Presentamos un poema inédito de Juan Domingo Argüelles (Chetumal, 1958). Es editor y escribe también ensayo literario. Sin su labor crítica sería casi impensable tener una imagen de la poesía de la poesía mexicana contemporánea. En 1995 mereció el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. Su poemario más reciente es Pero no odas (2011). Es autor de la Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica hasta nuestros días (Océano, 2012).
Elogio de los poetas muertos
¿Qué país sobrelleva a gusto a sus poetas?
A sus poetas vivos, quiero decir, pues a los muertos,
ya sabemos que no hay país que no adore a los suyos.
LUIS CERNUDA
Todos los poetas muertos en olor de prestigio
son modelos dignísimos, incorruptibles, inmortales.
Su magnitud no tiene par; no tiene par su utilidad.
Honran a la patria y la patria se honra con ellos.
Se les erigen monumentos y sus nombres se escriben
con el fulgor del oro en imponentes y solemnes muros.
Los poetas muertos se dejan manejar,
son dóciles al tacto, no ofrecen resistencia,
y son utilizados sin el menor reparo,
con toda conveniencia, por presidentes,
diputados, senadores, secretarios de Estado,
ministros y otros probos funcionarios
que hasta dicen, a veces (de dientes para fuera),
que se saben sus poemas de memoria
porque fueron sus guías de lo que ahora son,
y porque la política, que es noble, como la poesía,
nos enseña a ser grandes en los altos ideales
y transforma el espíritu y enriquece
nuestra profunda sensibilidad.
Los poetas vivos, en cambio, cómo fastidian,
cómo quitan el tiempo, cómo irritan e incordian.
No hay ya quien los aguante. Ojalá no estuvieran.
Muertos serían aptos para poner sus nombres
en latones dorados y así honrar a la patria
que bien los honraría en discursos de sabios presidentes
y sabios diputados y sabios senadores
y sabios funcionarios resabidos
que revelan que siempre los tuvieron por guías
y que por ellos son lo que ahora son.
Si no fuera por los poetas muertos,
los discursos políticos estarían tan fríos como un fiambre,
pues gracias a las citas oportunas de esos poetas muertos
los discursos se encienden, se calientan
y luego resplandecen y estallan plenos y vigorosos
y nos llenan de júbilo hasta hacernos llorar.
¡Oh, feliz maravilla de la resurrección!
Si no se mueren pronto por la patria los bardos
(sanos y rozagantes, lozanos y pletóricos)
habrá que escabecharse a un par de ellos
o sugerirles cortésmente que contraigan
alguna enfermedad, de esas fulminantes,
al grado de que mueran como pollos
y como pollos cuelguen el pescuezo.
Mas no sería digno que por su propia mano se nos vayan,
pues esto está mal visto. Lo mejor es, sin duda,
que se mueran de hambre: esto aporta más tela
para la confección de los discursos, y permite mostrar
que ante la adversidad no se arrugaron.
Hasta el elogio fúnebre sonaría mejor.
Ojo, señores diputados, ojo, señores senadores
del amarillo, del naranja, del verde y el azul y el tricolor,
un asunto tan grave merece que lo atiendan:
sobre esta cosa seria de los poetas muertos
estaría muy bien ya legislar:
que al menos haya un muerto cada año,
ahora que tan escasos estamos de figuras,
y ahora que los discursos echan mano de cifras
y casi no de citas, del cálculo egoísta
y no del verso ardiente. Si seguimos así,
señores del estrado, ¿a dónde diablos vamos a parar?