Arte Poética No. 39: Vicente Gerbasi

Vicente-Gerbasi[1]En esta entrega de Arte poética, Mario Meléndez nos presenta la poesía del venezolano Vicente Gerbasi (1913 – 1992), referente fundamental de la tradición poética de su país. Fue diplomático poeta y publicista. Su libro más conocido es Mi padre, el inmigrante (1945).

 

 

VICENTE GERBASI

 

 

 

Mi padre, el inmigrante

 

 

Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del Estado Carabobo.

 

 

 

 

I

 

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores.

donde vive el almendro, el niño y el leopardo.

Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,

con volcanes adustos, con selvas hechizadas

donde moran las sombras azules del espanto.

Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,

solos en la tristeza de lejanas estrellas.

Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan

ráfagas seculares.

Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.

Atrás queda la angustia con espejos celestes.

Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:

engendrador de vida, engendrador de muerte.

El tiempo que levanta y desgasta columnas,

y murmura en las olas milenarias del mar.

Atrás queda la luz bañando las montañas,

los parques de los niños y los blancos altares.

Pero también la noche con ciudades dolientes,

la noche cotidiana, la que no es noche aún,

sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas

o pasa por las almas con golpes de agonía.

La noche que desciende de nuevo hacia la luz,

despertando las flores en valles taciturnos,

refrescando el regazo del agua en las montañas,

lanzando los caballos hacia azules riberas,

mientras la eternidad, entre luces de oro,

avanza silenciosa por prados siderales.

 

 

 

 

 

II

 

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,

el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,

el llanto en la memoria,

todo queda cerrado por anillos de sombra.

Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.

Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.

Mas en el alma caen acordes penumbrosos.

La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.

Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,

los cornos del enigma en vuestras lejanías.

En el hierro oxidado hay brillos en que el alma

desesperada cae,

y piedras que han pasado por la mano del hombre,

y arenas solitarias,

y lamentos del agua en cauces penumbrosos.

¡Reclamad, gritando hacia el abismo,

el mirar interior que hacia la muerte avanza!

En nuestras horas yacen reflejos de heliotropos,

manos apasionadas, relámpagos del sueño.

¡Venid a los desiertos y escuchad vuestra voz!

¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!

El corazón es una secreta soledad.

Sólo el amor descansa entre dos manos,

y baja en la simiente con un rumor oscuro,

como torrente negro, como aerolito azul,

con temblor de luciérnagas volando en un espejo,

o con gritos de bestias que se rompen las venas

en las calientes noches de insomnes soledades.

Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte.

¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido

a orillas de la gran sombra!

 

 

 

 

 

 

III

 

Relámpago extasiado entre dos noches,

pez que nada entre nubes vespertinas,

palpitación del brillo, memoria aprisionada,

tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,

sueño frente a la sombra: eso somos.

Por el agua estancada va taciturno el día,

doblegando los juncos hacia barcas de olvido.

El alma silenciosa en las violetas tiembla.

¿No somos un secreto guardado por las horas?

Mirad cómo en el césped de la tarde

la mirada es un brillo de azahares,

cómo se esconde el ser

en el suspiro leve de las frondas.

Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.

El frío de las piedras corre por nuestra sangre.

Un susurrar de nardo desciende por los valles.

Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,

perseguido por voces y látigos y dientes.

El hombre siempre solo, con su mirada, suya,

con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.

El hombre interrogando a sus calladas sombras.

Escucha: yo te llamo desde mis soledades.

desde mis suspirantes comarcas de palmeras,

abiertas a los signos luminosos del cielo.

El viento se te enreda con nieblas siderales,

y te detiene al pie de negros abedules.

Venados de la luna van corriendo

por la antigua memoria,

y en tu silencio caen llamas del corazón.

 

 

 

 

 

 

IV

 

Lo que siento en mi sangre como un reloj de arena,

cerca de algún retrato, del hilo y del salero;

lo que escucho en mi sangre como un rumor del día.

cuando una mariposa de la noche

viene a besar la sombra de nuestro corazón;

lo que escucho en mi sangre como acordes de luto,

cuando todo se apaga y todo es un ayer,

con rostros, con cenizas y manos en la sombra;

lo que escucho en mi sangre como grano que cae

en la penumbra de los aposentos,

donde el espejo de hundida confidencia

destruye vanamente las máscaras del hombre:

lo que escucho en mi sangre como flautas del sol,

cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia

como en una lejana colina de vendimias;

cuando el pensamiento transforma mis secretos

en abismos de yedras,

y reclino mi frente sobre el vino nocturno;

cuando siento mis pasos en la tierra,

y cuando digo: tierra,

y sé que estoy aquí iluminándome,

amándola y oyendo su mandato, que es el existir,

es lo que desciende en secreto hacia mi muerte:

rumor que me sostiene y me dibuja

en mi retrato antiguo,

con un halcón sobre el hombro,

en la penumbra de tus olivares:

marco de la conciencia,

enigma de viejos muros,

caída de la luz en la tristeza,

heno en la tarde, nubes de soledad,

higueras de la noche en forma de esqueletos,

mirada hacia la sombra del jaguar.

No somos habitantes de la luz.

Hay lenguas de tiniebla y signos ardorosos

danzando en torno nuestro.

Se nos cae la mirada en anillos de luto,

en juncales de miedo, en estrellas de plata.

La frente va perdida, como ráfaga fría

por la humedad nocturna de los espantapájaros.

¿Cuándo sale de ti mi oscuro andar?

Atrás quedan abismos en que mis ojos caen.

El hombre es de la noche que lo sigue,

sueño que el sol defiende,

paréntesis de incierta maravilla,

imagen que derriba la tiniebla.

Aún mi madre contempla tu retrato

y en su cabello blanco se hace un lejano resplandor.

Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,

y en tu muerte, disperso en mis sentidos.

Y persisten los ojos, las brasas del peligro,

y el hábito de andar por los sonidos,

por la humedad, la risa, las tinieblas,

donde las lumbres danzan

como reminiscencias de muertos familiares.

Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,

un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,

y un llevarlo todo al sueño

y hacer de la tierra un sueño.

Y es lo que viene ardiendo, sonando como un trueno

sobre un niño,

desde tu vida dura, desde tu muerte sola,

tu muerte semejante a una llanura,

donde curva la noche su lentitud de estrellas,

con un rumor de cascos, de piedras, de esqueletos,

con guitarras caídas junto al corazón,

con una copla del diablo,

con el azufre del Tirano Aguirre

danzando en las colinas,

y lejanos relámpagos antiguos

en un denso horizonte con sombras de diluvio,

y el viento que resuena sobre el sordo tambor

de la tierra caliente,

del agua del caimán y el venenoso diente.

Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.

 

 

 

 

 

V

 

A veces caigo en mí, como viniendo de ti,

y me recojo en una tristeza inmóvil,

como una bandera que ha olvidado el viento.

Por mis sentidos pasan ángeles del crepúsculo

y lentos me aprisionan los círculos nocturnos.

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Escucha. Yo te llamo desde un reloj de piedra,

donde caen las sombras, donde el silencio cae.

 

 

 

 

 

 

VI

 

El velero lustroso de la muerte

pasea tu silencio por mis mares sombríos,

entre brillos de un agua negra en ondas,

donde cantan marinos de otro tiempo,

ahogados en la noche, rendidos a las algas

que transportan las sombras.

Y siempre vienes a mí desde el olvido,

aventurero terrestre de barbas seculares.

Tus zapatos aún suenan sobre los ladrillos

y sobre las arenas de bahías desiertas,

con baúles desenterrados y monedas,

y con rocas lejanas donde los astros caen,

donde avanzan temblando las auroras,

en medio de las sombras de los fríos,

y de pinos del mar,

y signos y colores espectrales,

y las sombras de madres de barqueros,

llamando entre sus paños y sus cabellos,

y sus voces confundidas,

y sus lágrimas perdiéndose en la arena,

y gaviotas en fila, volando hacia otro mundo

hacia distancias cárdenas y negras,

hacia un día del misterio,

donde grita el hombre a su muerte.

Te sigue un perro grande,

el perro fiel y lento de nuestra lejanía.

En tu penumbra brillan barcas abandonadas.

Con las ráfagas gimen tus hondas soledades

y entre las algas tiembla el grave amanecer.

Te alejas en tu viaje como llovizna leve,

como el rumor del mar en los caracoles.

En mi soledad guardo tus hondas soledades.

De ti vienen los días

sonando en las guitarras del olvido.

Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego.

Por ti mi mano levanta el espejo que refleja la montaña.

Hacia mí venían tus huellas, tu fábula y tu clima,

y aún te veo llegar desde la muerte,

padre del remo, padre del pesado saco,

padre de la cólera y el canto.

 

 

 

 

 

 

X

 

¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,

cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?

Pasaron costas negras, arbustos inflamados,

barcas con piñas, cocos, bananas, chirimoyas,

sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.

Y pasaron caminos, zamuros, caseríos,

y viste un asno ciego atado a una ventana,

y un niño sin parientes pasar por la llanura,

y un vaquero llamando la sombra del ganado.

Una puerta caliente se abrió para tu vida.

Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,

los pájaros con gritos, y animales dolientes

que lloran largamente en el alto follaje.

Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,

de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,

semillas venenosas, corazones de pájaros.

Y viste la melaza correr en los trapiches.

Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,

atado a dos caballos.

Y viste la serpiente de agua, retorcida,

que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.

Y anduviste de noche entre mariposas

de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,

donde habita la fiebre de labios amarillos.

Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,

seguido por el canto del aguaitacamino,

que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.

Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.

Y grandes flores lilas, con brillos siderales,

se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.

 

 

 

 

 

XIII

 

¿Quién me llama, quién me enciende ojos de leopardos

en la noche de los tamarindos?

Callan las guitarras al soplo misterioso de la muerte,

y las voces callan, y sólo los niños aún no pueden descansar.

Ellos son los habitantes de la noche,

cuando el silencio se difunde en las estrellas,

y el animal doméstico se mueve por los corredores,

y los pájaros nocturnos visitan la iglesia de la aldea,

por donde pasan todos los muertos,

donde moran santos ensangrentados.

Por las sombras corren caballos sin cabeza,

y las arenas de la calle van hasta el confín,

donde el espanto reúne sus animales de fuego.

Y es la noche que ampara la existencia a solas,

en el niño insomne, en el buey cansado,

en el insecto que se defiende en la hojarasca,

en la curva de las colinas, en los resplandores

de las rocas y los helechos frente a los astros,

en el misterio en que te escucho

como una vasta soledad de mi corazón.

Padre mío, padre de mis sombras.

Y de mi poesía.

 

 

 

 

 

 

XVI

 

Todas las colinas ondulaban hacia el sitio que buscabas.

Los árboles ondulaban, ondulaban en la soledad de tu alma,

como un recuerdo de los siglos en el viento,

como un recuerdo de las soledades del mundo,

cuando el fuego bajaba por el pecho de las montañas

y los reptiles miraban las flores sudorosas.

Ondulaban, ondulaban en el silencio de tu alma.

Ondulaban, ondulaban en el silencio de la tierra roja,

donde el hombre se esconde

para dar muerte al tímido animal.

Ondulaban, ondulaban en la atmósfera ardiente del colibrí,

que gira, y gira, y huye y gira en su vuelo tornasol.

Ondulaban, ondulaban, murmurantes,

en las anchas soledades,

donde canta la guacharaca anunciando la lluvia.

Ondulaban, ondulaban, y corrían los toros y los caballos,

espantados por el resonante viento del fuego,

hacia un desolado atardecer.

Ondulaban, ondulaban, y caían reflejos rojos

en las oscuras aguas de la selva,

donde beben la ardilla, la lapa y el tapir.

Ondulaban, ondulaban, los árboles en tu vida,

aquí, en la tierra, aquí, en tu afán,

aquí, donde algún hombre solitario,

entre carbones de árboles incendiados,

siembra la yuca y el banano,

busca el veneno en la hojarasca,

y conoce el misterio de los vegetales.

Y era un lento ondular el día,

un ondular hacia las márgenes de los ríos

con lentas barcas y caimanes en las aguas amarillas.

Un lento ondular hacia el horizonte,

donde la noche congrega a los hombres con sus guitarras,

entre sus viviendas de ennegrecida palma,

bajo el silencio solitario de las estrellas.

 

 

 

 

 

 

XVIII

 

Llegaba el día del agua verde,

espesa como un lienzo oscuro con flores.

El agua estancada con gérmenes de fiebre,

el agua solitaria, perdida, abandonada,

donde la garza inmóvil se mira en su tristeza.

Y era el día sin pan, el día sin respuesta.

El día de los campesinos muertos sobre la yerba reseca.

Y tu vida era de nuevo un regresar,

un regresar hacia días y noches,

hacia el sitio que buscabas en tu desesperación.

 

 

 

 

 

 

XIX

 

Te señalo en el mediodía de la angustia,

entre árboles y espinas y cigarras,

entre lenguas de fuego bajo el sol,

ahí donde un caballo anda por nuestra tristeza,

y cae, y muere, con los ojos abiertos hacia el cielo.

Te señalo en la soledad de danzas ilusorias,

de corrientes perdidas, de sutiles serpientes,

cuando la hora tritura sus cristales y espejos,

y las aves huyen del gran pozo de fuego,

donde estalla la fruta, la espiga, la corteza,

donde la calavera brilla sonoramente

en su amarilla frente

que lamen aguas tibias,

que llaman voces roncas,

ecos de las cavernas.

Y todo cae en el silencio de la tierra,

de la tierra roja con grandes hormigas rojas,

que lentamente avanzan por sus claras ciudades,

con su pesada carga de circulares hojas.

Y todo es un temblor de láminas livianas,

de mercurio caliente,

y la curva de las colinas se hace adusta,

grave, resplandeciente,

bajo el vuelo circular de los gavilanes,

lentos, casi inmóviles en la atmósfera caliente,

como sostenidos por el viento de los siglos.

Te señalo en la hora del canto de la paloma torcaz,

escondida en la extensión reverberante,

cuando el toro muge en medio de nuestra lejana melancolía,

cuando nos interrogamos: “¿quién me responde ahora?”,

cuando en la vivienda de barro y palmas

la gente calla cabizbaja en el humo del tabaco,

en el sopor de su oscura pobreza

entre tinajas, cenizas y cucharas de palo.

Cuando junto a nosotros el río arrastra vegetales sombríos,

como residuos de nuestros sueños luctuosos,

en que negras barcas atraviesan luces, ondas, gritos.

Te señalo sobre la tierra, en medio de tu propia voluntad.

La hoja aceitosa y morada del tártago,

la flor amarilla y espesa del guanábano,

la fruta velluda del guamo,

la araña cobriza y lenta,

el insecto de plata y de veneno,

están aquí en tu silencio,

en tu silencio profundo como el día,

donde posan los valles

como en la reminiscencia de una leyenda.

Está aquí lo que tú querías allá entre los pastores,

cuando los deshielos daban música y espuma a los riachuelos,

y florecían las violetas y maduraban las fresas en torno tuyo.

alrededor de tu aldea con muros medioevales

y vuelo de palomas en las tardes.

Está aquí el fuego lamiendo la tierra,

el agua lamiendo las raíces,

los animales lamiendo a los animales.

Y tú estabas aquí con el sudor de tu frente,

el solitario, el vestido de paño de hilo,

el erguido en medio de la comarca de las tempestades,

el que iba gritando hacia adentro,

buscándose las manos y la frente en su existencia,

buscando el sitio donde poder decir:

“Aquí yo vivo, aquí yo soy el hombre”.

Sí, tú ibas, paso a paso, con tus pies pesados,

tus pies que hacían correr los animales,

volar las aves hacia celestes puentes crepusculares.

Tú eras el que contestaba sin que nadie te llamara.

¿Quién te llamaba? ¿Acaso ibas entre fantasmas?

¿O estaba tu memoria poblada de fantasmas?

¿O huías de algo tuyo, de algo que dentro de ti aborrecías?

Insectos peludos se acercaban a tus piernas,

víboras, escorpiones, gusanos como pájaros

recién salidos del huevo,

animales con llanto, dientes con fuego.

Pero eras el que marchaba, el resistente,

mudo en la nostalgia de susurrantes olivares,

de serenas colinas con manzanos que iban hasta el atardecer,

hasta los último céspedes, donde una luz angélica se fuga,

moviendo brillos del paraíso en las frondas lejanas del alma.

Estabas aquí en medio del vaho caliente

que asciende de las hirvientes aguas estancadas,

del espeso limo verde con ranas

y redondas flores lilas entreabiertas,

de la fruta y de la hoja que se pudren

con huevos de insectos y reptiles.

En medio del vaho que asciende entre los juncos,

entre las lianas y las amarillas frutas de la fiebre.

En medio del vaho que humedece nuestras espaldas

nuestros hombros y nuestra frente.

En medio del vaho que aguarda la noche

para mover sus visitantes azules,

entre los ojos del leopardo y el búho.

Tú estabas aquí, solo, devorado, mudo,

con tu garrafa de aguardiente para la noche,

con tu perro y tus estrellas de otro mundo.

Padre mío, padre de mi sangre.

Y de mi poesía.

 

 

 

 

 

 

XXIII

 

Yo vengo de esa hora que soporta la tierra,

donde estaba tu vida contra los huracanes,

frente a las puertas selladas ante las bocas mudas.

¿Acaso, lloraste a veces bajo la medianoche,

cuando las estrellas te llevaban a tu cielo?

¿Acaso te arrepentías?

¡Ah, pero tus manos podían soportar toda tu soledad,

y te daban el pan!

Y entonces miraste en los ojos de los pobres,

de los mendigos que guardan en los rincones de las ciudades.

¡Ah, los mendigos!… ¡Ellos, los mendigos!…

Tan parecidos a los viejos muros y a los santos…

 

 

 

 

 

 

XXIV

 

De todo tu andar de antiguo caminante,

de todo tu sufrir en desamparo,

de soportar el peso del hacha o del saco,

de asistir al herido y repartir el pan,

sólo te quedó una casa,

a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.

Aquella casa fue mi casa.

Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,

escondida entre el café y el cacao.

Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,

en mi aldea, que entre árboles

jugaba con niños y caballos.

Había una plaza con cabras y almendrones de apacible

sombra,

y una iglesia de donde salía un Cristo,

en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.

Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,

y allí estabas callado, con tus libros,

junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.

Allí estaban tus noches,

todavía con las estrellas de otro mundo,

y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.

Y allí estaba yo como una angustia para ti,

y tu trabajo y el sudor de tu frente,

y el canto de los sapos en las sombras,

y el tinajero en el corredor de la medianoche,

y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro

amanecer.

¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!…

Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,

tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,

de pie ante los días de mi infancia.

 

 

 

 

 

 

XXV

 

Están en ti mis orígenes,

mis dioses, mis resinas, mis sueños.

En tu vida de ayer y en tu muerte de hoy,

en el grave silencio que te guarda

en un bosque de flores de elevados tallos

en la penumbra de la música y las luciérnagas.

Vas por comarcas de iluminadas grutas,

de reflejos violetas y truenos azules,

sin haber interrumpido la ascensión de tu ser,

porque la muerte nos acoge en sus leyendas

y en sus graves dominios de cerezos en flor.

Ella… Ella… La que nos devuelve la memoria

doliente de la esposa, del hijo, del amigo,

y acerca los perros a las tumbas,

y agita mariposas en torno a nuestra frente,

y da suaves movimientos a los retratos en los aposentos.

Ella… Ella… La que tan ardorosamente ignoramos.

¿Cómo he de aguardarla yo en mi angustia?

¿Qué anuncian los coros que a veces oímos

más allá de las arboledas vespertinas?

¿En cuál de nuestros oscuros sobresaltos

ha estado junto a nosotros, mirándonos,

desde su ventana de frío e inolvidables pinos,

como un espejo de sufrimientos

y de hundido son de campanas,

en este momento en que nos miramos el rostro con indiferencia,

con recuerdos, y pensamos en el pan de todos los días?

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Tú eres el habitante de los reflejos y los ecos,

pero aún oigo tu voz y tu corazón y veo tu sonrisa

y tu barba blanca y tu mano fuerte.

Tu mano, que un día, tuyo, y con palabra tuyas,

de alguien se despedía desde un golfo perdido,

en ese momento en que aprendías a estar solo,

viendo los distantes navíos, los amantes en las playas,

los pescadores moviendo sus barcas hacia las olas.

Eras el que sabía avanzar con su vida,

entre las cosas que están aquí,

para el hombre, para el que vive, para el que se debate.

Las cosas que están aquí sobre la tierra,

y pasan junto a nosotros para habitar en la memoria

y edificar nuestra existencia resonante.

Vienen de ti mi afán y mis palabras,

y es tu sangre la que dice con mis labios:

hierro, pan, campana, frente, piedra, flor, caballo,

casa, sartén, naranjo, césped vespertino,

romero, yerba, clavo, cayena y astromelia.

Y está aquí mi existencia con hijos en las horas,

con hijos que me llaman en las horas,

buscándose a sí mismos en las horas.

Y estoy aquí para llevarles pan,

y andar por la ciudad con mi destino,

correr entre relojes con mi angustia,

y contemplar los astros, y mirarme las uñas,

y gritar hacia adentro y hacia el mar,

y hacia la noche, y hacia mi madre,

y hacia los grandes estremecimientos del mundo.

Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre,

los signos solitarios que me hieren,

mis huellas que me siguen en la tierra,

mis huellas que vienen de tu vida,

padre mío, padre de mi pesadumbre.

Y de mi poesía.

 

 

 

 

 

 

XXVIII

 

Tú, que me lanzaste sobre la tierra y hacia la nada,

desde el círculo incendiado de tus experiencias,

desde todas las puertas cerradas,

desde las calles perdidas,

desde los perros que aúllan frente a los cadáveres,

desde los puertos que inflaman

sus alcoholes en la noche,

desde la pobreza que va huyendo por las callejuelas,

desde las mañanas, desde aquel cielo de samaritanas,

desde aquellos cerezos temblorosos,

a cuya sombra mi madre

esperó que yo viniese de ti

como el sencillo regalo de un pobre;

tú, junto a ella, levantas mi sombra

en los valles de mi propio corazón.

 

 

 

 

 

 

XXIX

 

Arden puertas oscuras hacia el fondo

de muros solitarios,

hacia la escala antigua de Jacob.

Resbalan las maderas, los metales,

cayendo en las tinieblas como lenguas,

en la sangre que hierve,

hacia rostros oscuros,

y aquí, junto a mi alma,

se abren flores azules

en medio al resplandor.

Detrás están las llamas saliendo de la madera,

detrás están los vientos de las constelaciones.

Una espada, una espada, una espada que brilla

derriba un árbol negro.

Ahí va como un río el mármol por la noche,

y resuenan las voces

de las almas que llegan al panteón nocturno.

 

 

 

 

XXX

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

 

 

 

 

Datos vitales

Vicente Gerbasi (Venezuela, 1913 – 1992). Publicista, diplomático y poeta. Uno de los autores más representativos de su país. Hijo de un inmigrante, vivió y estudió sus primeros años en Italia. A su regreso formó parte junto a otros destacados poetas del grupo Viernes, de tendencia vanguardista. Entre sus libros figuran: Vigilia del náufrago (1937), Liras (1943), Mi padre, el inmigrante (1945), Círculos de trueno (1953), Por arte del sol (1958), Olivos de eternidad (1961), Retumba como un sótano del cielo (1977), Los colores ocultos (1985), El solitario viento de las hojas (1990), entre otros. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y aparece incluida en diversas antologías de poesía hispanoamericana.

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