Un poema de Edmond Jabès

Jabes

En una nueva entrega de Poesía permutante presentamos un poema de Edmond Jabès (El Cairo, 1912-París, 1991). Es un autor de lengua francesa que marcó significativamente el pensamiento contemporáneo, su poesía que combina con gran felicidad la intuición y la inteligencia, hace de este poeta un clásico de nuestro días.

 

 

 

DE LA SOLEDAD COMO ESPACIO DE ESCRITURA

 

“El amanecer

quema de libros, espectáculo del supremo

saber destronado.

“Virgen es, entonces, la mañana. “

 

 

 

El acto de escribir es un acto solitario.

¿La escritura es la expresión de esta soledad?

¿Puede haber escritura sin soledad o aún soledad sin escritura?

¿Habrá grados de soledad –así como hay tantas playas, diferentes niveles de soledad – como intensidades de la sombra o de la luz?

¿Se podrá, en este caso, afirmar que hay ciertas soledades dedicadas a la noche y otras al día?

¿Habrá en fin diversas formas de soledad: soledad resplandeciente, redonda –la del sol –  o soledad plana, tenebrosa –la de las lápidas funerarias; soledad de la fiesta y soledad del duelo?

La soledad no se puede decir sin que inmediatamente deje de existir.

La soledad no se puede escribir si no en la distancia que la proteja del ojo que la lee.

El decir será para el texto lo que la palabra oral es para la palabra escrita: el fin de una soledad asumida para la una y el preludio de una aventura solitaria para la otra.

El que habla en voz alta jamás está solo.

El que escribe reúne, por intermediación del vocablo, su soledad.

¿Quién se atreve en medio de las arenas, a hacer uso de la palabra? El desierto sólo responde al grito, al último, ya envuelto del silencio de donde surgirá el signo; porque jamás escribe sino a los imprecisos confines del ser.

Tomar conciencia de este límite es, al mismo tiempo, reconocer como punto de partida de lo escrito, la irregular línea de demarcación de nuestra propia soledad.

Habrá entonces, así, por la soledad y por lo escrito, fronteras fluctuantes que sigamos, pluma en mano; fronteras por nosotros y gracias a nosotros, reconocidas.

En cada libro sus antros de soledad.

Siete cielos se reclaman del cielo. El vacío y sus etapas. Así la soledad que es vacío del cielo y de la tierra, vacío del hombre dentro del cual se agita o respira.

Ligada a todo origen, la soledad en su poder excepcional de romper el tiempo, de despejar la unidad primera; de hacer, en todos los casos, del múltiple indeterminado, el uno innombrable.

Intentar escribir, desde estas condiciones, considerando incluso, al margen de lo escrito, rehacer por vez primera, pero en sentido inverso, el camino seguido por el pensamiento; llevar nuevamente el pensamiento al objeto mismo de su reflexión; lo escrito, al vocablo que lo contenga; volver, en suma, a salir de su propia soledad para adherirse a la inicial soledad del libro en la ignorancia aún de su comienzo y en la cual el libro buscará su nombre; porque es sobre las ruinas de un libro, de las cuales se aparta, que el libro se contruye; sobre la aterradora soledad de sus escombros.

El escritor jamás abandona el libro. El crece y se derrumba a su lado. Escribir, en una primera instancia, no será más que recoger las piedras del libro desplomado con el fin de levantar con ellas una nueva obra –la misma sin duda-; edificio donde el escritor será el infatigable maestro de obra, arquitecto, albañil; menos atento, sin embargo, al progreso de su construcción, que al movimiento interno, natural que preside su conclusión; atento, sobre todo, a la escritura de esta doble soledad –la del vocablo y la del libro- que se quisiera progresivamente legible.

En ningún lado como no sea en este rectángulo de papel destinado a lo indecible, es que palabras y morada han sido jamás así tan fuertemente liadas las unas a la otra y, al mismo tiempo –oh paradoja- tan remotas; porque ninguna alianza está permitida a la soledad, ninguna unión o asociación; ninguna esperanza de liberación común.

Sola, se construye; sola, con la complicidad de la escritura, organiza la lección de los orgullosos carteles de las épocas de su esplendor o de sus largas y profundas heridas, en el momento en que la obra que ella contribuye a poner en pie, es tumba polvorienta; donde el libro se quiebra en la infinita fractura de sus palabras.

 Soledad a la cual se somete el escritor; otorgando, a veces, más de lo que puede ofrecer, sin poder sustraerse al compromiso adquirido hacia ella.

¿Pero por qué? ¿La soledad no es una elección deliberada del hombre? Entonces, ¿cuáles son sus cadenas que nadie forjó? ¿Habrá una soledad que escape a su voluntad, que no pueda, impotente, superarla?

La exigencia de esta soledad donde el escritor no será liberado es, precisamente, por aquella palabra que la denomina y le ha sido impuesta; soledad del subsuelo de su soledad, como si hubiera una soledad más sola, enterrada dentro de la soledad, donde la palabra se modela a la imagen captada de sí misma, del mismo modo que un infante en el vientre materno.

En lo sucesivo, todo se elaborará según un orden premeditado; porque el proyecto de libro es, de principio, temerario proyecto del vocablo. No se puede escribir el libro sin haber participado indirectamente en el plan que no será, quizá, más que la intuición que tuvimos del libro a partir de aquello que se había escrito.

Soledad de una palabra entonces, soledad de la palabra frente a la palabra, de la noche frente a la noche donde, astro sumergido, el vocablo no brilla más que por ella.

Pero, te objetaran, ¿cómo pueden, a partir del libro, ir hacia la palabra? – Como el día va hacia el sol, responderé. ¿El libro no es una palabra? Será siempre a la palabra “libro” a la que volveremos. El espacio del libro es el interior de la palabra que lo designa. Escribir el libro no será más que invertir este espacio oculto, escribir dentro de esta palabra.

Pero esta palabra que reúne todas las palabras de la lengua –como el astro de la mañana toda la luz del mundo- no es, más que el lugar de su soledad; el lugar donde ella se confronta con la nulidad; donde ella deja de significar, donde no designa más que a la Nada.

“Tú no puedes leer aquello que vives, pero puedes vivir aquello que lees”, decía.

–        ¿Cúantas páginas tiene tu libro?

–        Exactamente noventa y seis superficies planas de soledad. Una al lado de la otra. La primera arriba y la última en la base. Tal es la ruta de la escritura – respondió.

Y agrega: “Lo que me intriga es ¿cómo en este punto de haber descendido hoja por hoja, por cada uno de los pasajes del libro, ha sido sólo para poder saber, cómo le hice para encontrarme, de entrada, en la más alta, la primera?

El fondo del agua está lleno de estrellas.

La escritura es una apuesta de la soledad; flujo y reflujo de inquietud. Ella siempre es el reflejo de una realidad manifestada en su nuevo origen y donde, al corazón de nuestros deseos y de nuestras dudas, nos hacemos su imagen.

 

Edmond Jabès, Le petit livre de la subversion hors de soupçon, en Anthologie de la poésie francaise du XXe siécle, Editions Gallimard, 2000.Traducción del francés, Mario Bojórquez

 

 

 

 

 

De la solitude, comme espace d’ecriture

 

«L’aurore  —  disait-il  —  n’est  qu’un  gigantesque

autodafé  de  livres  ;  spectacle  grandiose  du  suprême

savoir  détrôné.

«  Vierge  est,  alors,  le  matin.  »

 

Le  geste  d’écrire  est  geste  solitaire.

L’écriture  est-elle  l’expression  de  cette  solitude  ?

Peut-il  y  avoir  écriture  sans  solitude  ou  encore  soli-

tude  sans  écriture  ?

Y  aurait-il  des  degrés  à  la  solitude  —  donc  plusieurs

plages,  différents  niveaux  de  solitude  —  comme  il  y  a

des  paliers  d’ombre  ou  de  lumière  ?

Pourrait-on,  en  ce  cas,  soutenir  qu’il  y  a  certaines

solitudes  vouées  à  la  nuit  et  d’autres,  au  jour  ?

Y  aurait-il  enfin  diverses  formes  de  solitude  :  solitude

resplendissante,  ronde  —  celle  du  soleil  —  ou  solitude

plate,  ténébreuse  —  celle  des  dalles  funéraires;  soli-

tude  de  la  fête  et  solitude  du  deuil  ?

La  solitude  ne  peut  se  dire  sans,  aussitôt,  cesser  d’être.

Elle  ne  peut  que  s’écrire  dans  la  distance  qui  la  protège

de  l’œil  qui  la  lira.

Le  dire  serait  donc  au  texte,  ce  que  la  parole  orale  est

à  la  parole  écrite  :  la  fin  d’une  solitude  assumée  par

l’une  et  le  prélude  à  une  aventure  solitaire,  pour  l’autre.

Celui  qui,  à  voix  haute,  parle  n’est  jamais  seul.

Celui  qui  écrit  rejoint,  par  l’intermédiaire  du  vocable,

sa  solitude.

Qui  oserait,  au  milieu  des  sables,  faire  usage  de  la

parole?  Le  désert  ne  répond  qu’au  cri,  l’ultime,  déjà

enveloppé  de  silence  d’où  surgira  le  signe;  car  on

n’écrit  jamais  qu’aux  confins  imprécis  de  l’être.

Prendre  conscience  de  cette  limite  c’est,  en  même

temps,  reconnaître  comme  point  de  départ  de  l’écrit,

l’irrégulière  ligne  de  démarcation  de  notre  solitude.

Il  y  aurait  donc,  ainsi,  pour  la  solitude  et  pour

l’écrit,  de  fluctuantes  frontières  que  nous  longerions,  la

plume  en  main  ;  frontières  par  nous  et  grâce  à  nous,

reconnues.

A  chaque  livre,  ses  antres  de  solitude.

Sept  deux  se  réclament  du  ciel.  Le  vide  a  ses  étages.

Ainsi  la  solitude  qui  est  vide  du  ciel  et  de  la  terre,  vide

de  l’homme  dans  lequel  il  s’agite  et  où  il  respire.

Rattachée  à  toute  origine,  la  solitude  a  ce  pouvoir

exceptionnel  de  rompre  le  temps,  de  dégager  l’unité

première  ;  de  faire,  en  quelque  sorte,  du  multiple  indé-

terminable,  Y  un  innombrable.

Chercher  à  écrire,  dans  ces  conditions,  consisterait

alors,  en  marge  de  l’écrit,  à  refaire  d’abord,  mais  en

sens  inverse,  le  chemin  suivi  par  la  pensée  ;  à  ramener

la  pensée  à  l’objet  même  de  sa  pensée;  l’écrit,  au

vocable  qui  le  contenait  ;  reviendrait,  en  somme,  à  sor-

tir  de  sa  propre  solitude  pour  épouser  l’initiale  solitude

du  livre  dans  l’ignorance  encore  de  son  commence-

ment  et  à  laquelle  le  livre  procurera  son  nom  ;  car  c’est

sur  les  ruines  d’un  livre  duquel  on  s’est  détourné  que

le  livre  se  construit;  sur  l’effrayante  solitude  de  ses

décombres.

L’écrivain  ne  quitte  pas  le  livre.  Il  croît  et  s’effondre  à

ses  côtés.  Écrire,  dans  un  premier  temps,  ne  serait  que

ramasser  les  pierres  du  livre  écroulé,  afin  de  bâtir  avec

elles,  un  nouvel  ouvrage  —  le  même,  sans  doute  —  ;  édi-

fice  dont  l’écrivain  serait  l’infatigable  maître  d’oeuvre,

architecte  et  maçon  ;  moins  attentif,  cependant,  au  pro-

grès  de  sa  construction,  qu’au  mouvement  interne,

naturel  qui  préside  à  son  achèvement;  attentif,  avant

tout  donc,  à  l’écriture  de  cette  double  solitude  —  celle

du  vocable  et  celle  du  livre  —  qui  se  voudra  progressive-

ment  lisible.

Nulle  part  ailleurs  que  dans  ce  rectangle  de  papier  fin

réservé  à  l’indicible,  mots  et  demeure  ne  sont  aussi  for-

tement  liés  l’un  à  l’autre  et,  en  même  temps  —  ô  para-

doxe  —  si  éloignés  ;  car  aucune  alliance  n’est  permise  à

la  solitude,  aucune  uni  on  ou  association;  aucune  espé-

rance  de  libération  commune.

Seule,  elle  s’édifie  ;  seule,  avec  la  complicité  de  l’écri-

ture,  elle  organise  la  lecture  des  orgueilleux  pans  de

murs  des  époques  de  sa  splendeur  ou  de  ses  larges  et

profondes  blessures,  à  l’heure  où  l’œuvre  qu’elle  a

contribué  à  mettre  sur  pied,  tombe  en  poussière  ;  où  le

livre  se  brise  dans  la  brisure  infinie  de  ses  mots.

Solitude  à  laquelle  l’écrivain  se  soumet;  accorde,

parfois,  plus  qu’il  ne  peut  tenir,  ne  pouvant  se  sous-

traire  à  l’engagement  pris  envers  elle.

Mais  pourquoi?  La  solitude  n’est-elle  pas  un  choix

délibéré  de  l’homme?  Alors,  quelles  sont  ces  chaînes

qu’il  n’a  pas  forgées  ?  Y  aurait-il  une  solitude  qui  échap-

perait  à  sa  volonté,  qu’il  ne  pourrait,  impuissant,  que

subir  ?

L’exigence  de  cette  solitude  dont  l’écrivain  ne  sau-

rait  s’affranchir  est,  précisément,  celle  que  le  mot  qui  la

dénomme  lui  a  imposée;  solitude  du  tréfonds  de  sa

solitude,  comme  s’il  y  avait  une  solitude  plus  seule,

enfouie  dans  la  solitude,  où  le  mot  se  modèle  sur

l’image  captée  de  lui-même,  tel  l’enfant  dans  le  ventre

maternel.

Désormais,  tout  s’élaborera  selon  un  ordre  prémé-

dite  ;  car  le  projet  du  livre  est,  d’abord,  téméraire  pro-

jet  du  vocable.  On  ne  peut  écrire  le  livre  sans  avoir  indi-

rectement  participé  à  ce  projet  qui  ne  serait,  peut-être,

que  l’intuition  que  nous  avons  du  livre,  à  partir  de

laquelle  celui-ci  s’écrit.

Solitude  d’un  mot  donc,  solitude  du  mot  avant  le  mot,

de  la  nuit  avant  la  nuit  où,  astre  immergé,  le  vocable  ne

brille  plus  que  pour  elle.

Mais,  objectera-t-on,  comment  peut-on,  à  partir  du

livre,  aller  au  mot?  —  Comme  le  jour  va  au  soleil,

répondrai-je.  Livre  n’est-il  pas  un  mot?  C’est  toujours

au  mot  «  Livre  »  que  l’on  revient.  L’espace  du  livre  est

celui,  intérieur,  du  mot  qui  le  désigne.  Ecrire  le  livre  ne

serait  ainsi  qu’investir  cet  espace  caché,  qu’écrire  dans

ce  mot.

Mais  ce  mot  qui  rassemble  tous  les  mots  de  la

langue  —  comme  l’astre  du  matin  toute  la  lumière  du

monde  —  n’est,  de  celle-ci,  que  le  lieu  de  sa  solitude  ;  le

lieu  où  elle  se  confronte  au  néant;  où  elle  cesse  de

signifier,  ne  désignant  plus  que  le  Rien.

«  Tu  ne  peux  lire  ce  que  tu  vis,  mais  tu  peux  vivre  ce

que  tu  lis  »,  disait-il.

—  Combien  de  pages  a  ton  livre  ?

—  Exactement  quatre-vingt-seize  surfaces  planes  de

solitude.  L’une  au-dessous  de  l’autre.  La  première  au

sommet  ;  la  dernière  à  la  base.  Tel  est  le  cheminement

de  l’écriture  —  avait-il  répondu.

Et  il  avait  ajouté  :  «  Ce  qui  m’intrigue  ce  n’est  point

d’avoir  descendu,  de  feuillet  en  feuillet,  toutes  les

marches  du  livre,  mais  de  savoir  comment  j’ai  fait  pour

me  trouver,  d’entrée,  sur  la  plus  haute,  la  première  ?  »

Le  fond  de  l’eau  est  parsemé  d’étoiles.

L’écriture  est  gageure  de  solitude  ;  flux  et  reflux  d’in-

quiétude.  Elle  est  aussi  reflet  d’une  réalité  réfléchie

dans  sa  nouvelle  origine  et  dont,  au  cœur  de  nos  désirs

confus  et  de  nos  doutes,  nous  façonnons  l’image.

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