En el marco de la Antología de cuento español, preparada por Juan Gómez Bárcena, presentamos un texto de Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974). Es autor de la novela El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012) y de los libros de relatos De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de cuentos del año, y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006).
El pescador de esponjas
Entró en la cantina, buscó con la mirada, evitando los cuerpos de los feligreses que se desparramaban sobre las mesas, se acercó al capitán y le dijo:
—Soy un pescador de esponjas.
El capitán rio de buena gana.
—¡Todo el mundo en Kalymnos es pescador de esponjas! —Al reír descubrió la doble hilera de dientes podridos, y las encías ulceradas, enmarcadas en una barba gris. Luego la sonrisa volvió a sumirse en las comisuras de una boca torcida, y se bebió el vaso de un trago, como para cauterizar las llagas que lo mortificaban.— A ver, muchacho, ¿de cuántas expediciones has vuelto ya con vida?
—De ninguna todavía, señor. Pero puedo contener la respiración durante mucho tiempo, soy fuerte, no me importa el riesgo y aprendo rápido. Y si he venido hasta estas islas es porque quiero ser un pescador de esponjas de Kalymnos. —El pecho desnudo del joven precipitaba su ritmo conforme avanzaba en su discurso, y sus grandes pulmones parecían querer escapar a algún otro sitio.
—Comprendo —dijo el hombre, volviendo a encajar la mirada entre las botellas que se alineaban tras la barra—, eres todo voluntad.
Esa noche el capitán llevó al joven a su casa, y le ofreció hospedaje y alimento a cambio de unas pocas monedas, hasta que partieran para la siguiente expedición. Mientras tanto, esos días practicarían la pesca de esponjas en la orilla, a tres o seis metros de profundidad, le dijo, algo que necesita tanto de técnica como de astucia, y de mucho tesón. Aquella misma noche comieron sardinas con pan y aceitunas, sobre una mesa de madera ennegrecida por el hollín y la grasa. Antes de que el joven se retirara a su alcoba, la esposa del capitán le pidió que le diera la mitad de las monedas como señal. El muchacho así lo hizo, y la mujer contó una a una cada pieza de cobre, y las envolvió en un pañuelo manido que fue a parar a su seno. Cuando subía las escaleras, el joven miró hacia el calor del hogar, y vio al hombre y a la mujer allí de pie, siguiendo sus pasos fijamente, con ojos redondos y chispeantes, como dos gatos que cazan en la noche.
Principiaba el otoño, la estación en la que comienzan las partidas de pesca a lo ancho del Egeo, para luego alcanzar las costas de Túnez, Libia y Egipto. El joven tendría que aprender pronto el oficio de buzo, si quería hacerse rico recolectando las esponjas que todos conocían como el oro de Kalymnos. En su primera jornada, nadando con un cilindro de metal entre los brazos, cuya base de vidrio le permitía ver el fondo marino, aprendió a distinguir la acaracolada y porosa psilo de la esponja lagophyto, que era más bien como un gran trozo de seta, o de la tsimoucha, que parecía alargar sus dedos anaranjados hacia los cuerpos de los pescadores.
—Es cierto que estos animales valen su peso en oro —le dijo el capitán, sentado junto a las capturas—. Pero no te engañes, ningún buzo de las islas del Dodecaneso se hace rico pescando esponjas. Con mayor probabilidad se dejará aquí la vida, prendida de cualquier arrecife. O quedará paralítico. Ni siquiera yo, con un pequeño barco de no más de seis tripulantes, llegaré nunca a escapar de la miseria. En estos fondos no hay ninguna piedra filosofal.
—Pero mucha gente se ha hecho rica con las esponjas… —decía el muchacho, siguiendo al capitán por las rocas, tratando de distinguir dónde pisaba el marinero para apoyar él su pie en el mismo sitio.
—Unas cuantas familias, sí. Pero ellos no pescan, ellos tienen sus empresas en Londres, en Kiev y en Moscú. ¿Has visto la casa de los Vouvalis, aquí en Pothia?
—Sí —asintió el joven, con un suspiro preñado de sueños.
—Pues tú nunca tendrás una casa así. —El capitán se volvió para mirarle.— Tú morirás aquí —sentenció con la línea negra de su boca, y al torso bronceado del muchacho lo recorrió un escalofrío disfrazado de húmeda brisa del crepúsculo.
—Me están saliendo unas extrañas durezas en las manos y en los pies— dijo el muchacho, sentado en la mesa de la oscura cocina, anegada por el humo de las sardinas asadas.
—Es normal —le contestó el capitán—, habrás cogido hongos.
—Pero son más bien como verrugas, enormes y llenas de escamas.
—¿Te duelen? —preguntó la mujer.
La esposa del capitán era achaparrada y obesa, tenía la nariz torcida y pegada al labio superior, y llevaba el pelo grasiento recogido en un moño.
—No. Pero no dejan de crecer, y se me empiezan a extender por todo el cuerpo —continuó el joven, señalando con el dedo algunas erupciones que le rodeaban el codo.
—Tonterías, eso son tonterías para un mozo sano y fuerte como tú. Se te curarán solas —zanjó la mujer, frotando con ambas manos los hombros desnudos del apuesto muchacho.
Más tarde en la cama, el joven pescador de esponjas soñó que estaba en el fondo del mar, y que no podía librarse de la piedra que los buceadores usan como lastre para mantenerse pegados al lecho marino. Arriba, en el sueño, de pie sobre la cubierta de un barco, deformados por las ondulaciones de una masa de agua verde, estaban el capitán y su esposa, observando cómo se ahogaba sin que ninguna onda conmoviera la expresión de sus semblantes, con ojos grandes como platos.
Cuando las esponjas son sacadas del agua, son de color negro y tienen un aspecto poco atractivo. Apenas el muchacho arrojaba sobre las rocas las esponjas que había amontonado en su cilindro de metal, el capitán las pisoteaba con fuerza, hasta romper los tejidos internos. Luego, entre ambos, las sumergían en el mar en una red, y las dejaban allí durante horas, para que se les desprendiera la membrana exterior y todos los tejidos, y se quedaran en la mera fibra del esqueleto. El muchacho era tenaz e incansable, sonreía por cualquier motivo, y cada jornada sus proporciones clásicas de efebo se sumergían en el mar dos veces más que el resto de los aprendices de buzo que practicaban en la orilla. A pesar de que la enfermedad que le atacaba las manos y los pies lo estaba deformando por completo.
Cada atardecer, al final de la jornada, los dos hombres golpeaban las esponjas capturadas con las ramas de una palma, para eliminar cualquier cuerpo extraño trabado entre las fibras, una vez desechados los tejidos. Pero aquel día lo hubo de hacer el capitán sin ayuda, porque los dedos del muchacho se habían convertido en un manojo de bultos chatos, como una ristra de mórbidos berberechos, que no le permitía coger nada punzante. Más tarde, al regresar a casa, el joven se tuvo que apoyar en los viejos hombros del capitán, porque sus pies regastados no le permitían ya desplazarse por la tierra firme.
—Las tenderemos en el patio, y cuando estén secas las prensaremos —le decía el capitán, para hacerle pensar en algo distinto que su dolor—. Luego el comerciante al que se las vendamos las recortará en su taller, y les dará formas de fantasía, y las bañará en agua y ácido hasta que se tornen doradas.
En la casa, la mujer ayudó a su marido a subir al joven a su alcoba, y sumando las fuerzas de ambos lo consiguieron introducir en la cama; los peldaños quedaron manchados por un rastro blanquecino, como la baba de un molusco gigante. Una vez bien arropado en su jergón, los ancianos permanecieron un rato mirándolo, complacidos. El lecho del joven era blando y confortable, tenía el poder de sumirlo en el sueño apenas lo tocaba, meciéndolo con el vaivén de las algas acunadas por la marea; y sin embargo, luego, el joven acababa siempre arrastrado hasta pesadillas angustiosas, pesadas, con la forma de un remolino que se hunde y se hunde en las profundidades. A la mañana siguiente, las piernas del muchacho terminaban donde empezaban sus rodillas.
—¡No tengo piernas! —lloró el muchacho venido del norte en busca de fortuna.
—No te preocupes —le tranquilizó el viejo marino—, para bucear no son estrictamente necesarias las piernas. Podrás seguir haciéndolo en cuanto te recuperes.
—¡Pero no podré andar! ¡Ya no puedo andar, ya no hay nada ahí abajo, mis pies no están! ¡Y puede que pierda mis manos! Entonces no podré pescar, ni coger nada, no volveré a ser una persona normal nunca más…
—Vamos, tienes que ser fuerte —dijo la vieja, acompañándolo de nuevo a la cama—. Acuéstate y pronto estarás bien.
—¿Han llamado a un médico? —preguntó el muchacho.
—Sí —respondió ella—. Pronto estará aquí. Ahora está en otra isla, pero es muy buen médico y pronto llegará. Duérmete.
La mujer lo ayudó a meterse en la cama, estiró la sábana sobre el colchón deforme, que cada día se mostraba más y más grande, y revistió los extremos de membrana que habían quedado al descubierto. Allí, arropado, el perfil del joven pescador de esponjas parecía una cordillera de arena deshaciéndose bajo el agua, un hatillo de sangre, carne y esperanzas filtrándose sobre un tamiz de millares de poros. Los viejos, sin perder detalle, se abrazaron.
Datos vitales
Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, España, 1974) es autor de la novela El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012) y de los libros de relatos De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de cuentos del año, y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006). Además, ha coordinado y prologado las antologías de narrativa breve La realidad quebradiza (Páginas de Espuma, 2012), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) y Ficción Sur (Traspiés, 2008). Sus relatos han recibido más de cincuenta premios nacionales e internacionales, han sido traducidos al inglés, el italiano y el ruso, y aparecen recogidos en antologías como Pequeñas Resistencias. Antología del nuevo cuento español (Páginas de Espuma, 2010), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español (Menoscuarto, 2010) o Por favor, sea breve. Antología de microrrelatos (Páginas de Espuma, 2009).