Peter Pan & Cía. Un ensayo de Rafael Toriz

Peter PanEl ensayista y narrador Rafael Toriz (Jalapa, 1983) nos ofrece un texto excelente sobre la juventud, la madurez y sus dolores. Toriz obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes en 2004. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha publicado el bestiario Animalia y el volumen de cuentos Metaficciones. Actualmente radica en Argentina.

 

PETER PAN & CÍA

Al Guille Piro y don Sergio Ucedo

La juventud sólo es una palabra

Pierre Bourdieu

Según alcanzo a recordar, desde mi primer lustro de vida hasta el día de hoy en que me encuentro en el sexto, he sido acribillado sin prisa pero sin pausa por distintos flancos, personas y en lugares insólitos por una oración tan fulminante como irrebatible: eres un inmaduro Rafael, acusación coronada en ocasiones con el añadido generoso de “y nunca cambiarás”, siguiendo la determinista sentencia popular que asegura que, al que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas.

            Como podrá colegirse dicha expresión, además de ser uno de los fantasmas recurrentes de mi existencia, me ha desvelado en incontables oportunidades: ¿Eres incapaz de amarrarte los zapatos pero sí puedes tocar tu flauta? ¿Te gusta la noche pero te asustan las pelucas? ¿Puedes dividir pero no sabes multiplicar? ¿Sabes bailar pero te arredran las nalgonas? ¿Te gusta viajar pero no toleras la oficina? ¿Lees a Schopenhauer pero se te bate el arroz? ¿Terminaste la carrera y no estás titulado?  ¿Dices que me amas pero no quieres tener un hijo? ¿Trabajas de escritor pero no puedes mantenerte? Invectivas todas que, disfrazadas de una u otra manera, no van sino encaminadas hacia una idea con la que no puedo estar de acuerdo: el ser humano como una estancia cerrada, limitada y estrictamente cronológica, cuando todo en la vida indica que somos seres en construcción permanente y que no existen puntos de llegada, sino apenas sitios de descanso para la reflexión y el reposo.

            Pensar la vida como una carrera, como un lugar en el que se avanza mediante ritos de habilitación e inversión temporales, puede ser la única realidad de la academia universitaria y los escalafones laborales, pero no una generalidad en la cual circunscribir la vastedad de la experiencia. Presuponer la madurez como un valor supremo no sólo implica defenestrar la juventud sino también abofetear la libertad en aras de corsés sociales tan arbitrarios como estúpidos que ocasionan resentimientos, patologías y frustraciones, como maravillosamente lo ilustra Kevin Spacey en American Beauty y tan bien lo saben los seres humanos que han empeñado su presente en pos de un futuro nebuloso.

            La madurez, como el reino de los cielos, se me aparece como una promesa huera para todos aquellos temerosos que dudan en saltar sobre el abismo sin el amparo de la red.

 

Forever Jung

Para nadie es un secreto que las sociedades contemporáneas han hecho de la juventud uno de los evangelios más fútiles y rentables de nuestro tiempo, viendo en el proceso natural de envejecimiento una suerte de maldición que debe conjurarse a como de lugar, derivando en una suerte de limbo atemporal que es posible cotejar, con distintos resultados, en los casos de la mexicana Lyn May y la argentina Susana Giménez.

            Por otro lado el mito del eterno Rimbaud, ese cincuentón reventado que sigue siendo el primero en llegar a las fiestas, ponerse hasta la madre y el último en despedirse, tampoco es la respuesta para un mundo que ha entronizado a la figura de Lolita como el obscuro objeto del deseo, figura proscrita –con razón– para el común de los mortales pero una realidad cotidiana para personajes como Roman Polansky y Woody Allen.

            La inmadurez a la que me refiero es la que enarbola Witold Gombrowicz  a lo largo de su obra (particularmente en Bakakai, Ferdydurke, Pornografía y buena parte de sus Diarios); una inmadurez creativa que ve con recelo las formas estólidas pagadas de sí mismas,  asumidas como cristalizaciones del espíritu; sensibilidades que no se perdonan el yerro, la experimentación y la carcajada; sociedades almidonadas para las cuales fuera de Borges y Stravinsky todo es reggaetón y Corín Tellado, como sucede en el caso de la intelligensia mexicana, tan mamona y carcomida que ve con malos ojos todo aquello que no respete la heredad de Fuentes, Monsiváis o Poniatowska, una república cortesana en la que la disensión es una forma de la descortesía y la sinceridad una conducta indigna sólo posible en un despatarrado barbaján.

            Gombrowicz, que con tanta sagacidad puedo ver ese fenómeno, pensaba que los sujetos y el arte tenían que estar en combustión continua, en movimiento permanente para no padecer el rigor marcial de la forma, que encajona y limita, como las propiedades, los títulos académicos o las preferencias sexuales. Para él la vida consistía en un alarido profundo contra todo aquello que negara la arrolladora fuerza dinámica de la inmadurez, es decir, de las formas abiertas, contingentes y vivas.

            Desde esta perspectiva resulta evidente que las pretensiones estéticas desaforadas –tanto de la música que se desea una mística absoluta como de la literatura con delirios de evangelio o la pintura obnubilada con la representación del universo– estén destinadas a disolverse contra la pared como la espuma sobre la playa.

            El rock, por ejemplo, es una pasión adolescente que, salvo contadas excepciones, suele envejecer mal por dos motivos esenciales. Por un lado la furia que lo ánima, su combustible primigenio, tiende a transformarse en una introspección crítica que hace de su sonido una experiencia más pausada y atmosférica, un lago más que una cascada que puede ser maravilloso pero ya no es un torbellino (baste mencionar el caso de Pearl Jam, Henry Rollins o Charly García), lo que no quiere decir que maduren sino que se transforman en otra cosa, mejor o peor pero otra cosa. Por otro, los grupos que asumen su lugar en el corazón de la intemperie y que todo el tiempo viven en el nervio de la vorágine, o desaparecen en su furia luminosa o se tornan ridículos (le ahorro los ejemplos al lector). Sólo puedo decir que el punk, para bien y para mal, es un estado de ánimo que comulga en sus extremos con el conservadurismo que derroca.

            La figura que rige a los espíritus tiernos, a aquellos ávidos de experiencias y en continuo diálogo consigo mismos –a los ahijados a la sombra ausente de Peter Pan y los niños perdidos[1]– es la del ajolote, ese animal fantástico que nos recuerda que es posible ser adultos sin sacrificar la inmadurez constitutiva y en cuyo lomo algún día habremos de volver a las puertas de Nunca Jamás.

           Nada más puedo agregar a estas reflexiones, además de pedir can can por mí y por todos mis compañeros, salvo el cuento Rubén de  Luis Britto García, elocuente como nada al respecto del diálogo entre la madurez y la inmadurez:

Traga Rubén no brinques Rubén sóplate Rubén no te orines en la cama Rubén no toques Rubén no llores Rubén estate quieto Rubén no saltes en la cama Rubén no saques la cabeza por la ventanilla Rubén no rompas el vaso Rubén, Rubén no le saque la lengua a la maestra Rubén no rayes las paredes Rubén di los buenos días Rubén deja el yoyo Rubén no juegues trompo Rubén no faltes al catecismo Rubén amárrate la trenza del zapato Rubén haz las tareas Rubén no rompas los juguetes Rubén reza Rubén no te metas el dedo en la nariz Rubén no juegues con la comida no te pases la vida jugando la vida Rubén.
Estudia Rubén no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus amigos Rubén no te pelees con tu hermana Rubén, Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén estudia la química Rubén no trasnoches Rubén no corras Rubén no ensucies tantas camisetas Rubén saluda a tu tía (…) Rubén no te metas con la muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto el tocadisco Rubén no cantes serenatas (…) Rubén no te comprometas Rubén no te vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu padre Rubén, Rubén córtate el pelo (…)
Rubén no manifiestes, no cantes (…) Rubén no protestes profesores, no dejes que te metan en la lista negra Rubén, Rubén quita esos afiches del che guevara, no digas yankis go home Rubén, Rubén no repartas hojitas, no pintes los muros Rubén, no siembres la zozobra en las instituciones Rubén, Rubén no quemes caucho, no agites Rubén, Rubén no me agonices, no me mortifiques Rubén, Rubén modérate, Rubén compórtate, Rubén aquiétate, Rubén componte.
Rubén no corras Rubén no grites Rubén no brinques Rubén no saltes Rubén no pases frente a los guardias Rubén no enfrentes los policías Rubén no dejes que te disparen Rubén no saltes Rubén no grites Rubén no sangres Rubén no caigas:
No te mueras, Rubén.

 

 


[1] Peter Pan y los niños perdidos, por lo demás, me parece un buen nombre para una banda.

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