Presentamos el trabajo de uno de los poetas españoles más significativos de su generación, Daniel Rodríguez Moya (Granada, 1976). obtuvo el Premio Federico García Lorca de Poesía 2001. Compiló, para Visor, “La poesía del siglo XX en Nicaragua”. Codirige el Festival Internacional de Poesía de Granada. Es uno de los poetas que integran “Poesía ante la incertidumbre. Antología de nuevos poetas en español”.
El árbol
Todavía me duele
la herida de la tierra que anegada
pisabas hasta ayer,
las casas y el olor de la hojarasca.
El miedo que a los niños ya no asusta
es un volcán acostumbrado.
La noche se convierte en continente
y sabes que a este cielo
le faltan más estrellas que miradas.
Si rechazas las voces que amenazan tu sueño
y descubres que ahora
la lluvia sólo sirve de pretexto
para vivir un tiempo con ese diapasón
verás que a las tormentas
yo las miro de lejos,
como se mira a un niño y su tristeza.
No temas dar la espalda a las contradicciones,
vivir consiste en eso.
Hay un árbol que crece sin temor a la altura.
Abracémoslo.
No impide la maleza acariciar el cielo.
(De Cambio de Planes. Visor, Madrid, 2008)
Guardado en los bolsillos
Te dije que el océano
es un minuto azul sobre una eternidad,
un lento respirar,
una brecha en el tiempo del que espera.
Aún llevo en los bolsillos
un fragmento de abrazo y de silencio,
una voz que es tu nombre,
un puñado de arena que escapa entre los dedos.
Te dije que el invierno
es un camino blanco y un andar en luz tibia,
los rumores de un puerto,
el viajero que aguarda las llamadas.
Aún llevo en los bolsillos
el sabor de los mangos y el jocote,
la mirada de un niño,
un temblor como un beso, un billete de vuelta.
(De Cambio de Planes. Visor, Madrid, 2008)
Reglas del juego
Take it as it comes.
(The Doors)
De las cosas que nunca
tendrán un tacto estéril de ceniza,
un desaparecer inevitable,
prefiero quedar lejos.
Me quedo con los días que no niegan
su frágil levedad de calendario,
la luz tenue y antigua de una vela
que sabe que camina hacia lo oscuro
y con todo lo acepta.
El temblor de una torre reflejada en el agua,
las promesas que tienen al tiempo por testigo.
(De Cambio de Planes. Visor, Madrid, 2008)
Managua, plaza de la revolución
Qué suerte la tuya de estar muerto Carlos Fonseca,
que la tierra te proteja y te ciegue.
(Gioconda Belli)
Se mira bello el cielo esta tarde de julio.
No amenazan las nubes, nos respeta la lluvia.
La vieja catedral en pie como un milagro
ya no sirve de fondo para los noticieros:
Nadie lanza consignas, nadie eleva banderas.
Los hombres que descansan bajo los chilamates,
los niños que se acercan para pedir monedas.
El calor y los buses amarillos,
el vendedor de fresco en la parada,
los taxis sempiternos con paciencia de siglos.
Managua sin canciones,
sin himnos que ya son
vencidas partituras de la historia.
Pasa un carro a lo lejos y un parlante recuerda
una gran bacanal de aniversario:
Es mejor el silencio que los sueños que un día
parecían posibles.
Las palabras que pierden el calor y la vida
no sirven esta tarde.
Digo revolución y me respondes:
No fue más que un destello,
una noche de fuego, tantos años de humo.
(De Cambio de Planes. Visor, Madrid, 2008)
‘La bestia’
(The American way of death)
Somewhere over the rainbow
Way up high,
There’s a land that I heard of
Once in a lullaby.
E.Y. Harburg.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Dámaso Alonso.
Para Claribel Alegría.
Tan filoso es el viento que provoca
la marcha de la herrumbre
sobre largos raíles,
travesaños del óxido…
Y qué difícil es
ignorar el cansancio, mantener la vigilia
desde Ciudad Hidalgo
hasta Nuevo Laredo,
sobre el ‘Chiapas-Mayab’ que el sol inflama.
Nadie duerme en el tren,
sobre el tren.
Agarrados al tren
todos buscan llegar a una frontera,
a un norte que a menudo se distancia,
a un sueño dibujado como un mapa
con líneas de colores:
una larga y azul que brilla como un río
que ahoga como un pozo.
Atrás quedan los niños y su interrogación,
las manos destrozadas de las maquiladoras
que en un gesto invisible
dicen adiós,
espérenme,
es posible que un día me encarame a un vagón.
Queda atrás Guatemala,
Honduras, Nicaragua, El Salvador,
un corazón de tierra que late acelerado.
Las gentes congregadas muy cerca de la vía
con un trago en la mano,
el olor a fritanga y a tortilla
como si fueran fiestas patronales,
esperando el momento para subir primero,
y no quedarse en el andén del polvo,
montar sobre ‘la bestia’, en el ‘tren de la muerte’
o esperar escondidos adelante,
en los cañaverales,
con un rumor inquieto.
Y esquivar a la migra
para poder entrar
en la parte delgada de los porcentajes,
en el cuatro por ciento que, aseguran,
llega al fin del trayecto
más o menos con fuerza para cruzar un río.
Después habrá silencio durante todo el día,
un silencio asfixiante,
como un arco tensado que no escogió diana
y una tristeza
de funeral sin cuerpo
y paz de cementerio.
Es mejor no pensar en las mutilaciones,
en la muerte segura que hay detrás de un despiste.
O en los rostros tatuados
que igual que los jaguares amenazan,
aprovechan la noche y sus fantasmas
y ya todo es dolor y más tragedia.
Muchos cuentan historias de los que no llegaron,
de los que no volvieron,
pero no hay deserciones:
No existe un precio alto si al final del camino
se alcanza la promesa de un futuro mejor.
Aunque haya que bajar a todos los infiernos
merecerá la pena.
Es tan lenta la noche mexicana…
Bajo la luna inquieta
una herida de hierro y de listones
traza un perfil oscuro,
un reguero de sangre que seguir.
El olor de la lluvia sobre la tierra seca
se corrompe mezclado con sudor y gasóleo.
Es agua que no limpia, que no calma la sed,
que sucia se derrama
entre las grietas de la vieja máquina,
una oscura metáfora del animal dormido.
Con el amanecer llega el aviso.
Hay que saltar a un lado,
la última estación ya queda cerca.
Escrito en un cartel: “Nuevo Laredo,
¡Lugar por explorar!”
Pero no queda tiempo
el coyote ya espera
para cruzar el río,
atravesar desiertos,
y burlar el control, la border patrol,
los perros, helicópteros,
¿aquello tan brillante es San Antonio?,
el sol de la injusticia que percute las sienes.
Sopla el viento filoso en la frontera
y otro tren deja atrás el río Suchiate,
los niños, las maquilas,
la arena de un reloj que se hace barro.
Transitan los vagones por los campos
donde explotan las más extrañas flores.
Pasan noches y días
como sogas del tiempo en marcha circular.
Cada milla ganada a los raíles
aleja en la llanura otra estación del sur.
Marcha lenta la máquina
con racimos de hombres a sus lados.
El humo del gasóleo
difumina un perfil que se pierde a lo lejos.
Ha pasado ‘la bestia’ camino a la frontera.
Avanza hacia el norte
el viejo traqueteo de un tren de mercancías.
(Inédito)
El corazón de un hombre fusilado
El corazón de un hombre fusilado
se parece a los bosques que crecen hacia dentro
y se vuelven oscuros.
Nadie quiere adentrarse,
pisar sus ramas húmedas,
las raíces comidas por el musgo
en caminos idénticos
que aseguran perderse,
no encontrar la salida.
El corazón de un hombre fusilado
es un sendero extraño que otros hombres
alguna vez tendrán que transitar
solos, sin más ayuda
que el latir pertinaz de la memoria.
(Inédito)
Datos vitales
Daniel Rodríguez Moya (Granada, 1976) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada y periodista. En 2001 obtuvo el Premio Federico García Lorca de Poesía, convocado por la UGR, por el libro ‘Oficina de sujetos perdidos’. Además, ha publicado ‘El nuevo ahora’, en la editorial Cuadernos del Vigía y ‘Cambio de planes’ (Visor, 2008). Forma parte de la antología Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2011). Desde 2004 codirige, junto a Fernando Valverde, el Festival Internacional de Poesía de Granada (fundado por ambos). De su obra crítica y de investigación literaria destaca el volumen ‘La poesía del siglo XX en Nicaragua’, publicado por la editorial Visor en 2010.