Presentamos un texto clásico de Ramón López Velarde escrito a partir de su experiencia como juez en Venado, San Luis Potosí. Según Guillermo Sheridan, “Las muchachas casaderas del lugar se lo reñían”. Las conjeturas suponen que la mujer de la que habla “Mi pecado” se llamaba Teresa Toranzo.
Guillermo Sheridan escribe en Historia de un Corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde:
Las muchachas casaderas del lugar también se lo reñían. Una Lupe Nájera atentaba contra el celibato del juez; una María Jayme teía una cabellera <<como para ahorcarse en ella>>. Pero la que más lo enamoró fue una muchacha dueña de unos ojos verdes <<como esmeraldas expansionistas>> que hicieron su efecto en el corazón erotizado del justicia, y que portaba un nombre quijotesco y chapucero: Teresa Toranzo. Algo tiene ese nombre, agravado por los ojos verdes que también tenía María Nevares, que incita a creer que pudo ser ella la víctima del <<pecado>> del poeta. Porque hay una espléndida prosa que se llama así, <<Mi pecado>>, que apareció póstumamente, en la que López Velarde confiesa haberse servido de una chica ingenua para satisfacer su <<insaciable voluptuosidad>>. Pero ¿es que hay otra? De inmediato alega que, en las efemérides de si flaqueza, fue ella <<en realidad, mi único pecado>>. La confesión se hace contundente después: <<La aproveché mientras duró la comodidad de mi conciencia, al sentirme incómodo, la saqué del calor de mis entrañas y la solté sobre el invierno. Casi no se quejó. Lancé su corazón con la ceguera desalmada con que los niños lanzan el trompo>>.
Mi pecado
Era el tiempo en que las amadas salían del baño con las puntas del pelo goteando constelaciones. Tiempo difunto en que se sentaban a la mesa con los hombros cubiertos por una toalla para defenderse de la humedad. Tiempo en que una hirviente escala solar se descolgaba por el tragaluz, incendiando las rojas mayúsculas del mantel. Hambre ingente y anhelos frugales. Pero luego, a poco andar, el hambre física se trasladará a los planteles del espíritu, cambiando la temerosa legumbre en los gajos de la insaciable voluptuosidad.
Por zurdo cálculo me acerqué a la segunda de las hijas de aquel notario. Desde la siniestra imparcialidad con que estoy mirándola, me confieso traidor, egoísta y necio. En las efemérides de mi flaqueza, es ella, en realidad, mi único pecado.
La aproveché mientras duró la comodidad de mi conciencia. Al sentirme incómodo, la saqué del calor de mis entrañas y la solté sobre el invierno. Casi no se quejó. Lancé su corazón con la ceguera desalmada con que los niños lanzan el trompo. Hoy, castigándome la cuerda los dedos, la dignidad de su martirio me echa en cara la más hueca de mis faltas.
Me faltó personalidad. De la interferencia de nuestras vidas, salí deshonrado. A partir de entonces hay alguien que puede hablarme de arriba a abajo. En el sol y en las estrellas he indagado por una reparación, no ante ella, que quizá me despreciaría, sino ante mí mismo. Mas la noche y el día me esconden el emblema de la expiación.
Viejo pecado, que en este instante rezarás o coserás: si eres expiable, te ofrezco mi voluntad de permanecer inferior a ti. Quiero hablarte siempre desde abajo. Mi iniquidad rayó tu horóscopo diamantino con una estría de duelo. Viejo pecado, que en este instante cantarás dentro del vaho de la tarde lluviosa: conserva en rehenes mi deshonor.
1921, póstuma
Ramón López Velarde
El minutero, En Obras, Edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, 280-281 pp.