Notas sobre la traducción. A propósito de Tomas Tranströmer

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En una nueva entrega de “Cónicas de Babel”, el poeta y traductor costarricense G.A. Chaves (1979) nos presenta algunas reflexiones acerca de la traducción a propósito del Nóbel de este año, Tomas Tranströmer. Chaves prepara actualmente una traducción del poeta ruso estadounidense Ilyá Kamínsky.

 

 

 

Otros modos Notas sobre la traducción a raíz del Premio Nobel dado al poeta sueco Tomas Tranströmer

 

Más que un asunto de fe o de virtud, la virginidad de María sería un problema de traducción. Según algunos hebraístas, como Bart D. Ehrman, el Evangelio según san Mateo, al citar una versión en griego del profeta Isaías, consigna que “una virgen dará a luz a un hijo”. Sin embargo, la palabra original en Isaías no era parthénos (virgen en griego), sino almah (muchacha joven en hebreo). Resultado: siglos de debates, reputaciones arruinadas y virtudes confundidas; un curioso inicio para la religión que nos dio la arcana verba y con ella la idea de que la lengua de Dios es intraducible (2 Corintios 12:4).

Salman Rushdie fue condenado a muerte por un error de traducción: el título de su novela Los versos satánicos constituye una blasfemia para los musulmanes pues, aunque el libro se refiere al origen engañoso de unos pocos pasajes del Corán, el título en árabe, Al-Ayat ash-Shataniya implica que todo el Corán (Al-Ayat) es de origen satánico. Resultado: Rushdie debió vivir escondido durante años, mientras algunos de sus traductores sufrieron ataques físicos a manos de fieles enardecidos, o incluso la muerte, como el japonés Hitoshi Igarashi.

Aún así, son pocos los traductores que llegan a causar tantos problemas. La mayor parte sufre apenas de un regular aburrimiento cada vez que un neófito (ojalá mo-nolingue) les comenta lo difícil que debe ser traducir. Si la persona se dedica a traducir poesía, la frase abortiva cae segura como lluvia en octubre: “Traducir poesía es imposible”.

Sin embargo, ay, si existe algo que aprender de los ejemplos del Evangelio y de Rushdie, y de tantos otros “problemas de traducción” con que nos enfrentamos día a día, no es que traducir sea imposible, sino que lo imposible es dejar de hacerlo; es decir, dejar de refinar sobre lo que se ha pensado y entendido antes, dejar de leer desde nuevas vistas y nuevas experiencias.

La Vulgata, de san Jerónimo, fue fundamental para fijar el canon católico, pero también lo fue luego la retraducción de Martín Lutero, con recados a Jerónimo, para fijar la teología protestante: matices, sí, pero qué matices.

 

Camino de correspondencia. Entre otras cosas, traducimos para ver mejor. Al comparar las traducciones que el uruguayo Roberto Mascaró ha hecho del sueco Tomas Tranströmer, recientemente galardonado con el Premio Nobel, el poeta español Carlos Pardo menciona la “curiosa revisión” que ha aplicado Mascaró en sus versiones nuevas sobre las que ya había hecho en los años 80.

Las nuevas versiones de Mascaró, dice Pardo, “se han vuelto más elípticas, secas”, y han eliminado “algunas partículas que suavizaban el estilo de Tranströmer”.

Caso típico, este Mascaró. El camino que siguió inicialmente iba por el lado de entender a su poeta, de domesticarlo y aclararlo en su propia lengua; o quizá se trataba del egoísta (pero válido) empeño de entenderlo de una manera más próxima y de ver a qué sonaba en español. Pasa.

Lo que vino luego es lo importante: el entendimiento de Mascaró dio lugar a su entendimiento de Tranströmer. Mascaró se dio cuenta de que no era que a él le fallara el sueco, sino que el sueco de Tranströmer estaba hecho de fallas y de grietas: 2 de agosto. Algo quiere ser dicho, pero las palabras se niegan. / Algo que no puede ser dicho, / afasia, / no hay palabras pero tal vez haya un estilo’.

En Tranströmer, esos vacíos son el estilo. Es un poeta que aún practica el “método mítico” de Joyce para crear paralelos y continuidades en su vida personal y comunitaria. Para él, la interioridad pasa por el desdoble: frente a un espejo no se mira a sí mismo sino a tantos que antes de él se miraron allí mismo.

De nuevo Pardo: “Tranströmer sigue el camino de las correspondencias de la poesía moderna, un camino de derribo de las paredes que hay afuera y adentro de uno mismo. De las paredes de la gramática y de la identidad” (sic).

Al igual que los sacerdotes, que nada saben del matrimonio, la gente que no sabe nada de traducción vive obsesionada por el tema de la fidelidad. Hasta han diseñado un jueguito de palabras en italiano para guindarlo a diestra y siniestra como letra escarlata: Traduttore, traditore (Traductor, traidor).

Sin embargo, es sólo por una instintiva fidelidad al propio idioma que los traductores se preocupan por esto, y lo hacen explícito cuando intentan explicar a sus autores o llenar los vacíos que hay en sus textos. Cuando pasa el tiempo y empiezan a entenderlos realmente, sus lealtades cambian de foco y aprenden a ser promiscuos como toda obra creativa lo es en esencia.

 

Decisiones constantes. Lo que se ve en las traducciones de Mascaró es el derribo de esos cómodos andamios que también el traductor erige, para quedar finalmente en la intemperie que son los poemas de Tranströmer. Eso es lealtad más allá de la fidelidad.

Robinson Jeffers, el primer poeta que traduje, detestaba a Góngora. Decía que su nombre sólo debía ser recordado como una enfermedad de la literatura en razón de esas frases abigarradas y esa morfología deforme de sus versos. A Jeffers le gustaba Horacio, ese tipo elegante que iba a lo que venía, pero que sabía deshilvanar el latín con gracia de bailarina.

A veces, Jeffers soltaba horacianamente un sustantivo en un verso y lo venía recoger tres líneas más tarde con un pronombre para darle sentido a los dos versos de en medio. Yo sudaba con esas cosas hasta que un día leí con cuidado a Góngora y aprendí a decir a Jeffers en un español como Dios manda. De paso, me enteré de que Góngora nos venía directo de Horacio –o sea que ni los mismos autores son fieles a sí mismos–.

En la fastuosa Torre de Babel del viejo Brueghel se ve claro: el edificio iba a ser sólido, simétrico y ordenado. Es algo que intuimos apenas porque todo eso queda en el lado oculto de la torre. Lo que queda frente a nosotros es la parte derrumbada, la parte ondulante y floja de una obra en progreso o de un desastre. La parte sana de la torre está del lado de la tierra firme. La parte derrumbada mira al mar, como en espera del sunami que le dé el tiro de gracia.

La traducción es esa torre: un fantástico esfuerzo que nos levanta por encima de nosotros mismos, de nuestras casas chatas y ordinarias. No es la sombra de una perfección, sino un intento más por completar el siempre asintótico gesto de entender.

Quienes claman que la traducción es un fracaso anunciado frente al original, olvidan que los mismos poetas en sus lenguas maternas han expresado con regularidad su propia incapacidad de decir inequívocamente. Bien lo cantaba Prufrock: That is not what I meant at all. That is not it, at all.

En los Cuatro cuartetos, Eliot declaró sin tapujos que cada intento / Es un nuevo comienzo, y un tipo distinto de fracaso / Porque uno si acaso aprende a sacar lo mejor de las palabras / Para aquello que ya no hay que decir, o de la manera en que / Uno no está ya dispuesto a decirlo’

Traducir, como jugar ajedrez o mantener a flote una relación de pareja, tiene que ver con decisiones concretas, constantes y riesgosas: algo así como cruzar una calle. No hay que tenerle miedo. Más peligrosa es la inercia.

 

 

 

 

G. A. Chaves es escritor y traductor. La editorial española Libros de Aire publicará su traducción del poemario ‘Bailando en Odesa’, del ruso-estadounidense Ilyá Kamínsky.

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