En el marco de la Galería de ensayo mexicano, un magnífico texto de José Javier Villarreal (Tecate, 1959), que reflexiona sobre poética, sobre aquello que envuelve y acompaña al poema. José Javier Villarreal mereció el Premio de Poesía Aguascalientes en 1987.
En torno
Por un instante están los nombres habitados.
Octavio Paz
I
En posición de reposo, porque sólo así se consigue la más alta concentración. Aún más extremo. Con los ojos cerrados, el cuerpo tumbado y la lengua pegada al paladar intentar detener la corriente de conciencia, el fluido que antecede, enmarca y continúa a la obra de arte; aquello que se alcanzó y aquello que, sólo a través de lo alcanzado, sabemos que no se alcanzó. Pero esta experiencia nos afecta, deja su huella, y sus consecuencias pueden aparecer en cualquier momento y en cualquier dirección. Esto viene a formar parte de nuestra educación sentimental, de nuestro estar en el mundo, de cómo nos acercamos o alejamos, de ese grado de compromiso que es la comprensión; quizá ese tú en mí que potencia la piedad y expresa el lenguaje amoroso.
Las leyes de amor son precisas e inflexibles. Está la comunión que obliga a la transformación; no importa la flecha o el blanco, no importa la naturaleza de los amantes; tanto en el cielo como en la tierra el alma anhela conseguir y constituir el encuentro, llenar el vacío que el nombre evoca: la fusión consciente de sus partes, de su ser único en dos, de ser dos en uno. Luis Cernuda, en un memorable poema, dice:
Libertad no conozco sino la libertad de estar
preso en alguien
La senhal, esa grieta que abre el nombre y nos permite atisbar al otro; ese otro que nos revela; aquello que, en su ocultamiento y aparente distancia, nos presenta. El decir, quizá, del poema lírico. Durante el siglo XVI vivimos la dimensión del canto amebeo de la poesía pastoril. El pastor que crea un espacio sentimental a partir de su abandono, de su no saber que enmascara su toma de conciencia, su ya padecer lo que aún no sabe nombrar, pero que en el desplazamiento, forzado por la inquietud y el desasosiego, traza un espacio: el de la ausencia. Pero también está la pastora que ha perdido sus ganados, que ha sido obligada, por sus hermanos, a guardar sus viñas y se arrebata en un abandono, en un no saber sabiendo que la suspende en una promesa de ascenso, en un espacio vertical que la ha de conducir a la presencia del amado; aquél que no tiene rostro, que en una sola mirada lo exige todo; el detenimiento, la fascinación, el punto ciego, por irrevelable, que une al amor con la muerte. El obsequio, la entrega. Dice san Juan de la Cruz:
Y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa
II
Dejar de pensar; no pensar. Abandonarse en un estado donde no haya más conciencia, donde la nada nos envuelva y proteja. En esa paradójica superficie de la no conciencia -donde pretendemos estar- ir a la deriva; abandono que se opone a la dinámica del rapto. Aquí la acedia se confunde con su opuesto, pero el gesto termina por emerger y la contemplación pinta su raya, impone el vacío de su cuerpo, ese bostezo de la melancolía que es la gruta, el laberinto del pensar que impone su dosis de tristeza, de incompletud, su saber de la muerte. Imposible no padecer el nocturno y barroco –no renacentista- locus amoenus donde, al decir de Góngora, habita Polifemo; pero también la caída, junto con Rosalba, de esa cabalgadura que zigzaguea por las escarpadas pendientes calderonianas de La vida es sueño. Pero aún, y a pesar de esto, siempre amenaza un hilillo de luz, un haz que se convierte en rayo; rayo que siempre suena, crece y se desborda en trueno y nos obliga a apretar los párpados, a fruncir el ceño y a tensar las mandíbulas. Pareciera que fuéramos víctimas del acontecimiento, de lo inesperado que obliga –indefectiblemente- al reconocimiento. Dice Salvatore Quasimodo, en versión de Manuel Durán:
Cada hombre está solo sobre el corazón de la
tierra
traspasado por un rayo de sol:
y anochece de pronto.
Siempre –y esto es un don- estamos a merced del rapto erigido como éxtasis. Suspensión que antecede y potencia esa poiesis que tiene como objeto el asalto de la realidad, el enfrentamiento con ella; la condición desde la cual es posible percibir el ritmo de las cosas, su incesante movimiento, su danza y música de transformación. Es vivir en el peligro, no aceptar el dictado axiológico de una determinada moral, escapar de la convención y exponernos a lo que es en una suerte de repercusión, de reflujo, que nos implica en un ahora que no desdeña, sino al contrario, la memoria de un pasado que no cesa de transfigurarse, de inventarse a sí misma y labrar la geografía de un futuro.
cuando los muertos dejan de estar muertos,
cuando los vivos dejan de estar vivos
y ocurre de pronto el encuentro
en alguna parte.
Nos revela Eugenio Montejo.
Se trata de que todo poema es una “zona de transformación”, como escribiera Gottfried Benn; que el lector, su lector, deberá sufrir. Leer un poema será estar en situación de riesgo, a la orilla misma del abismo, junto al crucificado, y no tener certeza de que esta tarde se estará en el paraíso. Borges, por otro camino, habla de la literatura como una forma de felicidad. Ahonda. La poesía no está en los libros, tampoco en el espacio hechizado de la biblioteca; la belleza nos acecha permanentemente. La poesía se da –dice Borges- en ese extraño y singular momento en que el lector y el libro se encuentran. El encuentro parece ser el eje de esta rotación; suerte de estricta danza como lo entendiera Valéry. Y la música es una constelación cambiante, un caos que no es un caos, pero que defiende un aparente estado caótico donde cualquier movimiento o alteración, por mínima que sea, tiene su estricta causa, pero que, a la vez, es definido por un determinado y singular efecto. Ponemos orden y contamos las sílabas, dividimos los versos por el preciso filo de la cesura; llegamos a la pausa y volvemos, regresamos a la siguiente línea que nos hace avanzar; paradójico regreso el del verso que nos obliga al movimiento hacia atrás y hacia delante. Tenemos los acentos como ejes imprescindibles para el compás melódico y, a partir de éstos, dibujar el patrón rítmico. Pero esta armazón no está antes ni después del lenguaje poético, de esa otra lengua que rebasa y borra los límites; ya que el silencio, origen y destino del verso, viene a ser parte de lo expresado, de ese otro lenguaje que surge ante la desconfianza, como Paz afirmara, y la insuficiencia del lenguaje heredado. El ritmo le pertenece, por él se desarrolla. El poema no es un proyecto, es un hecho consumado que, como todo hecho o acontecimiento de vida, no acaba y gracias a la memoria, al recuerdo, que radicaliza a sus agentes, lo proyecta a una eternidad que nos hace sujetos proclives a lo grandioso, a lo íntimo de lo grandioso. De ahí el ritmo épico con que siempre se ha cantado lo cotidiano, cuando en verdad lo cotidiano ha sido cantado. Dice Minamoto no Muneyuki, en versión de Aurelio Asiain,
Siempre son verdes
los pinos,
pero llega
la primavera
y el color de los pinos
es un poco más verde.
III
Estamos a punto, nos falta tan poco, y empezamos a imaginar los contornos, las sinuosidades de una grafía que se destaca en un cuadro oscuro, en una pizarra desprovista de márgenes. Pero no es verdad, esto no es así, no hay dibujo alguno, no hay tiempo. Sucede, estamos iluminados, o bien, oscurecidos, rodeados de sombras y cuerpos que se agitan, sensaciones que nos traspasan, certezas que nos vulneran y una necesidad, una terca razón que obliga a la expresión. La grafía adquiere su rango de coreografía y la pizarra se vuelve espacio y la expresión movimiento; estamos entonces ante el canto; canto que danza en un ballet visto, leído y escuchado en La tempestad shakesperiana, en la fuga ovidiana que se detiene en el centro exacto de la fábula al coronar su transformación, pero también, sobre todo, en la formulación, en la duda imaginativa que funda su centro múltiple en el no centro de la Comedia dantesca; esa lección de perspectiva que ahora, todos los espejos laterales nos advierten: “los objetos en el espejo están más cerca de lo que parecen”.
Vemos sólo aquello que nos interesa, que nos falta; entonces no vemos, nos vemos en los objetos que creemos ver; sin embargo, se trata de un reflejo de nosotros mismos. Reducimos la realidad (esa cosa tan compleja) a un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen y no vemos, levantamos una pared que nos aísla y protege; habitamos un mundo de reflejos, de apariencias. No estamos dispuestos al descubrimiento, al asombro; tememos lo inesperado, aquello que pueda cautivarnos, ese sesgo de belleza que se delata a nuestro lado. Robert Louis Stevenson, en su ensayo “Juego de niños”, nos descubre una niñez desprovista de su carga angélica. El niño, según él, no sabe ver, apreciar ese mundo de belleza que lo rodea; no ha cultivado aún ese sentido, sólo ve lo que necesita; su destreza visual obedece a un sentido utilitario y del todo convencional. Será con los años como lo irá desarrollando como una fuente de placer; la experiencia que, finalmente, otorga la inocencia. ¡Líbrenme del tamaño de mi inocencia! Hubo quien exclamó a finales del siglo XIX y le dio un vuelco a nuestra concepción de lo poético. Pero los objetos están ahí desdoblando su carácter de seres; tan cerca que al rozarlos se produce una melodía, un hálito, que lo desnuda todo a partir del misterio, de la sorpresa, de la inocencia conseguida con base a la experiencia; esa “música callada, (esa) cena que recrea y enamora”; al decir de san Juan de la Cruz.
El lenguaje, desde la respiración, se vuelve intraducible y, a la vez, revelatorio, ya que nos sitúa en el misterio que nos rodea y constituye. Aquí una de las Voces de Antonio Porchia se impone en su rotunda sapiencia incuestionable: “Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo”. Pascal Quignard dice, que dice Aristóteles, “que no hay memoria sin fantasmas.” El fantasma es la presencia de lo ausente; aquello que no está, pero que se hace presente, se vuelve presente en la proximidad de su imagen, en sus tremendas consecuencias que la visión otorga a aquél que sufre la experiencia de contemplarse en el otro que no deja de ser el otro, pero que ahora, por la potencia de su aparición, es el otro en mí, en quien contempla. Aquí la frontera entre el sujeto y el objeto se difumina; estamos ante la irrupción del milagro, en la parcela más clara de lo epifánico; es un de pronto que nos sorprende y ante el cual nos rendimos. La belleza se instala y la posibilidad de la imagen poética despliega sus potencias en la imantación que se crea en el cruce de miradas; ya que lo que está en juego no es la relación del sujeto con su objeto, sino que se trata de la impronta, de la historia por revelarse entre dos sujetos que “se miran y se reconocen” como reza uno de los versos de “Piedra de sol”, de Octavio Paz; sólo que en ese cruce de miradas, en esa imantación, en ese súbitamente, se da la comprensión e implicación de lo bello y único; de aquello que nos hace memorable el instante, que lo detiene. Misterioso camino del universo amoroso vuelto visión, aura. Subrayo: es la imagen poética, el fantasma o sombra que también nos ve a nosotros como una ausencia recobrada, del todo padecida. No vemos; pasamos a contemplar.
La exposición, la vulnerabilidad son extremas; estamos a la intemperie y en situación de escuchar, de dejarse ver por esa realidad que manifiesta su lado metafísico, su mirada y hambre de reconocimiento, de sorprenderse en ese fino y delicado escrutinio que la muda de objeto en sujeto, que le da nombre y poder de nominación; ese juego de claroscuros y esa yuxtaposición de sustancias que, al decir de Junichiro Tanizaki, conforman la belleza. Pero también ese cruce de miradas, esa singularidad cuya nominación, tanto en el tiempo como en el espacio, está tensada por el amor y coronada por el Eros. Acaso se trate del lenguaje poético, del cuerpo del poema, del lenguaje encarnado o, como reza la Biblia, del verbo hecho carne, de Lázaro vuelto del país de los muertos, de la penumbra, de las sombras. De ese viaje a los infiernos tan socorrido y necesario por la literatura de todos los tiempos. Ese espacio donde la demasiada luz no existe, donde la oscuridad total no se da, donde la visión deja de ser una destreza y se convierte en un estado, en un lugar donde habitar. Me da la impresión de que seguimos hablando del poema.
IV
La demasiada luz no permite percibir las lámparas que se han encendido, los rostros y contornos, los accidentes, las texturas y rasgos expresivos. Las cosas sólo son cosas, aún no alcanzan su carácter único, singular; aún no han sido descubiertas por el sumo enamoramiento que las mueva y revele. Son deseos, ausencias, no presencias; mero catálogo en reposo.
La luz nos encandila y no vemos más allá de lo aparente. No hay duda, lo aprendido nos cierra el paso. Urge desaprender, ir contra lo aprendido, integrarnos al fondo de las cosas, no habitar en lo aparente, problematizarnos con la superficie, con el rasgo definitivo (distintivo) de los seres, con la forma en sus potencias y consecuencias. Ese lenguaje íntimo y, en algunos casos, secreto que escapa a toda reglamentación impuesta, que vive y se manifiesta por medio de la resistencia, de situarse –siempre- fuera de foco –descentrado-, en los márgenes que revelan lo desconocido, lo no digerido. Un lenguaje cuya conciencia de sí, paradójicamente, es extrema; a tal grado que el azar es una de sus múltiples máscaras, jamás su rostro. Borges lo califica de magia menor, Henri Michaux lo conoce como “don de lenguas”. Para los dos se trata de una dimensión fundacional, genésica, de naturaleza mítica.
La sombra, el claroscuro, nos otorga la gracia de la visión de ir más allá; pero no tenemos conciencia. No hay escucha, posible destinatario; no nos alcanzamos a oír, pero decimos, nos decimos en la emoción de la expresión donde aún no hay lo expresado, en ese monólogo que surge por deber, porque sí, que alienta la sustancia lírica en su manifestación ingobernable, incuestionable, sin para qué. Y esto que se va expresando, en una voluntad inasible, pero sumamente reconocible, es el recuerdo, un recuerdo que no emana -ciertamente- de lugar alguno. Este recuerdo exige lugar en el tono de la expresión y lo funda, lo ofrenda, nos lo entrega en una comunión donde la certeza de pertenencia no repara en grados. Estamos de frente a lo ausente en una presentificación que subraya el vacío, el despojamiento, la falta, la pérdida de lo no recobrado, pero sí presente. El poema nos coloca en el no centro nómada de la orfandad. No importa dónde nos situemos, siempre estaremos a mitad de todo y a la deriva. Seremos, después de la experiencia de lectura, náufragos en una playa que aparece y desaparece incesantemente, y las cosas, los pecios del naufragio, serán los seres que nos acompañarán en nuestra isla, en nuestra doble condición de exilio.
Hablamos de un estar solos en soledad consigo como lo cantara fray Luis de León en el siglo XVI y Quevedo lo publicara en el XVII. Dice fray Luis:
Vivir quiero conmigo;
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Esta lira es una de las expresiones más fuertes que me ha tocado leer. La soledad que se anhela es un estadio cuya regla de medición es el aurea mediocritas renacentista o el justo equilibrio propugnado por el budismo. El amor es una enfermedad, un padecimiento cuyas aristas son, precisamente, los celos, el odio, la esperanza –esa “dilatada muerte”, diría sor Juana- y el recelo. La soledad entonces como un distanciamiento, como un punto de perspectiva desde donde contemplar al mundo.
La soledad puebla al mundo, nos expone a la imaginación, al implacable escrutinio de la minuciosidad. El que está solo nunca está solo, está siempre condenado a vivir en los seres; ya que las cosas, los objetos que lo rodean o condicionan, también se le han vuelto seres por la tremenda carga emocional que contienen. La imagen es pensamiento que no renuncia a los seres, que no se protege en la coartada del concepto, de lo que está en lugar de. El solitario es el rumiante, el constructor, el que ordena su realidad bajo la luz del rayo, el que habita en ese mundo de presencias que tensionan y desbordan los frágiles límites de lo eterno; de lo eterno en el diario transcurrir.
el día más largo del hombre
dura menos que un relámpago.
Nos confirma Lêdo Ivo.
La distancia ha sido trastocada y anulada, la perspectiva es muy otra; convivimos con lo ausente en su sesgo de eternidad. Es un rostro el que nos ve. Somos nosotros contemplando ese rostro que nos ve y en el cruce de miradas sucede “lo improbable probable”, al decir de Yves Bonnefoy. El hallazgo no es el re-conocimiento, sino el conocimiento, la anunciación, el diálogo que se busca en un pasado-presente de naturaleza inédita y transgresora; condición epifánica del encuentro. Roberto Juarroz afirma que “todo amor es primer amor”. Ese rostro percibido es el objeto del sujeto; pero ese objeto también ve y se vuelve sujeto. La mirada es el lazo, el campo magnético, la fuerza física y sentimental que revela el lado no visible de los seres, pero no por eso inexistente, menos real. La obra artística, ya sea figurativa o abstracta, sólo está constituida por seres, por singularidades. Por eso, más que ser un objeto acabado, la obra de arte es una experiencia de vida, un suceso, un accidente.
V
El tiempo es una convención que emana de lo recordado, de lo pronunciado o contemplado en un extrañamiento que brota desde la composición misma. Tener en cuenta ese anhelo de Garcilaso de que
ojalá se viese el poema y no se leyese.
Lo escribe en la primera mitad del siglo XVI. Ésta -la composición- es inmediata, surge junto con… Se realiza en ese alud expresivo que no dibuja grafía alguna; rompe el silencio y, en su agudeza, en su deseada decantación, vuelve a él transformado en imagen, en Logos poético; que es decir, presencia de lo ausente, aquello que vemos y nos ve, que escuchamos y nos escucha.
La imagen viene de una interiorización de lo exterior que va nuevamente hacia lo exterior y lo detiene, lo sorprende siempre en la exclamación que es el lenguaje poético, la pausa que antecede a la acción; ese tiempo no tiempo desdoblado en una constelación de asombros, de irrupciones, de quiebres a la línea recta. Revelaciones que nos salen al paso al doblar la esquina. Es una red de acontecimientos, una narrativa de lo discontinuo y único, de la personalidad que nos reviste de un carácter primigenio; ver el mundo desde el primer día de la creación sin renunciar, por ello, a la experiencia de lo vivido y padecido con antelación. Sin esta memoria dispuesta al asombro no hay descubrimiento; podrá haber invención, en ese caso no estamos en el lenguaje poético, sino que nos hayamos detrás del habla, en una convención que enmascara y traduce. Por lo tanto, siendo rigurosos: engaña. Lo que se expresa en el lenguaje poético no se puede decir a través del habla.
El poeta, al decir de Patrick Süskind, escribe de aquello que no sabe; por lo tanto no hay tesis ni comprobación; hay asombro, compenetración, implicación, descubrimiento. Y agrega, que por eso hay novelas, poemas, cuentos, obras dramáticas; de no ser así sólo habría publicaciones. Dice Antonio Gamoneda: sólo al leerlo sé lo que pienso, y entonces se está en situación de aprender, de aprehenderse por medio de esa sensibilidad que permite el conocimiento poético, esa sensibilización del pensamiento que apela a los sentidos, a esa erótica: amorosa erección de la inteligencia. El poema es su cuerpo; el lenguaje, su carne que ha resucitado del habla. Hay compenetración. Vemos lo leído. Hay implicación, pero no explicación. Hay comprensión, pero no traducción; sin embargo, irremediablemente –al decir de Juan de Yepes- sabemos en ese no saber “toda ciencia trascendiendo”. Por otra parte, pero en la misma orilla, el tiempo, esa convención que nos esclaviza, ese producto al alcance de la usura, y que no se encuentra como tal en el poema, tiene realmente poco de pesar entre nosotros. W. G. Sebald, en su novela Austerlitz, nos dice lo siguiente por boca de su personaje del mismo nombre: “hasta que se sincronizaron los horarios de ferrocarril, los relojes de Lille o Lüttich no iban de acuerdo con los de Gante o Amberes, y sólo desde su armonización hacia mediados del XIX reinó el tiempo en el mundo de una forma indiscutida.” El poema, la obra, viene a ser la perenne discusión, la defensa, siempre apasionada, de lo informe, de aquello que atesoramos sin detenerlo; de ese espacio privado, de ese tiempo propio. Seguimos pues en la misma orilla: la otra, la de Rimbaud, la que cabalga junto con el Quijote, precisamente en esas horas cuando éste no cabalga; cuando Cervantes encuentra, en esos ratos de atenta lectura, rodeado de un silencio propiciador, las “dulces prendas por su mal halladas”. Volvemos a Borges, a ese milagro del libro y su lector. O a ese infatigable nadador de Ortega y Gasset que es el lector de novelas cuando cierra el libro, saca la cabeza del agua y jala, con desesperación, la bocanada de aire. Vuelve a la superficie, a ese otro lado de la realidad. Pascal Quignard señala que “Leer es seguir con la vista la presencia invisible.” Y esto resuena como una enorme campana. Al abrir un libro, cualquiera que sea, pero aún más si es un libro que propone, nos obliga a imaginar, contemplar y seguir, comprometernos, sufrir, gozar, angustiarnos, estar en situaciones extremas; ir en la carreta que atraviesa las nevadas montañas o naufragar en esos ríos del África donde Joseph Conrad nos obliga al arrepentimiento. Situaciones vitales y comprometedoras que no vemos, contemplamos; que no existían –es cierto-, pero que ya forman parte esencial de nuestra realidad más íntima, de nuestra secreta, pero definitiva, memoria sentimental. La que nos lleva a decir te quiero o a sostener el silencio más frío y pesado que, como un iceberg, se pierde en medio de la noche en el mar más oscuro. Situaciones estrictamente cotidianas no exentas de cierto riesgo, las de encararnos con el milagro, con nosotros mismos.
Se ha escrito que la poesía es lo más particular, lo más íntimo; aquello que escapa y se opone a lo universal y cosmopolita. Un poema no puede traducirse. Pessoa escribió que nada que pueda traducirse mereció ser escrito. Villaurrutia se quejaba amargamente de la imposibilidad de traducir un poema y decía que lo único que se conseguía era una fruta desprovista de sabor alguno. El poeta vendría a ser el habitante de ese espacio cerrado, el sujeto que le canta a lo más próximo, aquello que le es más cercano. Dante escribe de Florencia, Joyce de Dublín y López Velarde, vencido por
una íntima tristeza reaccionaria
del terruño perdido, de su Jerez inalcanzable del que salió a los nueve años; exactamente la edad que tenía Dante cuando vio a Beatriz por vez primera. Y Jerez, Dublín y Florencia son imágenes, fantasmas, ficciones insustituibles de Ramón López Velarde, de James Joyce, de Dante Alihieri y de todos sus lectores, los del siglo XIV, los del XX, los del XXI y los de los siglos que el optimismo alcance.
Escribimos de frente a lo ausente; sin embargo, el vacío se puebla con la respiración de quien lee. Leer un poema será traducir un universo que nos interpela y condiciona en el esfuerzo que presupone la exposición que se lleva a cabo en la extrema experiencia que supone la lectura de un texto. Paradójicamente al enfrentarnos al espacio cerrado, a la lectura de un poema, que no admite traducción alguna, los únicos sujetos implicados y traducidos somos los lectores, los verdaderos y únicos agentes del poema. Ya que toda interpretación, se ha dicho, es locura. Auden tenía razón: lo único que se puede traducir de un poema es su imaginario y éste viene a completarse sólo con la colaboración activa de su lector. La poesía es tan íntima y particular como el sujeto que la lee; aquel que, al decir de Lezama Lima, está destinado a leer ese poema y no otro. Cada libro busca a su lector y establece su propio tiempo de encuentro. ¿Qué más íntimo y particular que el pozo del patio, la textura del papel con que se envuelven los riñones en la carnicería o la mirada aguda y eficaz del sastre a la hora de pasar el hilo por el ojo de la aguja? ¿No son acaso, éstas –paradójicamente-, huellas de lo más trascendente y universal? Dante, Joyce y López Velarde nos siguen hablando. Atender o no es una decisión eminentemente íntima y personal.
VI
No hay referente, está por crearse, y la sonoridad conduce: puebla. No hay acuerdo ni contrato comunicativo. La emisión pertenece a lo silvestre; lo sin memoria crea la memoria. Una memoria que nace y es al pronunciarse. Reconoce en la atención, en la minuciosidad, en esa observación que danza en la quietud de lo contemplado. Dice José Carlos Becerra en su poema “El pequeño César” de Relación de los hechos:
Te detuviste a desear aquello que mirabas,
te detuviste a inventar aquello que mirabas.
La observación puede llevar al padecimiento; entonces sufrimos lo observado con minuciosidad, con arrobo y disposición de comunión. El extrañamiento es la distancia, la perspectiva que nos somete a lo memorable de la mimesis que implica un reconocimiento, un atar cabos, un seguir los patrones, un liberarse de la conciencia de la muerte y suponer que se avanza por medio de las semejanzas, del dominio de la técnica y los materiales que marca la diferencia abismal que hay entre la imitación y la copia; pero también está la purga, el sacrificio de la catarsis: la llama –iniciación, goce o dolor- que presupone la experiencia de la retórica amorosa. Hay una reflexión implícita en la obra poética desde el campo semántico de lo poético que es el otro lenguaje que cada poema, en su ser único e irrepetible, segrega; el lenguaje se ha convertido en acto, en instante que ha creado su propio tiempo frente al concepto que desconoce ese acontecimiento en aras de una atemporalidad, de una respuesta que va más allá de lo inmediato y se evapora en su irrealidad que vendría a ser la idea que siempre lo precede y condena. El concepto nunca es el objeto, sino lo que está en su lugar. Hay una evocación, pero no una presentificación. El lenguaje poético, al ser acto, es realidad que se suma a la realidad. El poema –dice José Lezama Lima- crea lo inexistente. Lo que está antes, durante y después es el misterio, no el amor o el odio; el misterio que subraya la vitalidad del pasado; la savia que otorga sustancia al presente y la promesa de un futuro del todo consecuente. La ola vuelve a la playa, desgasta su orilla; se repite, pero no es la misma. La oímos, pero cada una es distinta y vuelve; vuelve una y otra vez a la orilla y la cambia, la transforma. Cada ola es única y nos recuerda a la anterior en el momento justo que la reconocemos. La sonoridad nos invita a la aventura. Prolongamos un sonido que siempre vuelve; que nos hace volver a un origen. El ritmo nos lleva, conduce la salmodia, el himno o la oda. Al final ese ritmo, con sus acentos y compases melódicos, ha cifrado un mapa discursivo “sobre la móvil página del aire.” A veces la hoja es la memoria, el poder de retención y el paso firme del cuerpo a través de una habitación iluminada por las llamas –como las olas nunca iguales- de la chimenea, o la vorágine contemplativa de un extático transcurrir por el laberinto de un jardín. Imposible no citar en extenso esa aparición y desaparición que estamos invocando de Esplendor del El mono gramático, de Octavio Paz; ese viaje de los sentidos, esa honda y festiva sexualidad del lenguaje y sus múltiples consecuencias. Dice Paz: “Al reflejarse en la pared, esos movimientos inventan una pantomima en la que, festín y ritual, se descuartiza a una víctima y se esparcen sus partes en un espacio que cambia continuamente de forma y dirección, como las estrofas de un poema que una voz despliega sobre la móvil página del aire. Las llamas crecen y el muro se agita con violencia como una arboleda golpeada por el viento. El cuerpo de Esplendor se retuerce, se desgaja y se reparte en una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez porciones-hasta desvanecerse enteramente. El cuarto está totalmente iluminado. El hombre se levanta y camina de un lado para otro, ligeramente encorvado y como si hablase a solas. Su sombra inclinada parece buscar en la superficie del muro-lisa, parpadeante y desierta: agua vacía-los restos de la desaparecida.”
Estamos muy cerca de los límites, tan peligrosamente como advirtiera Roberto Juarroz cuando asentara que no hay nada más real que la experiencia poética; y esto es estar del lado de lo complejo, por sencillo y simple. Insisto, es habitar el árbol desde la raíz, penetrar en su semilla a la hora que gustamos del fruto o conquistar esa inocencia que sólo se gana con la experiencia. El poema, nos recuerda Borges, es tan inexplicable y real como el sabor de una fruta o la proximidad de una mujer.
VII
El presente y el futuro pasarán, sólo el pasado “permanece y dura” –al decir de Francisco de Quevedo- en ese instante memorable que es la huella de lo eterno.
VIII
El lenguaje poético implica lo eterno, lo que no desaparece, sino que permanece en un no tiempo que es pasado presente. Eclosión, choque, enfrentamiento. También combustión, fusión.
IX
El habla siempre surge de una necesidad; el lenguaje poético de un rendimiento, de un vencimiento ante la expresión.
X
Lo expresado es el reflejo de la expresión, el fruto que cuelga del árbol aunque el fruto justifique al árbol y el árbol a la sombra, y la sombra al follaje, y el follaje a la raíz que lo sostiene y alimenta; y todo esto tenga sentido si un ave se posa o no, o si un rayo lo traspasa en un día de tormenta, con lluvia o sin ella. Habría que mencionar que si se trata de un descampado, y llueve, las vacas –que no estaban, pero que ahora están- se guarecerán bajo la copa de los árboles, alrededor de su tronco. Y esto, visto a la distancia, desde la ventanilla de un auto o, más cerca, dentro del mismo paisaje, desde la altura de una silla de montar, es una imagen poética, un detenimiento, un mirar con suma y consciente minuciosidad. De ser así el involucramiento, que es la pertenencia, el arraigo, será la misma desde el auto o el caballo. Somos habitantes del pasado en la medida que somos accidentes de una voluntad de belleza, de una esperanza de mañana.
XI
La obra de arte se nos ha vuelto un estar, una experiencia de vida. La promesa se define y alcanza en el padecimiento, pero la cura y la redención siempre amenazan, y todo esto dentro de la más íntima de las historias posibles: la de todos nosotros, la de cada uno de nosotros.
El poeta francés Jean Follain escribió el poema “La música de las esferas” que fue traducido al inglés por Czeslaw Milosz y Robert Hass que, a su vez, fue traducido al español por Martha Fabela y quien escribe. Traducción de la traducción, juego de espejos de un único rostro que todos nos empeñamos en escribir y con el cual quiero terminar.
Iba caminando por un sendero congelado
en su bolsillo las llaves de hierro tintineaban
y con la punta de su zapato
tocó distraídamente el cilindro
de una vieja lata
que por unos segundos rodó en su frío vacío
danzó por un instante y paró
bajo un cielo completamente estrellado.