Cuadros de Pancho Villa, por Ramírez Vuelvas

Revolución[1]Él poeta y ensayista Carlos Ramírez Vuelvas nos presenta el siguiente texto, interesantísimo, que gira en torno a la figura mítica de Pancho Villa, el robavacas y estrella de cine Doroteo Arango.  Ramírez Vuelvas mereció el Premio Internacional Caja Madrid 2011 de ensayo, que se publicará este mayo de 2011 en Lengua de Trapo.

 

 

Cuadros de Pancho Villa

 

 

I

 

En uno de los bares más sugerentes de El Paso, Texas, hay un cuadro de Pancho Villa pintado al óleo. Está colgado sobre una pared de color anaranjado óxido. El hombretón que ahí aparece en colores claros, es la reconstrucción que una parte de la imaginería popular ha hecho del personaje. Esa imagen es un índice icónico de Pancho Villa (sombrero, caballo, bigote, carrilleras, 30-30); pero ni el fondo, el paisaje de un trópico azulado, penetrado por el amarillo de un sol incandescente; ni la vestimenta, chaparreras beige de cabrito western y guayabera entallada de Mérida, corresponden a las recreaciones más objetivas que la Historia ha legado sobre el general de Los Dorados. Colocado en un bar gringo, frecuentado por mexicanos, el cuadro adquiere una dimensión simbólica: los paisanos se toman una cerveza, miran de reojo al general y se quejan de las desavenencias de la vida cotidiana.

            El 2010 fue año propicio para revisar el centenario de la Revolución Mexicana y el bicentenario de la Independencia del país, a pesar de que los problemas más inmediatos de la sociedad mexicana defenestraron toda posible celebración reflexiva. Las críticas hablan por sí mismas, desde su silencio, en consonancia con las celebraciones nacionales. Se podría decir que centenario y bicentenario pasaron desapercibidos a tal grado que el historiador Enrique Krauze declaró que las festividades del centenario de la Independencia en 1910, con el Porfiriato en agonía y las revueltas de la Revolución como telón de fondo, fueron más relevantes para la vida nacional que los vanos esfuerzos de cien años después.

A finales del año, la Universidad de Colima publicó el libro Una semana con Villa en Canutillo. Regino Hernández Llergo entrevista a Pancho Villa, que Antonio Sierra García y un servidor editamos. Se trata del reportaje histórico que en mayo de 1922 Hernández Llergo realizó sobre Pancho Villa y su Hacienda de Canutillo, en Durango, y que publicó en la primera quincena de junio del mismo año en el periódico El Universal. Villa sería asesinado en junio de 1923 en Parral, Chihuahua. Carlos Monsiváis atribuye que el reportaje de Llergo fue el causante de la muerte de Villa. De ser cierto, la trascendencia del escrito de Hernández Llergo se habría mantenido en los corrillos durante tres años. Mucho tiempo para un texto periodístico que, como se sabe, suele ser la basura del día siguiente. En todo caso es otra hipótesis que se suma al mito del Centauro del Norte.

            Lo cierto es que en 1920 Villa había pactado su rendición con el gobierno de Álvaro Obregón, su acérrimo rival en el campo de batalla. La condición era que le concedieran la Hacienda de Canutillo: un casco en ruinas que el general deseaba desde hacía tiempo. Ahí, Villa, diligente y sabio, comenzó a construir su propia idea de lo que debía ser la revolución: trazó un pueblo para 10 mil personas, construyó la escuela Felipe Ángeles, electrificó el primer cuadro de la población y utilizó la iglesia como tienda popular. Luego se dedicó a dar lecciones de moral y uso de instrumentos para la labranza, la herrería y la ganadería. O eso era lo que Villa le contaba a los medios de comunicación que iban a entrevistarlo, como fue el caso del periodista Regino Hernández Llergo. Ya es conocida la relación del general con los medios de comunicación, relación que hasta la Twenthy Century Fox registró para la posteridad de las imágenes proyectadas en nitrato de plata. Villa estaba consciente que de esa manera construía, auxiliado por los periodistas, un discurso sobre la Revolución. Por eso, cuando Hernández Llergo presentó este cuadro progresista, dicen los expertos, provocó la ira de Plutarco Elías Calles, quien ordenó asesinar al jefe de los Dorados para que no fuera la molestia política que ya era. Además, en ese mismo reportaje, el general se manifestó a favor de Adolfo de la Huerta, y no de la continuidad de Calles. La verdad es que Villa siempre fue una molestia para el poder.

            Para esa época, Hernández Llergo era un mozalbete de no más de 25 años, pero tenía unas ganas tremendas de comerse al mundo de la prensa mexicana. Desde los 13 o 14 años, en su Tabasco natal, había comenzado a publicar periódicos escolares. Allá conoció tres figuras tutoriales que lo formarían en el universo de los medios impresos: su padre, periodista; su padrino (Félix Fulgencio Palavicini, futuro director de El Universal), periodista; y su profesor de escuela, periodista. Llergo estaba destinado al periodismo, de la misma forma que estaba destinado a diseñar impresos que agradaran a lectores masculinos. Por eso fundaría Alarma, Diversión y Sensacional, clásicos del periodismo amarillista y obsceno, con mujeres desnudas en pose provocativa que luego saltarían a la fama: ahí se pueden ver las primeras curvas de Lucía Méndez, de Olga Brinski o de Verónica Castro, por citar a tres destacadas de la farándula que aparecieron en las páginas de las empresas de Hernández Llergo. Los contenidos de Alarma ya pertenecen al imaginario popular mexicano, con cuerpos desmembrados, magulladuras sobre las extremidades, escoriaciones en la piel, cabezas degolladas, todo ilustrado por imágenes en close up, primeros planos y zoom profundos.

Hernández Llergo fue el gran introductor de la fotografía a las planas de la prensa, negocio que aprendió en Los Ángeles, California, cuando trabajó para La Opinión, periódico que aún circula y recuerda con cariño al también fundador de Hoy, Mañana y Siempre, esa trilogía de prensa ideológica moderna en México, que definió a la práctica del periodismo del país como el gran generador de la agenda de la vida política. El negocio de los medios de comunicación no es un negocio económico (que también puede serlo), es sobre todo político; habría dicho Hernández Llergo, que alcanzó un escaño en la Cámara de Diputados como lo había hecho su padrino, Félix Fulgencio Palavicini.

Pero los resultados de cómo se conocieron estos dos revolucionarios, es un segundo cuadro sobre Pancho Villa. La vigencia del reportaje de Llergo no sólo es histórica. Leído desde un plano ideológico simbólico, alcanza otros matices: el lienzo donde se proyectan los propósitos de construcción de un Estado, sobre la base de una de las patologías más complejas y superficiales de México, el machismo en el poder.

 

 

II

 

Cuando Regino Hernández Llergo (el revolucionario de la prensa) se encontró con aquel Pancho Villa (el revolucionario agrario), el resultado fue un bing bang en la historia del país, en un sentido distinto al que apuntó Carlos Monsiváis cuando tildó al periodista de un simple maledicente. Cuando se vieron frente a frente, un periodista político en ciernes con demasiada precocidad, y un influyentísimo general viejo con poco tacto político, algo sucedió en la historia de México, y en la categoría social del mexicano. El encuentro está lleno de extraños simbolismos, como siguiendo el guión de un vaticinio, la predestinación de un avatar. En uno de los momentos más insólitos de la entrevista, Villa dirá que sólo a través de la limpieza (“de quitarse lo mugroso”) México saldría adelante del retraso postergado por el Porfiriato. Más que el hambre o la pobreza, a Villa le molestaba la suciedad. A nivel estético, esa molestia no contradice sus preocupaciones éticas: a pesar de su tremenda debilidad por las bodas (Paco Ignacio Taibo II, en su excelente biografía sobre Villa, le cuenta más de 75 esposas, todas con boda de por medio), la integridad de Villa es probada hasta en su negativa por consumir alcohol y a su preferencia por las ropas de colores claros. De ahí que la gustara que sus mujeres llegaran de blanco al altar.  

Por lo demás, Llergo tiene la suficiente sensibilidad para construir un cuadro básico de lo que sería la figura de Villa en la historia de México, vista desde el futuro con dirección al pasado. Su reportaje se anticipa a la historia de la Revolución, porque es consciente de que la está construyendo. En Llergo, la Revolución es work in progres. Un cuadro que, desde luego, no fue comprendido en el momento. Para Llergo, Pancho Villa era la imagen del patriarca bueno y tolerante que tiene los suficientes bríos para imponer su fuerza sobre cualquier obstáculo. Villa es una fuerza brutal que se enternece al acariciar a un niño. Villa sabe de cualquier área del trabajo, menos del trabajo intelectual, que considera poco serio y enérgico. Llergo construye así la imagen del patriarca soberano, fuerte, bueno, bondadoso, progresista, protector… El icono de un sistema de gobierno pobre en ideología pero desbordante en su poder de seducción.

Ese índice de cualidades habrá calado en la sensibilidad de la sociedad mexicana, ávida de soluciones después de una década convulsa. Llergo no decía nada nuevo sobre Villa. Esa imagen, de alguna forma, ya la habían moldeado otros intelectuales, pero tal vez ningún periodista alcanzó los niveles inmediatos de influencia como los alcanzados por Llergo. Durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, por ejemplo, Llergo fue el periodista más incómodo para el Estado. El caso más conocido de sus actos de burla de la imagen presidencial, fue la creación de la revista Rotofoto donde se publicaron imágenes del Tata en calzoncillos. Al periodista, la censura poco le importó y continuó con sus ataques contra los gobiernos priistas; aunque estos ataques muchas veces eran una forma de negociar con el poder, de fondo permanecía su evocación por validar su interpretación de “los ideales revolucionarios” de Pancho Villa. Entonces vino la última negociación política del periodista, logró que Lázaro Cárdenas, para reforzar la imagen del Partido de la Revolución Mexicana (como se sabe, el antecedente del Partido Revolucionario Institucional, y el precedente del Partido de Estado creado por Plutarco Elías Calles), incorporara la imagen de Pancho Villa a toda la imaginería oficial. El Centauro del Norte se convirtió en imagen de Estado en el pacto político entre el periodista y el presidente. Así se hacían las ideologías.

¿Cómo se completa una imagen de Estado como la de Villa, estampada en los estandartes del partido oficial? Con la antigua construcción simbólica que había presentado Hernández Llergo: un hombre-estado patriarcal, bondadoso, benevolente, progresista, fuerte. Un hombre desesperado por “quitarle lo mugroso” a los mexicanos. En la sensibilidad mexicana, la imagen fue apropiada de inmediato. Todos los hombres mexicanos querrían ser como Pancho Villa. Imagen del macho, el Centauro. Versión mexicana: un centauro norteño con carrilleras. Culturalmente esto podría explicar la simpatía popular con la imagen soberana del PRI, un patriarcado progresista al que se le es permitido cualquier determinación bajo el compromiso de cumplir uno solo de sus planteamientos, la limpieza del pueblo. A fin de cuentas, Villa nunca preguntó si lo que hacía era correcto; se imponía porque era el macho alfa. Esta política de limpiar al pueblo es la que suelen repetir las alcaldías y gobiernos municipales de casi todo el país. Podrían no haber hacho nada durante su mandato, pero al menos habrán cambiado el asfalto, reorganizado el sistema de colecta de basura y re decorado el jardín y la plaza principal. 

Así se funda oficialmente el villismo, tercera etapa de la construcción simbólica de un Pancho Villa vigente. Para la historia del PRI, ahí aparece la definición de gobierno, aplicar el sentido pragmático de Villa a favor de la purificación popular. El priismo como versión mexicana del liberalismo, tiene mucho de pulimento neoclásico al mismo tiempo que una preocupación por mostrar el vigor masculino. El liberalismo mexicano es un machismo de buenas maneras, pero de malas costumbres. La patología del macho es su enfermedad destructiva. En su último esfuerzo por recordar a Villa, Hernández Llergo pidió que se colocara el nombre del general en letras de oro en las paredes del Congreso de la Unión, lo que le fue concedido. Según la entrevista que Antonio Sierra García realizó con los familiares directos de don Regino Hernández, el periodista siempre recordó con cariño a Villa. Para él, como para Paco Ignacio Taibo II, fue el más auténtico de los revolucionarios.

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