A continuación, un acercamiento al trabajo del poeta navarro Hasier Larretxea (1982, Arraoiz, Valle de Baztan, Navarra) que ha merecido el primer premio en la modalidad de poesía con Eguraldi lainotsua en el certámen literario Ciudad de Pamplona (Pamiela,2001).
Construyamos un pueblo
haciendo explotar tres o cuatro bombas diarias
en cascos históricos.
Construyamos un pueblo
embelleciendo con pintura roja y amarilla
y con escritos amenazantes
las sedes de los partidos políticos.
Construyamos un pueblo,
pero quememos antes
sus cajeros automáticos.
Sus autobuses.
Construyamos un pueblo,
aunque para ello
tengamos que destruirlo todo.
Aunque ya no nos quede
sobre qué construir.
Si no hubieras hecho
lo que hiciste…
No tendría que recorrer cada semana
tantos kilómetros..
No sentiría tanto miedo
cuando en casa tu padre
me da un guantazo.
No lloraría tanto por ti.
No me aguijonaría
tan profundo el dolor.
Tomaríamos juntos un chocolate
esas lluviosas tardes de domingo.
Me acompañarías a comprar ropa.
Te enseñaría a cocinar,
para encandilar con una cena a Amalur.
Si no hubieras hecho
lo que hiciste…
Estarías con tu hijo Ihart
jugando cada día,
podrías acariciar cada día a Amalur, tu mujer.
estarías con tu padre Juankar, conmigo,
con tus tíos, abuelos y amigos.
Próximo.
Más cerca.
Si no hubieras hecho,
lo que hiciste…
Tendrías todo lo que quisieras.
Insúltame
Golpéame.
Escúpeme.
Grítame.
Hazme
lo que tan bien sabes hacer.
Porque es lo único
que sabes hacer.
Meterme miedo.
Hoy mi esternón está abierto a pares,
dividendo del caótico desenlace
de la vida en moteles.
Hoy mis piernas están más abiertas
que las tuyas
por la práctica de la necesidad
de dormir bajo un techo.
Hoy, mi cuerpo despellejado
lo he troceado
en bolsitas de 250g.
Para que te quedes con lo que quieras.
Yo también
me enfrenté a la policía.
Yo también
grité “policía asesina”.
Yo también
sentí la misma rabia.
Yo también me sulfuré.
Yo también
luché hasta el final.
Tuve claro cuál podía ser el final.
Por eso,
antes que fuese demasiado tarde, lo dejé.
A Vik Muniz
Niños
sin nombre de niños.
Sin ser
niños.
Niños,
escombro de miércoles, niños
de ceniza.
Niños de luz regulada
en las mejillas de niños
deshechos,
niños de desperdicios
del carnaval barrido
por niños;
huesos de niños
que ni son
ni están
niños.
Niños de hueso necesitando
tocar carne de niños,
favelas de niños,
atravesar tendones de niños,
perforar cráneos de niños,
que yacen niños,
que se erigen niños,
sin una partida de nacimiento,
ni niñez.
Niños muertos,
niños fusil
Para León Ferrari y Mira Schendel
El tiempo,
acotado
es sangre de hilo
a plena luz del día.
Para Ana Gorría, mentora
La sinceridad es la manera
de guiñar a este mundo.
Condicionamos la ceguera
con el desarraigo.
Arrojados al misticismo
de lo oculto, relamimos sin predestinaciones
la palma de la mano: cuarentena
del solsticio.
Opacidad. Ráfaga,
vendaval, tifón.
Parches descosidos
en el cristal pixelado.
Orfandad del hito contempopráneo.
Donde los objetos más comunes
adquieren significado mano a mano,
generación tras generación.
Donde los gestos más sutiles
son soterrados a la mugre de la despensa,
claroscuro de la imposición moral en lo familiar.
Donde las palabras más recónditas,
masticadas a trompicones, monosílabos de dicción
discutible, son la muestra indirecta de afecto.
Donde la cotidianidad se vuelve irrespirable.
Abre los ojos.
Que sangre la realidad.
Que supure la vida,
coral de pupilas.
Darle una conducta de escape
a la hipersensibilidad.
Ventilar
el contacto visual.
Desorientación
de la percepción integrada:
trastorno histérico
de la personalidad.
Orientación temporal
supeditada
a la sobreingesta
de estímulos.
La violencia se viste de camuflaje:
precariedad de la sórdida impotencia de los
encuadres
fusilados.
Agujero en el hielo.
Flasback turbio,
espasmo equívoco
del apocalipsis.
La memoria descuartiza
al odio
cuando deja de querer recordar
con ese furor por asesinar.
Pero,
¿y qué haremos con las sobras?
Como si se iluminara
cualquier día perezoso
desde
tu ojo izquierdo, chispeante,
de gato pardo
tras las sábanas de colores.
Como si se ordenara la mañana,
silenciosa
mientras nos dedicamos
a cubrir nuestros cuerpos
delicados, tiernos
con post-its
de dudosa caligrafía.
Como si se alistaran
en fila india
los indicios que homogeneizaban
los surcos
de los recorridos puntuales,
en el traqueteo,
del taconeo
de los dedos.
Como si cada poro,
despunte de piel,
cúmulo de vello,
estría,
cicatriz,
pata de gallo,
grano,
cana,
señal de nacimiento,
vena,
rastro,
huella,
herpes,
peca,
hinchazón,
se entendiera
con una simple mirada.
Con una simple sonrisa.
Sin la necesidad
de ninguna interferencia vocal
más allá
de los decibelios establecidos
por el recorrido de cada caricia.
100 metros
Precisión
de la zancada.
Ser más veloz
que el recorrido
perpendicular
de la bala.
Aprender a correr
antes que a caminar.
Esquivar
la amenaza volátil
de la pólvora.
El primer juego
de la infancia.
A quienes ya no están
Decidimos postrar el dedo pulgar en los labios de escarcha
que palidecían al postrarse en la neblina ante la visión reveladora
de nuestros bolsillos de chándal como pliegues
timbre de voz que corretea, que se esconde, que se agacha,
miente y se sonroja, cuchichea con el sobresalto
de un nuevo descubrimiento que altera el sistema emocional
de la raya de pelo a un lado, y la cruz de plata con las iniciales
de la persona que lo concibió pero no pudo amarlo
con el simple gesto del beso nocturno antes de apagar la luz,
o santiguarse cuando la mochila que pesaba más que el pequeño
dejaba de estar arrinconada durante las vacaciones escolares.
Correteábamos para no llegar los últimos después del recreo
de las clases, del ejercicio encomendado.
Una habitación de Hospital nos ha vuelto a encontrar.
Suplicamos con el mismo ímpetu de esos delantales
donde se postraban los dedos de harina y gotas de suspiros
tras la puerta cerrada con llave.
No llevamos chándal, ni la raya de pelo a un lado.
Arrancamos todas las cadenas.
El dedo pulgar en los labios de helecho
que languidece por el goteo de los hierros ante la visión invernal
de nuestros reversos aquejados por el poso humedecedor
del tiempo y la distancia
sobre la misma mirada cristalina que compartíamos
se hizo cruz.
Agujeros del mimbre de la cesta,
pasos que marcan la gravedad
del posicionamiento frente
a la muerte y las decisiones firmes,
decisivas del devenir
y bienestar familiar.
Troncos, maderas troceadas
que se ordenan por la capacidad de calentar
las caderas aquejadas de artrosis. Lobo
disecado que no quita el ojo. Pestañeo rojizo
de la chimenea
que abraza con su calor
el encuentro diario
en torno al brasero.
Si no me queréis sentir
no miréis donde se embisten
el cielo con el monte;
el coche con el rayo de luz;
las zapatillas y la tierra fresca;
el sorbo del café con leche
con los trocitos de galleta de chocolate;
la arena de la playa
y la roca húmeda;
el borde de la cama
y el gato que se esconde;
la ventana abierta
y el mugir de las vacas;
el sonido del barro en el paseo bordeando el río
y la sombra de mi silueta.
Ahí,
donde lo cotidiano
no se vuelve mágico.
Ahí,
no me encontraréis.
Datos vitales
Hasier Larretxea (1982, Arraoiz, Valle de Baztan, Navarra) ha obtenido el primer premio en la modalidad de poesía con Eguraldi lainotsua en el certámen literario Ciudad de Pamplona (Pamiela,2001). Ha publicado los poemarios Bazaudete? (Metaziri, 2003) y Azken bala/La última bala (Point de Lunettes, 2008). Premio Francisco Ynduráin de las Letras para Escritores Jóvenes 2008.