Galería de ensayo mexicano. La Barbomancia es una circunstancia, por José Miguel Barajas

José Miguel Barajas

En el marco de la Galería de ensayo mexicano, presentamos un texto de José Miguel Barajas (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1983). Barajas recibió en 2008 el Premio Nacional de Ensayo Juan Rulfo. Actualmente es becario de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas.

 

La Barbomancia es una circunstancia

 

                                                                                                

Me agazapo a la sombra de un aljibe

o de un corredor y juego a que me buscan.

 

Jorge Luis Borges, “La casa de Asterión”

 

Heme aquí ante un espejo abierto. De espaldas no puedo verme, mas si me vuelvo el espejo se cierra. ¿Acaso me habla? Escucho la voz de mi madre que nos cuenta mitos griegos adaptados para niños: Narciso, Eco, Ícaro, Prometeo, Hércules… Otra noche escucho “La barrica del amontillado”. Luego hay silencio. Tomo la Biblia. Quiero entender para qué nací. En el catecismo nos hablan de Dios, pero ¿por qué Dios no me habla de sí? Guardo silencio. Más allá del canto de los grillos nocturnos encuentro a Pitágoras y la música de las esferas celestes. Hipnotizado, retomo una danza antigua que me lleva a Egipto. Leo la introducción de Los grandes iniciados de Edouard Schuré. Imagino la noche de los tiempos. En un barco fenicio vuelvo la vista al cielo. ¿De qué color cantan las estrellas? ¡Son sirenas! Cuando reacciono estoy muy lejos. Es otra la noche y otra mi voz. ¡Quiero entender lo que escuché! Hablo, mas no comunico. Desamparado, me aíslo. En la grieta donde me he refugiado descubro a Zarathustra. Al poco tiempo me interroga: “¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu pensamiento dominante, y no que has escapado de un yugo.” Otra ocasión en la que el aire es difícil de asimilar, lo veo combatir contra algo que sin voz le dice: “Lo sabes, Zarathustra?”, a lo que éste grita de terror y la sangre abandona su rostro, pero calla. Entonces, algo vuelve a hablarle sin voz: “¡Lo sabes, Zarathustra, pero no lo dices!”, y la tensión es insoportable. Mientras me alejo sólo puedo escuchar aquello que sin voz vuelve a decirle: “¡Qué importas tú, Zarathustra! ¡Di tu palabra y hazte pedazos!” La fuga se prolonga varios meses en los que todavía la sentencia de aquello sin voz resuena en mi conciencia. Descubro mientras huyo El evangelio según Jesucristo de José Saramago. Quiero comprender la muerte del Hijo. Comienzo así la lectura de otra versión del mito. Veo como Pastor, en los ojos de María, a la creatura en gestación. Me queman, como a José, las voces de los inocentes que decidió no salvar. Asisto con furia a la reunión entre Dios, Cristo y Pastor, donde el Padre cuenta al Hijo, a manera de letanía, el infortunio de todos los mártires por orden alfabético y tipo de muerte dolorosa que habrán de sufrir para que la Iglesia sea fundada. Comparto finalmente con el Cristo sus últimas palabras: “Hombres, perdónenlo, no sabe lo que hace.” Y esta afirmación aparentemente me ayuda a regresar.

En adelante, pienso que puedo vivir sin tener que explicarme nada de lo anterior. Continúo leyendo a José Saramago, primero el Ensayo sobre la ceguera con su perro de las lágrimas; después Levantado del suelo, donde aprendo que “el Alentejo es un mar interior”; luego La balsa de piedra y sus estorninos; El cuento de la isla desconocida que se hace a la mar en busca de sí misma; Memorial del convento con su Blimunda, la Passarola y Domenico Scarlatti. Me detengo en El año de la muerte de Ricardo Reis. ¿Quién es este médico-poeta de versos neoclásicos? Sólo varios meses después Antonio Tabucchi me guiará hacia Fernando Pessoa y su heteronimia. Este acontecimiento significa para mí un gran hallazgo. Encuentro en él un nuevo descanso y también un deleite. De Alberto Caeiro:

 

No creo en Dios porque nunca lo he visto.

Si el quisiera que yo creyera en él,

seguro que vendría a hablar conmigo

y entraría por mi puerta diciéndome:

¡Aquí estoy!

Pero si Dios es las flores y los árboles

y los montes y el sol y la luna,

entonces creo en él,

entonces creo en él a todas horas

y mi vida entera es una oración y una misa

y una comunión por los ojos y por los oídos.

 

Pero si Dios es las flores y los árboles

y los montes y la luna y el sol,

¿por qué llamarle Dios?

Lo llamo flores y árboles y montes y sol y luna;

porque si él se hizo, para que yo lo viese,

sol y luna y flores y árboles y montes,

si se me aparece como árboles y montes

y luna y sol y flores

es porque quiere que lo conozca

como árboles y montes y flores y luna y sol.

 

Y por eso yo lo obedezco

(¿qué más sé yo de Dios que Dios de sí mismo?),

lo obedezco viviendo, espontáneamente,

como quien abre los ojos y ve,

y lo llamo luna y sol y árboles y montes,

y lo llamo sin pensar en él,

y pienso en él viendo y oyendo,

y ando con él a todas horas.

 

            En otro momento de vértigo conozco la magia de Vicente Huidobro. Todo Altazor es un incendio. Arden todavía en mí aquellas palabras del Canto I:

            Ángel expatriado de la cordura

            ¿Por qué hablas Quién te pide que hables?

            Revienta pesimista mas revienta en silencio

            Cómo se reirán los hombres de aquí a mil años

            Hombre perro que aúllas a tu propia noche

            Delincuente de tu alma

            El hombre de mañana se burlará de ti

            Y de tus gritos petrificados goteando estalactitas

            ¿Quién eres tú habitante de este diminuto cadáver estelar?

            ¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de eternidad?

            Átomo desterrado de sí mismo con puertas y ventanas de luto

            ¿De dónde vienes y a dónde vas?

            ¿Quién se preocupa por tu planeta?

            Inquietud miserable

            Despojo del desprecio que por ti sentiría

            Un habitante de Betelgeuse

            Veintinueve millones de veces más grande que tu sol

 

            Hablo porque soy protesta insulto y mueca de dolor

            Sólo creo en los climas de la pasión

            Sólo deben hablar los que tienen el corazón clarividente

            La lengua a alta frecuencia

            Buzos de la verdad y la mentira

            Cansados de pasear sus linternas en los laberintos de la nada

            En la cueva de alternos sentimientos

            El dolor es lo único eterno

            Y nadie podrá reír ante el vacío

            ¿Qué me importa la burla del hombre-hormiga

            Ni la del habitante de otros astros, más grandes?

            Y yo no sé de ellos ni ellos saben de mí

            Yo sé mi vergüenza de la vida de mi asco celular

            De la mentira abyecta de todo cuanto edifican los hombres

            Los pedestales de aire de sus leyes e ideales

           

            Dadme  dadme pronto un llano de silencio

            Un llano despoblado como los ojos de los muertos

 

O bien, desde un ángulo del universo oir clavar el ataúd del cielo:

¿Quién ha contado todos sus muertos?

Y si se abrieran todas las ventanas y si todas las lámparas

se ponen a cantar y si se incendia el cementerio?

Por cada pájaro del cielo habrá un cazador en la tierra.

Sonarán los clarines y las banderas se convertirán en luces de bengala. Murió la fe, murieron todas las aves de rapiña que te roían el corazón.

Pasan volando las estatuas migratorias.

En la llanura inmensa se oye el suplicio de los ídolos entre los cantos de los árboles.

Las flores huyen despavoridas.

Se abren las puertas de una música desconocida y salen los años del mago que se queda sentado agonizando con las manos sobre el pecho.

Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué nos aferramos a nuestros muertos? ¿Por qué nos empeñamos en resucitar nuestros muertos?

[…]—Isolda, entierra todos tus muertos.

 

Y sin embargo Bernardo Soares me recuerda: “Haya o no haya dioses de ellos somos siervos”. Y Paul Valéry me lo confirma en su Monsieur Teste: “No tenemos ninguna consideración con el que está en nosotros.” De ahí que como Soares tenga también hambre de la extensión del tiempo y quiera ser yo sin condiciones. De ahí que como Teste, si se me pregunta de qué he sufrido más, responda tal vez que de la costumbre de desarrollar todo mi pensamiento, de ir hasta el fondo en mí, pues como afirma el propio Teste: “Hay que entrar en sí mismo armado hasta los dientes.”

Éste entrar en sí mismo, éste ser siervo de los dioses aunque no los haya, me remite a la hipóstasis que desde un torbellino en el Antiguo Testamento pregunta a Job:

 

Ahora ciñe como varón tus lomos;

Yo te preguntaré, y tú me contestarás.

¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? 

Házmelo saber, si tienes inteligencia. 

 ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? 

 […]

¿Quién encerró con puertas el mar?, 

Cuando se derramaba saliéndose de su seno,

Cuando puse yo nubes por vestidura suya,

Y por su faja oscuridad,

¿Y establecí sobre él mi decreto, 

Le puse puertas y cerrojo,

Y dije: Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante,

Y ahí parará el orgullo de tus olas? 

[…]

¿Has entrado tú hasta las fuentes del mar, 

Y has andado escudriñando el abismo?[1] 

¿Te han sido descubiertas las puertas de la muerte, 

Y has visto las puertas de la sombra de muerte? 

[…]

¿Por dónde va el camino a la habitación de la luz, 

Y dónde está el lugar de las tinieblas, 

Para que las lleves a sus límites, 

Y entiendas las sendas de su casa? 

[…]

¿Has entrado tú en los tesoros de la nieve, 

O has visto los tesoros del granizo, 

Que tengo reservados para el tiempo de angustia, 

Para el día de la guerra y de la batalla? 

¿Por qué camino se reparte la luz,

Y se esparce el viento solano sobre la tierra?

[…]

¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades, 

O desatarás las ligaduras de Orión?

¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos,

O guiarás a la Osa Mayor con sus hijos? 

¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? 

¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?

¿Alzarás tú a las nubes tu voz, 

Para que te cubra muchedumbre de aguas? 

¿Enviarás tú los relámpagos, para que ellos vayan? 

¿Y te dirán ellos: Henos aquí? 

¿Quién puso la sabiduría en el corazón? 

¿O quién dio al espíritu inteligencia? 

[…]

¿Vuela el gavilán por tu sabiduría, 

Y extiende hacia el sur sus alas? 

[…]

¿Es sabiduría contender con el Omnipotente?

 

Si no es sabiduría contender contra el Omnipotente aunque no haya tal, ¿qué puede un hombre cuando canta la canción del infinito en un gallinero y oye la voz de Dios en un pozo tapado? Vanidad de vanidades, todo vanidad, según el Sabio. Mas un hombre también puede no ser nada, nunca querer ser nada, no poder querer ser nada. Y aparte de esto, tener en sí todos los sueños del mundo. ¿Como consecuencia hay aflicción de espíritu? En palabras del mismo Sabio, todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de lamentar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. 

 Miyamoto Musashi en El Libro de los Cinco Anillos lo llama ritmo y es fundamental para el guerrero conocerlo. Nosotros lo llamamos Barbomancia. Su estudio se concentra en la percepción y comprensión del mundo mediante el contacto con los filamentos energéticos de las dimensiones de la existencia. Las vías del Barbomago no son una ambición ni pretensión nuestra. Son simplemente nuestras maneras de no ser nada ante lo Omnipotente y tener aparte en sí todos los sueños del mundo. La Barbomancia es nuestra circunstancia. Si no la salvamos a ella no nos salvamos nosotros.

Pero también a veces me agazapo a la sombra de un aljibe o de un corredor y juego a que me buscan. ¿Vendrá Dios a buscarme? ¿Bajará alguna estrella? Más vale vista de ojos que deseo que pasa. Por eso mi aldea es tan grande como cualquier otra tierra. Porque soy del tamaño de lo que veo y no del tamaño “de mi altura.” No hay fin de continuar hablando de más libros; y el mucho estudio es fatiga de la carne.

La sabiduría existe, la lógica existe. Ya no hay espejo. La mente está vacía.

 

 

Datos vitales

José Miguel Barajas García (San Andrés Tuxtla, Veracruz ,1983). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (2004-2008); egresado de Lengua Francesa por la misma UV (2005-2010) –tesis por defender sobre Les cinq cents millions de la Bégum de Jules Verne–; Premio Nacional de Ensayo Juan Rulfo 2008. Becario de ensayo 2010-2011 en la Fundación para las Letras Mexicanas.
 

 

[1] También hay mares metafísicos, querido Jules, vos te tiraste en uno de esos.

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