.

La palabra muerto había quedado ahí, entre las dos, palabra que terminó de desencadenar el miedo de la mujer y le provocó la situación absurda de quedarse de pie, sin moverse, con un gesto asustado, inútil.

Ya dentro de la habitación, la mujer continuaba inmóvil. Sus ojos evitaban las sábanas con el cuerpo tendido. Se desplazaron, en cambio, sobre los pedazos de un espejo roto junto a las botellas de cerveza en el piso, sobre la ropa revuelta a un lado, la pipa de tubo angosto y largo con olor a marihuana. Y durante un segundo, también, sobre algo que la mujer, ahora, no quiso volver a mirar. En la ventana, sin embargo, había descubierto la luna que fue trepando al cielo del atardecer hasta quedarse quieta. Había leído el cartel junto al marco,

 

figura tiawanaku, mujer desnuda en movimiento,

aunque rígida en su esplendor salvaje, símbolo

ominoso, casa de sueños,

 

y había sentido, por la oscuridad cargada sobre la silueta de Julia en la silla, que estaba presenciando un ritual privado al que ella no pertenecía. Por eso no quiso acercarse a la cama. Era mejor estar así, como muerta ella también, con la garganta seca, la mejilla marcada apenas por haberse apoyado sobre el alambre tejido de la ventana, los dedos manchándose de óxido, que aceptar lo que se mostraba con mayor nitidez ahora. La verdad de esa chica fumando en silencio, el olor a encierro, a grasa y a marihuana, mezclado con el chillido de los pájaros aturdiéndolas desde el techo. Y la mano de Leandro. Abandonada con descuido a un costado del cuerpo. Imposible acercase a un cuerpo así. Lánguido y agotado de muerte. La mujer no había querido arrimarse a la cama, se acercó, sin embargo, y dio dos pasos. Pero sólo alcanzó a observar esa mano que no se parecía en nada a la otra, la mano de antes. La chica no levantó la cabeza al oírla salir. No dijo nada. Y la mujer tampoco se animó a volver la cara.

Una hora después, la mujer se estremeció. El dedo de un soldado había tocado su hombro desnudo. Un gesto gratuito, aunque deliberado. El hombre estaba de pie frente a ella, con la garibaldina desabrochada por el calor, sobre la única calle de empedrado que hacía de plataforma en Coroico. Él miró hacia un lado, hacia el ómnibus lechero destartalado y verde con cartel de “La Paz”, y después le habló a la mujer.

—A dónde va, amiga —dijo, no lo preguntó.

La planilla se aplastaba bajo su axila. Por un segundo, la mujer creyó que no iba a devolverle el pasaporte y sin embargo, el hombre acabó de estirar el brazo y se lo alcanzó.

—A La Paz —contestó ella.

Aunque daba lo mismo, ¿a qué otro lugar podía irse dentro de ese ómnibus? Viajar de Buenos Aires al norte de La Paz para ver a su hermano. Llegar a Coroico durante la tarde y ese mismo atardecer bajar nuevamente a la ciudad, como si no supiera a dónde ir. O mejor: como si diera lo mismo, realmente, a dónde ir.

—A qué —dijo el soldado, con cierto aire de fastidio, y después agregó—, mucha gente se llega a la ciudad para esta época.

La mujer hizo un gesto. Murmuró rápidamente la palabra vacaciones mientras guardaba el documento en la cartera. En la planilla, quedó su nombre estampado, la fecha y una pequeña firma: Vera Balmoros, 5 de abril. Y esa madrugada, veinticuatro horas cumplidas desde la muerte de Leandro, ella estará como fugándose, mucho más tranquila que ahora, metida en el fondo de un ómnibus que dará toda una vuelta por el este, antes de llegar a la ciudad. El rumor esmerilado de la botella habrá comenzado. También se oirán los ruidos de un hombre que masca tabaco, junto a la vieja, sentados detrás de Vera, mientras el bus se va internando entre las montañas salvajes, monstruosamente reales por la oscuridad de la noche. Entonces de nuevo ella pensará esto es absurdo. ¿Qué le quedaba ahora? Una carrera hecha a los apurones. El recuerdo de un hombre y de una relación que no había funcionado. Un hermano muerto. Algo que Vera había sentido como el refugio último que no iba a desarmarse y que se partía ahora para dejarla sola, lejos de todo lo que supo o creyó que podía sostenerla. Por eso lo único que necesitaba era irse. Separarse rápidamente del soldado y caminar hasta el chofer del ómnibus que, de pie frente a la baulera abierta, va a entregarle un boleto a “La Paz”. 

 

 

Dos

 

Llegarían a las seis de la mañana, fue todo lo que le dijo el chofer, sin mirarla. Vera, recostada contra la ventanilla, observaba la escena que se desarrollaba abajo. Un hombre de bigotes blancos, con los zapatos destrozados, discutía con el conductor. Sus manos se aferraban a una canasta para impedir que la guardara. Un grupo de gallinas se apretujaba dentro, ordenadas en ronda y sujetas por elásticos, los cuellos trepidaban como hojas secas al fuego. Los dos hombres se quedaron tensos, uno frente a otro, la canasta al medio. Después, el ómnibus tembló levemente cuando el chofer cerró la baulera. Vera se alisó el pelo con el canto de la mano. Un muchacho pasó por el pasillo buscando su número de asiento y, detrás, entró el hombre de bigotes blancos.

—Se me van a morir —dijo señalando la baulera.

Le contestó en aimara una vieja diminuta, sentada junto a él. El muchacho volvió por el pasillo y se acomodó cerca de Vera. Por lo menos estoy sola en el asiento, pensó entonces la mujer. Estiró las piernas y reclinó el cuello, con los ojos fijos en la ventanilla. Ya habían dejado atrás las calles de tierra y el bus daba tumbos bajo la caldera amarilla del cielo, sulfurada por la fuerza del atardecer. En cualquier momento, aparecerán los ranchos más espaciados, de madera podrida y una sola habitación. Una nena tirará de las riendas de un caballo que se habrá empacado en un corral, y una fila de chicos caminará bordeando la línea de la ruta, cargando sobre las espaldas atados de ramas. No levantarán la mirada cuando el ómnibus pase a su lado. Tampoco hablarán entre ellos. No harán siquiera el gesto de girar la cara.

 

 

Tres

 

Ahora la botella se ha desprendido y ha comenzado a girar. Las luces internas del ómnibus están completamente apagadas. La ladera de la montaña, semejante aun murallón insondable, parece extenderse con cada curva. Dentro del silencio absoluto, sólo el zumbido del motor se oye en el paisaje, trayendo consigo el murmullo en aimara de la vieja detrás de Vera, entretejido con la masticación de tabaco del hombre de bigotes blancos. Todo se mantendrá de este modo un rato más todavía.

Las cosas seguirán así hasta que la luz de la linterna cruce brutalmente los ojos de Vera, la saque de sus pensamientos, y la obligue a mirar, junto con los demás pasajeros, lo que sucede afuera. Pero cuando todo haya terminado, y el bus recupere su movimiento monótono, la vieja que ahora está hablando en aimara tendrá los ojos turbios, desorientados, y su único gesto será el de contraerse sobre sí misma, apretando los párpados con miedo, hasta que su llanto corte el aire asfixiante del ómnibus. Entonces la botella volverá a rodar incansablemente y Vera, paralizada en su asiento, pedirá, como si rezara, que por favor deje de llorar.

Mientras tanto, Vera tiene el echarpe sobre las rodillas. Sus ojos esquivan su cara en el vidrio. Se siente agitada frente a la ladera y frente al esbozo de nubes, arriba, que pronto se abrirán mostrando la luna,

 

mujer desnuda en movimiento, diosa causante de

muertes repentinas,

 

pero para Vera, el frío cuerno de la luna, un dibujo intacto cristalizando en el hueco de una ventana, que recuerda la muerte de su hermano.

—Documentación, amiga.

La luz de la linterna la trasladó nuevamente a la realidad del ómnibus. Se habían detenido y a pesar de que Vera quedó enceguecida un momento, logró distinguir, detrás de la luz, los ojos de un soldado joven y las señas para que le entregara el pasaporte. El soldado sonrió al devolvérselo.

Con la cara pegada al vidrio —el vidrio empañado a unos centímetros de ella le indicó que la vieja también seguía los movimientos de afuera—, Vera vio al hombre de bigotes blancos de pie contra uno de los lados del bus. Vio que estiraba el brazo y alcanzaba el documento. Otro soldado, mientras tanto, había dejado la luz de la linterna clavada sobre el hombre. La línea amarilla empapaba la cabeza descubierta del campesino, mostraba el pelo más adherido a la cara. Después, la linterna describió un ángulo y quedó plantada sobre el papel. El hombre dio un paso hacia la luz. Una de las figuras puso el arma en alto, inmediatamente gritaron al chofer que siguiera, y el bus hizo el primer movimiento de arranque.

Y a medida que el ómnibus reinicie su marcha, la figura del campesino conducido a través de los pastizales, con los bajos de los pantalones seguramente mojados, la espalda recortada por el círculo desprendido de la linterna y todas las demás figuras se irán adelgazando hasta que la imagen quede guillotinada de golpe, con la primera curva. El muchacho, junto a Vera, ya se habrá persignado y luego estará muy quieto, como si temiera moverse. Nadie más se moverá. A excepción de la vieja, cuyo único gesto de mujer cansada, pero aún viva, será el de cerrar los ojos y volver a abrirlos cuando su llanto irrumpa gradualmente la oscuridad del ómnibus.

 

 

Cinco

 

La vieja detrás de ella ha dejado de llorar, la botella ha interrumpido su rumor perpetuado y el ómnibus, después de la bajada de la montaña, se ha detenido en un pueblo de ruta, como si hiciera una pausa. Ha refrescado. Vera, ya con el echarpe sobre los hombros, descubre, aún desde el bus, las luces mortecinas de los toldos. Sólo quiere bajarse y fumar un cigarrillo, tranquilizarse como sea a pesar del lugar.

Nadie ha dicho dónde se han detenido. Pero caminando hacia los chicos que ofrecen pollo frito y panes de maíz, Vera respira liberada del sonido de la botella. Por fin. Con un vaso de leche caliente entre las manos, elige una de las mesas más alejadas de la luz. Siente, y es la primera vez que lo siente desde que salió de Buenos Aires, una suerte de tregua con la vida que la atropella. Es por el amparo que le da el toldo. La luz tenue que la separa del campo y de las montañas abiertas al vacío y al miedo. En el horizonte, una franja clara al final del cielo muestra que está por amanecer. Pronto, entonces, el ómnibus llegará a La Paz y después ella. Ella no sabe qué va a hacer después. No sabe todavía a dónde ir. Pero ese pequeño remanso improvisado debajo del toldo, con el vapor de la leche acariciándole la cara y el calor del vaso entibiándole el cuerpo, casi la obligan a evitar cualquier pensamiento.

Entonces Vera se adormece, respira tranquila y se adormece.

El sonido del motor la despierta. Por un momento, las cosas adquieren la consistencia de las cenizas frías. Una muchacha, a unos metros, está colocando los bancos sobre las mesas y un chico la ayuda con los restos de comida. Ya de pie, Vera sigue con la mirada el ómnibus que trepará por las subidas más próximas. Ella no hace, sin embargo, un gesto. No intenta siquiera correr tras él.

El cartel de La ruidosa se sacude dos veces por el viento helado. Vera ha mirado nuevamente las mesas antes de levantar los ojos al cielo. La franja sobre el horizonte se fue ensanchando por la luz traída del amanecer.

Con la cabeza baja, ahora, la mujer del echarpe está caminando al ras de la ruta. Camina, como si fuera tragada por el lugar.

  

 

 

 Datos vitales

Marina Porcelli (Buenos Aires, Argentina, 1978). Cursó estudios de Historia en la UBA, y actualmente colabora con el Suplemento Laberinto de México. Dirigió la revista literaria Lanzallamas (Buenos Aires, 2003); fue becaria del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires, 2004-2005). Sus relatos y trabajos ensayísticos aparecieron en diversas antologías y revistas internacionales (La máquina del tiempo, Buenos Aires; The Barcelona Review, España; El cuentero, Cuba, etc.). De la noche rota, su primer libro de cuentos, fue publicado en 2009 por la Universidad de La Plata. Varios de sus relatos dentro y fuera de ese volumen han sido galardonados en diferentes concursos: Mención del Concurso Jóvenes Narradores 2001 (La Plata, Argentina); 1° Premio Interamericano de Cuento Fund. Avon 2006; Mención Premio Iberoamericano Julio Cortázar 2007 y 2010 (Cuba); Certamen Leopoldo Marechal 2008 (Argentina); Mención de Honor del Premio Crepúsculo 2009 (Argentina). Este 2010, además, Marina Porcelli fue elegida para participar del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica en México.

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