Poesía costarricense No. 12: Juan Carlos Olivas

En el marco del dossier de poesía costarricense, preparado por Gustavo Solórzano Alfaro, el trabajo del joven poeta Juan Carlos Olivas  (Turrialba, 1986). Es poeta y profesor. Mereció el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011 así como el Premio UNA-Palabra de poesía 2011. Ha publicado La sed que nos llama (2009), Bitácora de los hechos consumados (2011) y Mientras arden las cumbres (2012).

 

 Lee la introducción a este dossier aquí

 

Ars poética

 

Cuando vas cruzando un desierto

y alguien con sus manos

se acerca y te ofrece un poco de agua,

no le preguntas a ese errante

de cuál pozo de inviernos

ha obtenido esa magia,

simplemente lo aceptas,

lo bebes,

y te sacias.

No vaya a ser que todo sea un espejismo

y el polvo que ya eres

se deshaga en la arena.

 

 

 

La puerta frente al mar

 

Detrás de esa puerta

ella aún escucha el crujido de las olas.

Cree que es un león que ha sido herido

por un rayo de melancolía.

 

Ella habla en voz baja

de cosas que llevan su verdad

a lomos de una bestia sin nombre,

puede que sea una trampa

el bramido del mar

y que alguien la esté llamando a la puerta.

 

Aún así es invierno

y ella no se atreve a tocarla todavía,

sino que imagina los faros de la desolación,

su hora futura frente a la arena tibia,

como una madona que recoge su canto del olvido

y empieza a recapitular

aquel idioma de orquídeas,

la brisa de una fabulación que repetía

el placer de la carne de sus amantes muertos,

el origen del dolor entre su pecho

y esa puerta que frente al mar se mantenía,

como un punto lejano que los viajeros miran

cuando tienen tristeza.

 

Y es que el tiempo ya ha urdido

sus gaviotas en la brisa,

y por debajo de la puerta

el sol ha rasgado su imperio;

alguien ha llegado y ruge frente al faro,

el alba bebe la sangre del león

y a pesar de que ahora

ella ha puesto barro en sus oídos,

detrás de esa puerta escucha un manojo de llaves

como gaviotas negras:

la memoria sin más abre sus brazos

y alguien gira al fin la cerradura.

 

 

 

Arrullo funerario para Eunice

 

Llegaré borracho a tu funeral Eunice,

aunque no haya alguno,

aunque el viento desarme las letras de tu tumba

hasta anegarlas en los jacintos de mis labios.

Llegaré a tu funeral, borracho,

y estaremos ahí,

diciéndonos tan sólo esas palabras

que los hombres olvidan cuando mueren,

cuando han sido vedados los caminos

y uno mira atrás, sin nombres,

o sin más nombre que el presagio

de algo que sabemos no vendrá.

 

Llegaré borracho

y te diré mi nombre es Nada,

y beberás conmigo los huesos de los hombres,

vendrás con la antigua presunción

de quien no muere,

de quien juega esgrima en el espejo

y siempre gana la partida.

 

Llegaré borracho Eunice

y me perdonarás,

tú que nunca conociste la embriaguez,

y llevaré el mirto de mis últimos días junto a ti,

para que duermas cálida, al fin,

tan sin mí, tan fugaz,

tan dulcemente.

 

 

 

El día dudoso

 

Y los niños vieron el rostro de Mallarmé

y le conocieron,

bajando por el hato de lágrimas.

Tomaron sus bicicletas

y fueron hasta el sur de una colina

amparados por el ángel del misterio.

Sus padres descreyeron aquel día,

lavaron a sus hijos en la piedra;

luego quemaron sus ojos

con la astilla de un espejo.

Dijeron:

“La poesía no será sino esa copa concurrente

que fingirás llenar de lágrimas.”

Mallarmé lo vio todo desde una nube,

alguien robó las bicicletas

y en el valle hay muchos padres

que aún no pueden llorar.

 

 

 

Mundo en calma

All manner of thing shall be well

when the tongues of flame are in-folded

into the crowned knot of fire

and the fire and the rose are one.

T.S. Eliot

“Little Gidding”

The Four Quartets

 

 

Aunque Eliot diga

que todo irá bien

y toda clase de cosas irá bien,

continúo atado al borde de una mesa

y batallo contra los elementos

que mi sombra domestica:

el pan ácido del mundo,

este corazón que va secándose

en cada cumpleaños

frente a televisores que dibujan

mis historias mínimas,

y que pueden ser la historia

de un joven en un café

escribiendo sus mentiras,

un despilfarro de fe para salvarse.

 

No tengo más que esta ciudad

que me rompe los labios

y puede que todo vaya bien

según Eliot,

puede que el drama del hambre

no sea más que una excusa

para seguir reuniéndonos

y pasar el recuento –noche a noche-

de un holocausto personal

que a nadie importa,

puede que la tristeza no sea más que sequía

y nuestros ojos busquen

el pasto de un cuerpo inalcanzable,

y ya para entonces asistamos a la vida

con profesión, familia

y sonrisa insoportable;

dirían las abuelas que crecimos demasiado

y nos daría miedo marcharnos de repente

sin antes ver nuestro rostro reflejado en el agua.

 

Toda clase de cosas iría bien,

incluso aquello que dejamos incompleto:

no barrer tanta ceniza debajo de la lengua,

acomodar los libros, las mañanas, el cansancio,

y dejar puertas abiertas como brazos,

saber que la noche puede ser molida a palos

y nuestra carne vendaría sus heridas.

 

Podríamos querernos de otra forma,

levantarnos temprano

y escuchar el llanto de la luz cuando amanece,

o sinceramente abofetearnos

con el rocío, la esperanza o la ignorancia

de quien sabe que esto podría ir bien

y toda clase de cosas iría bien,

si alguien nos hubiese dicho

que la vida era esto.

De Mientras arden las cumbres

 

 

 

Malos hábitos

 

Mis culpas nunca fueron las mismas.

Hoy doy cuenta de mis actos

en lugar de vivir,

de alucinar en el cuadrilátero

el paso de los días,

alzar las manos,

esquivar el golpe,

y dejar al poema

una vez más sobre la lona.

El aplauso me causaría tristeza,

una ráfaga de luz

me llevaría de nuevo hacía las cuerdas,

los camerinos olerían

a un tiempo que no llega,

a palabras soberbias,

a nombres de mujeres

que persiguen sombras

por amor a mi nombre,

a falsos amigos

que sin dudar me salvarían.

Cuando la campana dejó de sonar

ya mi alma se caía por los poros,

y supe que para otros

siempre fueron las medallas recibidas.

Pero hoy, me detengo ante mis ojos

y me pido perdón,

miro los raídos guantes del pasado

colgar de la pared

como una profecía,

mis fingidos vestigios de gloria,

y me decido a terminar

este combate de doce pesadillas

que dieron en mi rostro,

sabiendo de antemano

que mi cuerpo será

esa metáfora extendida sobre el ring.

La muerte dirá en los altavoces

que mi tiempo ha pasado,

cesará el bullicio,

y entonces la poesía, victoriosa,

aplaudirá con soberbia

desde la última butaca vacía.

 

 

 

El ángel de la casa

 

Una mesa de noche jamás será un altar,

pero a esta hora,

la fotografía de Virginia Woolf

arde como un presagio que se cumple,

sus ojos disparan su ponzoña

en contra del ángel de la casa,

mas éste olvida sucumbir.

Yo también le odio y le acompaño,

sufro sus aversiones cotidianas,

su forma de ser madre,

la absurda amiga

de lo incierto y lo trivial

cuando así lo deseo,

amo de sus reconvenciones.

Mi condena es saber que no puedo matarle,

que a esta hora,

la fotografía de Virginia Woolf es devorada

en una esquina de mi casa,

y empiezo a descreer de lo divino.

 

 

 

Casa

 

Mi casa no da al Mar Mediterráneo

ni posee la brisa de los lagos de Pocara.

Más bien es fría

como la osamenta infiel del horizonte

y pequeña como una uva de ira.

A veces suele amedrentarme

el sonido de mis pasos solos,

el eco de mis poemas solos,

el estruendo de una moneda

llorando en los círculos concéntricos del piso.

Amanezco pensando en un huésped de sombras

que me hará compañía entre las sábanas,

mas no procuro nombrarle.

Soy más cobarde que lo que mis manos dictan:

lloro una blasfemia en la ventana,

tomo un libro del confuso anaquel

y con desgano leo un poema de José Hierro:

Cuando todos se fueron, yo

me quedé a solas con mi alma.

 

Lo comprendo perfectamente

y eso, lo sé, no es buena compañía,

especialmente si mi casa

no da al Mar Mediterráneo,

ni posee la brisa de los lagos de Pocara,

y el único balcón que existe

es la memoria.

 

De Bitácora de los hechos consumados

 

 

 

A quien honor merece

 

Honor a aquellos que vieron

a la ciudad arder

y en cobardía se escondieron en los sótanos.

A aquellos que callaron cargados de razón

y aceptaron ser la oveja del matadero;

a aquellos que vendieron a su Cristo

por treinta cervezas

y predicaron de su vida entre los bares.

 

Honor al payador de los toros del hambre

que en sus lomos recibe la impronta del destino,

a aquellos que no tenían oráculos

y aun así escucharon a un ángel hablar

desde el fondo de un vaso

y después siguieron sus caminos.

 

Honor al paria que en las gradas del congreso

pide limosna a los poderosos y ríe

porque sabe que nada necesita,

a los aficionados de un equipo de fútbol

que perdió la final al último minuto

e intercambiaron camisas sudadas de amargura.

 

Honor a la secretaria del bastardo

que resta números al salario del pobre

y sumisa entrega informes a las sombras,

a aquellos que se fugaron de los hospitales

con una herida abierta que aún sangraba

las humildes estrellas de sus campos.

 

Honor a aquellos que de pie

fueron forzados a cantar, día tras día,

el himno nacional de la tristeza,

a los que aun así se sintieron patriotas

y se indignaron cuando alguien escupía su bandera.

 

Honor al hombre que dejó en el altar tantas esposas

y se revolcó en los cañales con la más fea del barrio,

a la cuál le negaron hasta el aire;

a aquel que soterrado por el hambre

otorga su pan a quien todo lo tiene

y devoran el banquete frente a él y no se queja.

 

Honor a quien hace del guajiro una montaña

y tiene por sexo una orquídea invisible

cuyo aroma sólo es ferocidad;

a aquellos que pierden los aviones en la madrugada

y abren con premura su equipaje

buscando en vano la luz de un nuevo día.

 

Honor a quienes escriben posdatas

con la luz de su cuarto apagada

y transitan como topos en cuerpos de una noche;

a aquellos que escogen el árbol sensitivo

y al ahorcarse iluminan el paisaje.

 

Honor al caballo, al cine, a la moneda,

a tantos que fueron y recuerdo todavía,

a los que son y especialmente a los que no,

honor, honor y salud,

hermanos míos.

 

 

 

La medalla

 

Cuando niño, en la escuela,

robé a un compañero su medalla.

 

La había ganado en una carrera de atletismo.

El muy cabrón era el más popular entre los niños

porque nos perseguía con un chile picante

y se lo ponía en la boca a quien tomaba.

 

A mí me agarró más de tres veces.

Para entonces yo era el flaco de pelo rizado,

las niñas no eran mi fuerte

y los deportes me resultaban sonsos.

 

Fue en el patio de la inocencia devastada.

Ahora me recuerdo, estando ahí, frente a su casillero,

atisbé un descuido en la maestra

y saqué con destreza la medalla.

 

Pasaron buscándola toda la tarde

y yo la lucí en soledad, en mi habitación.

Frente al espejo me pareció brillar desde otro mundo.

Me sentí un Goliat, un romano, un pirata,

pero esa excitación fue tan fugaz como un orgasmo.

 

Mi madre, serena, preguntó por la medalla.

Yo aún no sé por qué lo confesé,

y me obligaron a devolverla a su dueño,

pedir perdón al paria, al abusador,

al pequeño tirano de mi escuela.

 

Mis compañeros al unísono rieron.

Descubrí por vez primera

que en todas esas historias que me contaron

sobre Goliat, los romanos, los piratas,

todos los tiranos, sin excepción, acaban muertos.

 

Así terminaron mis sueños de victoria;

contemplando las cenizas de mi consumación,

anhelando, más que a una medalla,

el pulso de los días tranquilos

que ya nunca volvieron.

 

 

 

Variaciones de un poeta recién casado

 

Justo cuando el poeta

cree tener una respuesta,

y ha escrito en metáforas exquisitas

lo que antes otros no pudieron,

aparece una mujer frente a la puerta del salón

y lo interrumpe.

 

Le dice que hay que pagar cuentas,

que la luz y el agua no dan abasto,

que el kilo de la cebolla y de las papas

es algo inaguantable,

que al niño le pidieron un disfraz

para la feria de la escuela

y cuotas para fiestas de fin de año.

 

Todo esto pasa amigos, ante la mirada atónita

del público que espera.

 

El poeta entonces,

que estaba a punto de decir

la metáfora que salvaría al mundo,

toma todos sus papeles y libros de la mesa,

los pone en su viejo maletín,

se disculpa con el público que escucha,

y sale de la mano de esa mujer

hacia la vida.

 

Inédito

 

 

 

Datos vitales

Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986). Poeta y profesor. Estudió enseñanza del inglés en la Universidad de Costa Rica (UCR). Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011. Premio UNA-Palabra de poesía 2011. Invitado al VIII Festival Internacional de Poesía El Salvador 2009. Ha publicado La sed que nos llama (2009), Bitácora de los hechos consumados (2011) y Mientras arden las cumbres (2012).

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