¿Qué “sí” de la poesía mexicana reciente?

Fut

En esta nueva entrega de Combate, Alí Calderón lee la poesía mexicana de los nacidos entre 1965 y 1985 y trata de responder a la pregunta ¿qué poetas resultan de imprescindible lectura? Este texto sirve como epílogo a la muestra de 24 poetas mexicanos preparada por Mario Meléndez.

         *

La tradición literaria, contrario a lo que pudiera pensarse, es distinta y aún opuesta al concepto de canon. La primera tiene que ver más con el cúmulo de motivos, procedimientos estilísticos y efectos conseguidos a lo largo de la historia de una literatura nacional o de la historia de la literatura de una lengua. Es una continua conquista estética, un paradigma de medios expresivos.  El segundo es, más bien, el resultado de una manera de entender y escribir poesía. El canon es producto de la tensión que se establece entre los distintos medios de la legitimación de la literatura (becas, premios, publicación en sellos prestigiosos, proximidad al poder político o cultural, etc.). La historia de una poesía nacional es la historia de las relaciones entre la tradición literaria y el canon.

         Góngora podría servirnos de ejemplo para dar cuenta de lo anterior. El cordobés cultivó (apelando al conjunto de medios expresivos que le otorgaba su tradición) distintos lenguajes literarios, diversos registros: el manierismo de raigambre petrarquista en sonetos de gran lirismo, un barroco de angustiosa y sobria expresión (“A una rosa”), el romance y su gusto popular y aún un barroquismo deliciosamente desmesurado y experimental en “La fábula de Polifemo y Galatea”, por ejemplo. Era un grandísimo poeta, sin duda. Sin embargo, según Arnulfo Herrera,

 

el triunfo definitivo de la poesía culta se logró en 1616 cuando el Homero Español ganó un certamen para consagrar la capilla de Nuestra Señora del Sagrario en la imperial Toledo. Tal vez estuvo arreglado por fray Hortensio Félix Paravicino, amigo y discípulo del poeta, lo cierto es que las fiestas habían sido patrocinadas por el cardenal Sandoval y Rojas, tío del duque de Lerma, el valido de Felipe III y el más poderoso de los hombres en ese momento. Góngora se encontraba en el punto más álgido de su carrera literaria y en plena campaña política, medrando para obtener un cargo palaciego.

 

Es decir, los usuales procedimientos de legitimación trabajaron a favor del poeta. Esta operación se repite una y otra vez en nuestras tradiciones hispánicas y seguramente en cualquier otra.

         En México, el asunto es particularmente interesante: un país de caudillos en lo político ha generado un país de caudillos en lo cultural. Quienes sean más eficaces en el manejo de la real politik del campo literario habrán de dominarlo a pesar de que su quehacer estético sea incluso mediocre. Eso es lo de menos.

         Octavio Paz domeñó la escena mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Sus momentos más perfectos y rotundos, más logrados como poeta, son Semillas para un himno y La estación violenta, ambos escritos hacia mediados de siglo. Ya en los años sesenta (¿acaso por convivir con una mujer más joven?), Paz abraza decididamente la poética de la ruptura, de la innovación, del experimento. Tal es el criterio, incluso, que pretende constituir Poesía en Movimiento, una antología de poesía mexicana a todas luces inconsistente pero que se volvió canónica, palabra final. A partir de ese 1966, fecha de publicación de la antología, la poética de la ruptura se ha perpetuado como la más prestigiosa, la más deseable, la más conveniente y, por supuesto, la más políticamente correcta ante los ojos de las instituciones oficiales. La innovación, la trasgresión estética, paradójicamente, está ligada muchas veces al status quo, a la conformación de una suerte de “clase poética” que tiene acceso no sólo al reconocimiento del medio sino indiscriminadamente (a través de la clientela que representa la amistad o el magisterio) a los recursos públicos. Evidentemente, muchos poetas que escriben su obra en México, a pesar de desarrollarse a la sombra de esta poética y gozar de gran prestigio, no han logrado consolidar una obra remarcable.

         La tensión que existe o parece existir entre la poética del riesgo y una poética del “decoro”, en el sentido horaciano del término (el aptum retórico), es uno de los puntos de referencia cuando se alude la poesía joven o de las últimas promociones en México.

         La estética del “riesgo” ha quedado asentada de manera más o menos clara en el volumen Divino tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana de Luis Felipe Fabre, una especie de hermana menor de la antología El manantial latente. Ambas señalan una manera de leer la poesía mexicana:  la suponen “conservadora”, poco arriesgada[1] (¡como si el mero experimento asegurara la literariedad!). Según Fabre, parafraseando lo que ha dicho espléndidamente -y quizá no en el mismo contexto- Heriberto Yépez en su ensayo “Muerte crítica de la poesía en México”, el poema conservador mexicano es: “solemne, formalmente impecable, aséptico, apolítico, pretendidamente atemporal y sublime, tradicional con uno que otro detalle moderno: bellísimas aves surcando el éter”[2]. La solución que ofrece Fabre ante tan terrible panorama es la “latinoamericanización” de la poesía mexicana, es decir, la imitación y, en el mejor de los casos, el contacto con ciertas estéticas acaso de moda en Sudamérica. ¿Remedio? ¿Puerta falsa? En cualquier caso, un camino respetable.

         A pesar de que, parafraseando a Eliot, existen ciclos literarios: épocas que se prestan más a la experimentación y otras más propicias para la capitalización y asentamiento de lo explorado, debe decirse que lo verdaderamente importante en materia de poesía es la construcción de un eficaz vehículo expresivo. Y efectivamente, la única moral del escritor (como dijera el propio Paz), quizá la única poética a la que debiera alinearse, es escribir bien, lograr los efectos deseados: ejercer el quehacer de manera reflexiva. A final de cuentas, más allá de los procedimientos formales empleados, creo, con Dámaso Alonso, el mayor crítico de poesía en español durante el siglo XX, que “el fin último de la literatura moderna es la emoción”.

 

         **

Sin duda alguna, los tres mejores libros de la tradición lírica mexicana en los últimos veinticinco años, sus puntos más altos, son Cuadernos contra el ángel de Efraín Bartolomé (1950), Los hábitos de la ceniza de Jorge Fernández Granados (1965) y Diván de Mouraria de Mario Bojórquez (1968). Autores de referencia imprescindible para entender el desarrollo de la poesía mexicana actual.

         De entre los poetas nacidos en los años sesenta me parecen de necesaria búsqueda y lectura Roxana Elvridge-Thomas (1964) y Jeremías Marquines (1968), siempre poetas consistentes. Otro miembro de esa generación que me parece muy interesante es José Homero (1968). La poesía de José Homero nos ofrece un cierto tono pop que supera el concepto “conversacional” que incluso nos resulta algo anacrónico. Ese tono en que se advierte oficio y conciencia del lenguaje (a través del empleo de distintas isofonías), que alterna la contracultura y la elegancia de expresión, logra su clímax cuando entra en juego el neobarroco:

 

Que tu cuerpo fuera verde

brillante pop de los pimientos y los jalapeños

telas mary quant

                        de papayas malangas chirimoyas

Que tu cuerpo floreciera

tuviera olanes en el cuello como lirios

             clámide fragancia de alhelíes zurciera

   y en borbotones

rosetón de llagas abriérase

Que piel y simiente se mezclaran

                       fueran moles fueran caldos

               ardiente estigia donde flotan

         hidrópicos cadáveres de chayotes y setas sílfides.

Que tu cáscara dejara

libres tus nervios y de tus nervios

                           y esa raíz amarga que son tus venas

un dulce zumo a los labios inundara.

Que tus piernas

en odoríferos leños convirtiéranse

en laurel tu cabello en romero tus pestañas

que tus dientes

fueran ajo

    que todo tú achiote fueras

           para convertir nuestra muerte

en maquillaje

                       bello espléndido colorido

cuerpo embadurnado al ocaso

Que te encontraras

          expuesto a las miradas

en estos días de mercado

cuando jóvenes ancianos niños y mujeres

a precaverse acuden de sus muertos

y entre todos con todos

      nos sabemos

Que pudiéramos comerte

Que tus deseos tus pensamientos tus malas ondas

alimentaran nuestros huesos

que algo de ti quedara

flotando en el caldo agrio

               de las esclusas

            Que no murieras.

 

Entre los poetas nacidos en los años setenta me parece que hay varios particularmente destacables. Uno de ellos es Sergio Briceño (1970). Su poesía es sumamente atractiva porque se advierte en ella una pretensión dionisiaca, de embriaguez. En su expresión encontramos un cierto gusto a barroco, una dulzura intrincada, espinosa, que dota al poema de donaire:

 

Crístoris

 

Coronado de púas,

entreabierto y salino,

aguarda como astilla

en la carne,

como alubia de nervios

 

Lo tocas y es guinda

su dolor

 

La punta de tu lengua

lo electriza

aunque al frotarlo

es néctar lo que suda

 

Crucificado allí,

tallado en el relieve

de unos labios

los groseros lo increpan,

le ensartan el acero de una pica

o lo lamen nerviosos

como se lame el dulce o las heridas

 

Trepado en el madero

de los muslos

espera tu saliva

o tu desprecio

 

Es rojo

 

Es mínimo

 

Es el hijo

de Dios.

 

Balam Rodrigo (1974) ha creado un discurso totalmente barroco, un universo verbal que agobia al yo lírico con sus juegos melódicos, sus cambios de ritmo, su música pedregosa, sus contrapuntos. La inventiva léxica, la norma técnica, el empleo del neologismo, nos entregan poemas que efectivamente generan un extrañamiento, condición esencial de la calidad literaria:

 

Rumiar con los belfos prestados de la bestia el hábito lunar que gangrena nuestras horas, nuestro cuerpo despojo de amaranto en la ribera, hierba impasible del que gime y del que verba: Crotalarias bajo mi lengua, hormigas lluvio sobre la ceiba, untada espina la del aire en las heridas que me agrietan.

 

Rogelio Guedea (1974) es uno de los imprescindibles de esta generación.  Uno de sus momentos mejores como poeta es el libro Senos, sones y otros huapanguitos, en donde trabajó de manera muy emotiva el discurso amoroso. Muchos otros registros nutren su obra y recientemente se ha observado en él cierto afán experimental en donde logra lo literario gracias a la celeridad del tempo narrativo, la capacidad sintética del poema y sus posibilidades asociativas:

 

Cerezas

 

para traer su testimonio, trayéndolo como arrastrado

lago sin su mirlo,

y vuelto a nacer crecido en pie con su fulgor,

su mano, su quijada, su pájaro cerrado,

otro palito su cuchara lejos

far away pero silente astro que no ves, pie girando alrededor

del astro,

todo arco para empezar del uno al dos del dos

al casi,

juntura de su aroma, remedando al riachuelo de la virgen santa

del pueblo de José,

que se la comía (a mordiscones): Suchitlán, 1996.

un estanque,

una piedra ciega de su traslación,

una palabra que es y otra

que habita su silencio, junto, agazapadamente/

y entonces

(New Zealand, 2006)

comenzar su ligazón: país, mujer,

trenes puentes vías (sic)

y una ventana: asomándose para medir la distancia

del aire de su pie a su pie,

del vuelo de su ojo a su ojo,

de su mano que escribe pie y ojo a su mano que calla reclinada contra

el viento,

su dama:

su vieja estación sin profecías,

again.

 

Dos poetas de quienes me he ocupado en otros momentos y que sin duda son de lo mejor de la poesía joven de México son Álvaro Solís (1974) y Jair Cortés (1977). Solís, echando mano como en nadie en su generación del verso de largo aliento consigue generar un tono de solemnidad y tristeza digno de atención. Cortés, por su parte, ha alcanzado en su poemario Caza los tonos de mayor tensión articulatoria y mayor violencia lingüística de la generación. Son dos registros básicos de la buena poesía mexicana actual.

Otros autores que me parecen de necesaria lectura son Luis Jorge Boone (1977), Omar Piemienta (1978) por su poesía tan próxima a los ideales de la microhistoria, Hernán Bravo (1979) y Oscar de Pablo (1979) por su trabajo de la melodía y la capacidad de alcanzar cierta altura emotiva. Mijail Lamas (1979) es también muy interesante porque trabaja de manera sobresaliente dos registros. Por un lado, una poesía desenfadada, cercana a la ironía, al humor, que apela a las relaciones intertextuales para lograr generar esa vuelta de tuerca, esa  agudeza necesaria en los buenos poemas; por el otro, una poesía en donde el yo lírico se confronta de manera dolorosa:

 

Lo que antes fue desierto aún persiste
y en unas cuantas líneas crees recuperar todo de nuevo,
recuperar aquel paisaje donde el verano cumplía su destrucción inapelable.
Pero hay algo diferente,
las calles que recuerdas tienen zanjas más hondas,
las paredes de las casas tienen grietas como relámpagos de piedra.
Crees que puedes volver a llenarte de polvo los bolsillos,
crees que puedes patear lejos de aquí remordimiento, rabia y rencor
como si de cosa pequeña se tratara.
Crees que puedes volver y una sensación de sequía en tu garganta te sorprende.
Te sorprende también aquella disposición al cariño que justificaba cada golpe,
aquella sensación de no sentirte solo sin creer que dios te vigilaba.
Y pronuncias en voz baja
una blasfemia que solamente a ti te reconforta.
¿O es qué todo lo que has dicho no deja de ser una conjetura
o una ávida reconstrucción de los hechos
o una manera de legitimar una mentira,
porque eres otra presa del olvido
y herido por el sol en el costado,
se han calcinado todos tus recuerdos?
No hay nada,
te cuesta trabajo creer que no hay nada.
Regresas para buscar en ti algo que permanezca
y compruebas que lo único palpable que posees,
ahora que ya es tarde y tienes sueño,
es el cuerpo de una mujer que no puede dormir
y te espera en otro cuarto.
Dejas la pluma que habías tomado para escribir eso que no alcanzas a fijar,
apagas en silencio cada una de la luces de la casa
y el desasosiego no se extingue por completo.

Quisieras continuar pero ya es tarde.

 

Por los distintos medios impresos, las diferentes muestras de poesía y los abundantes blogs, se puede conocer que en el periodo que va de 1965 a 1985 hay con seguridad más de trescientos poetas, quizá muchos más. Aún Fernán González de Eslava, que ya en el siglo XVI escribió que en la Nueva España había más poetas que estiércol, se asombraría ante este número. Sin embargo, ante la buena salud de las vocaciones, no sería descabellado pensar que nuestra tradición tiene más poetas que buenos poemas.

         La última promoción de poetas en México es la de los nacidos en los años ochenta. Es prácticamente imposible conocer la poesía de todos y acaso resulte viable ensayar una radiografía de carácter muy general. Hay tres poetas que me interesan particularmente: Iván Cruz Osorio (1980), por su manejo del epigrama, su precisión y las reinterpretaciones que ha hecho de la poesía social; Carlos Ramírez Vuelvas (1981), por su desbordado lirismo, por su capacidad evocativa, por el río de poesía que es su voz; y Rubén Márquez (1981) que ha publicado un muy buen primer libro, Pleamar en vuelo en donde se observa su obsesión por la construcción de melodías sugerentes por medio de distintas operaciones de metaplasmo como la aliteración, la paronomasia y las mot-valise. Otros poetas que vale la pena seguir son Sergio Ernesto Ríos (1981), Dalí Corona (1982), Audomaro Ernesto (1983), entre otros. Un autor al que debe prestársele atención es Daniel Saldaña Paris (1984). Aunque a veces lo siento ingenuo (como creador y como crítico), incluso muy ingenuo, tiene hechuras de buen poeta, buenos manejos y un oficio creciente. Pareciera que es la nueva promesa de lo que en otro momento llamaríamos el establishment poético. Sus mejores poemas y sus mejores libros están por venir. Samuel Espinosa (1985) es uno de los poetas que tienen mayor capacidad en la generación. Escribe una poesía muy intensa, muy precisa, madura a pesar de su juventud. La gran tensión que se observa en sus poemas es muestra de su calidad:

 

Balada de los Ayes 

[i]

 

“…porque se sostuvo como viendo al Invisible”

Hebreos 11.27

 

Dime Señor cómo se escribe cuando a quien se escribe

es dueño de las voces

del grito del abismo y la palabra primigenia

del más temible monstruo y de la flor

hasta que se marchita

si la firmeza de la piedra está en Tu rostro

y el más grande poeta es simple nada ante Tus ojos

Cómo rescatar la lengua del que llama

del escaldar desnudo de los tiempos

del implacable fogonazo de mirar

la espalda apenas de tu Gloria

Señor

el del nombre impronunciable

el de la voz detrás del trueno

cómo se convence al que de sus primeras lágrimas se desprendieron las estrellas

al que con sólo la mirada pone a hervir los mares

y que a pesar de todo se conmueve en cada brisa desterrada

de la reunión de las aguas

cómo Señor siquiera imaginar

se pueda recorrer uno por uno

tus pasos en el agua y tus silencios

Y cómo no perderse al vuelo y la contemplación

de la sonrisa que no languidece

del lirio que en los valles se reencuentra

Yo no lo sé Señor y sin embargo

nada que no se halle ya perdido se podrá perder

al escribir al aire

o en la arena

o en admirar de frente al que a la vista es invisible

 

El panorama de la poesía joven de México cambia constantemente ya sea porque los poetas dejan de escribir, porque dan el salto de calidad o, naturalmente, por la aparición de nuevas voces. Este texto esboza apenas algunas notas para acompañar la muestra de veinticuatro autores que ha preparado el poeta chileno Mario Meléndez.

 


[1]  Ante la escasez y  falta de rigor en la argumentación y análisis de esta postura, pienso que se trata, ante todo, de un alegato políticamente acomodaticio pues nunca se fundamenta formalmente qué significa el riesgo, en qué consiste, cómo se logra, cuáles son sus valores.

[2]  Son curiosas estas observaciones desprendidas de un apéndice de El manantial latente (y, otra vez, parafraseando una idea de Héctor Carreto en su “Poética”) sobre todo cuando los mismos autores que catalogan la poesía mexicana de conservadora tienen por mayor gurú, según otro apéndice de ese volumen, a David Huerta cuyo mejor poema hasta el momento tiene precisamente las características que repudian. Cito el poema “Amanecer”:

 

Cunde el amanecer:

polvo que tiembla pálido

a la orilla del día,

esplendor indeciso

en los techos profundos,

claridad primordial

y leve incandescencia.

Qué perfección de tenue

laberinto de espejos,

de murmullos, de calles.

La vigilia enarbola

imágenes pausadas.

Amplio respira el mundo

que se ahonda sin límite.

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