“Casa del bosque”, poema en video de Claudia Posadas

Claudia Posadas

Presentamos el video de “Casa en el bosque”, poema de Claudia Posadas perteneciente a Liber Scivias, Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2009. El libro se presentará el 28 de julio de 2011, 18: 30 hrs. en el Centro Cultural Bella Época (Tamaulipas 202, Condesa, MX DF).

 

 

“Casa en el bosque”, uno de los poemas centrales de Liber Scivias  (Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas, 2011), es la celebración pero también, la pérdida de los reinos de la infancia. El video es una  producción y edición de Gabriela Nápoles, Yosadara Guzmán y Olivia Díaz. Consulta el canal de You tube de la autora!

En la presentación de este libro en DF, participarán Angelina Muñiz-Huberman, Hernán Lara Zavala, Eduardo Langagne, Marvin Lorena Arriaga Córdova, directora general del CONECULTA Chiapas, Ariel González y la autora.

En el acto se contará con la intervención especial del ensamble de música antigua Ditirambo, con la escenificación de música, teatro y poesía “Hacia ti, Imperayritz de la Ciutat Joyosa, Montsalvat Celeste, Montsalvat…” basada en textos de C. Posadas, pertenecientes a Liber Scivias, y de Lanza del Vasto, Juan Eduardo Cirlot y Teresa de Ávila.

No faltes!

El libro se encuentra disponible en librerías de prestigio en DF, en los siguientes puntos de venta: Fondo de Cultura Económica, sucursal Rosario Castellanos (Tamaulipas 202) y Octavio Paz (Miguel Ángel de Quevedo 115), Librería Bonilla (Miguel Ángel de Quevedo 477, esq. Delta), Péndulo Roma (Álvaro Obregón 86).

Muy pronto, disponible en más librerías!

 

Aquí el poema completo:

 

 

 

Casa en el bosque

(Illud tempus)

 

           

A Sebastián Teillier, en recuerdo de aquellas

conversaciones en torno a su padre,

Jorge Teillier.

 

 

Era el tiempo en que el mundo no había cubierto nuestros ojos con su bruma,

y los frutos del reino estaban al alcance de estas manos

cuya línea del corazón aún no era la herida;

era un jardín secreto que para nosotros era un bosque,

y era también el sol de los veranos reflejándose en nuestros gritos de alegría,

en nuestras rondas eternas y veloces como abandono al giro de la Tierra.

 

Era un asomarse a la fontana en medio del jardín

y mirar el deshacerse de un rostro puro en la confusión de las aguas;

era abandonar el rostro y perseguir a quien lanzó el guijarro como un naciente deseo

de caos         y ya no ver,

al fondo de la claridad,

la reverberación de un astro mínimo llamándonos.

 

Era el conjurar con un soplo a los invertebrados monstruos,

su amenaza de aguijones,

su húmedo arrastrarse y los innumerables ojos observándonos;

era exorcizar la emanación de las hierbas venenosas

y el hambre de las aves que devoraban nuestros caminos de pan

con sortilegios que sólo nosotros conocíamos,

porque los habíamos aprendido al oír entre las grietas de los árboles.

 

Y era la habitación de la casa natal donde el silencio de una pequeña lámpara

en la mesa de noche,

alejaba la penumbra del sueño;

el recinto donde yo escondía el cofre en que guardaba los minúsculos tesoros,

el reloj de arena,

                            los mapas de los países fantásticos,

el prisma con que era observado el cielo…

 

La estancia donde levanté castillos y pequeñas casas con precarios andamiajes,

e iluminé con tinta aurífica los trazos del cuaderno secreto.

 

En donde mirábamos fugarse, a través de la ventana,

y en la víspera de aquellas noches de magias y prodigios

(inicial misterio para abrir el corazón a otros misterios),

esferas y cometas llevando en su cauda nuestros mensajes para el infinito.

 

Pero también, en esa casa del bautismo,

eran los murmullos tras la puerta al final del corredor,

los llantos en medio de la noche,

y sobre todo aquel sesgo en el mirar de los otros,

los nacidos en la misma entraña,

en el cual se iban fraguando los juicios que buscarían condenarme,

y los primeros quiebres de un odio que venía de lejos,

de voluntades ya sin nombre consumidas en el dolor de antiguas derrotas.

 

El duelo, el llanto, el murmurar un magma cuyas causas y furias habían traspasado las eras para urdir,

silenciosa y obstinadamente, como una araña inmortal y mortífera,

un hilar que se fue ovillando hasta perder su trama y ser una espesura,

la mortaja que por siempre debería confinar a los marcados por su viejo sino.

 

Y para cumplir la venganza de esta ira,

su urdimbre me fue impuesta como una fatalidad,

pues al igual que a sus hijos,

tenía que demoler mi resistencia y convertirse en el fundamento de mis actos.

 

Faltaban muchos años para que yo pudiese deshilarla y cortar de tajo su espesor.

 

Pero también me pertenecía aquel reino en el que alguna vez la blancura de un rosal

se desprendió de su más bella flor espirilada

como una ofrenda concedida a mi contemplación.

 

Pero también era para mí la piedra de la suerte que hallé en su escondite de hojas secas,

y en la cual los reflejos del sol eran señales que auspiciaban

la cercanía a la casa abandonada hacía tiempo;

también era para mí el sosiego en el murmullo nocturno de los grillos guardianes,

la casa de madera esperándonos en la hondura de ese bosque nuestro

para protegernos de la lluvia y toda vastedad que nos pareciera temible.

 

Entrar a su paisaje enrarecido en que sólo yo pude columbrar a un ser de transparencia

ondulando, con sus formas invisibles, los destellos del sol en el polvo,

y que me observaba con devastadora tristeza.

 

Entrar, y refugiarse de la noche persiguiéndonos,

y encender la estancia con luciérnagas que habíamos logrado capturar en nuestras redes.

 

En ocasiones, sin que nadie me viese,

me guardaba en esa vieja casa de un maligno serpentear augurándome el horror de la noche

y cuyo abismo,

del que solía despertarme con un golpe en el pecho aunque nadie estuviera en mi habitación,

se cumplía inevitablemente en el sueño.

 

También, me escondía de las voces al fondo del pasillo y de la ira incomprensible

que me ahogaba en la casa natal.

 

Otras veces me oculté de las trampas tendidas por las pequeñas sombras de los otros,

los iguales,

sombras comenzando a urdirse, como la propia,

en la costumbre indiscutible de toda ruindad añeja,

sombras como incipientes crueldades,

aquellas minúsculas erinias encarnándose en nuestras blandas materias,

y forjando la raíz del daño.

 

Imposible detenerlas,

a cada gesto de su herida avanzaba su maduración sin que nos diésemos cuenta,

al igual que las hiedras del jardín extendiéndose por ese espacio que,

tampoco lo sabíamos,

sería nuestro único y verdadero reino.

 

Así, al interior de aquella estancia,

transcurrían algunas tardes hasta escuchar el toque de ànimes con que solían llamarnos de regreso a casa,

mientras miraba largamente caer la arena del reloj,

y esperaba el astro del crepúsculo para medir con mi cristal su distancia a mi corazón.

 

Y de nuevo encerrarme en el ahogo y el combate con las sombras que mi lámpara custodia no podía exorcizar;

entonces aguardaba la estrella salvadora del Alba cuya luz, en ocasiones,

era el resplandor en el sueño que emanaba de una Ciudad de Oro en las alturas,

o del caer de la arena aurífera en la casa del bosque.

 

Sin embargo llegó el día en que un extraño y profundo abandono vino con el Alba

(aunque también recordar que esa primera luz otorgó una incandescencia a la rosa concedida en el jardín

y que desde entonces velaba mi sueño),

el día en que las aguas de la fuente comenzaron a ser un estancamiento,

 y la línea en nuestras manos la hendidura.

 

El caos ya no fue la pequeña roca lanzada en ese aljibe,

sino la sombra creciendo a nuestra espalda.

 

(Muy pronto caería la ciudad celeste como un túmulo sobre la tierra; comenzaría nuestro largo retorno hacia el cauterio…). 

 

Como último conjuro,

quise iluminar la amada casa de la hondura para habitarla por siempre,

y enterré en su espacio el reloj deseando que su arena fuese el oro que relumbrare mi refugio,

no sin antes haber roto alguna de sus cápsulas para guardarme un puñado de ese polvo.

 

Sin embargo los insectos y la hiedra horadaron el jardín y la casa abandonada hasta el derrumbe

(jamás encontraría el reloj de arena en los escombros),

y el toque de ànimes no fue más la llamada a la que creía era la casa de la infancia

(me restaban muchos años para darme cuenta que nunca lo fue),

sino un largo,

triste

doblar del campanario.

 

 

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