Un poco de glotonería literaria

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El poeta y narrador colombiano José Luis Díaz Granados (Santa Marta, 1946) nos presenta otro más de sus extraordinarios ensayos, que aborda el tema de la glotonería en la literatura. Se dice que Neruda comía con dos cucharas a la vez y que Baudelaire experimentaba un placer particular cuando comía a expensas de algún amigo. Aquí un breve recuento.

 

 

UN POCO DE GLOTONERÍA LITERARIA

 

Es rara la narración escrita por Ernest Hemingway en la que no mencione, a veces con lujo de detalles, las comidas ingeridas por sus personajes. Así, el narrador recrea continuamente la sensualidad de cada manjar —sin hablar de las bebidas, que pertenecen a otro paseo—, como si un ángel danzara en el horizonte de los sueños.

Por ejemplo, en “Los asesinos”, uno de ellos pide “un filete de puerco asado con salsa de manzanas y puré de papas”. El camarero les ofrece “jamón con huevos, tocino, hígado o bistec”, en tanto que el compañero ordena: “Sírvame croquetas de pollo con guisantes y salsa de crema y puré de papas”.

En sus memorias tituladas París era una fiesta, Hemingway parece vivir siempre “muerto de hambre”, pero apenas puede invita a Tatie, su esposa, a consumir “unos pescados gordos, de pulpa suave, que comíamos con espinas y todo”, o unas “rabanitos, un buen foie de veau de papas, ensalada y torta de manzanas”. Pero en general, dice el genial escritor, “nosotros comíamos bien y barato, y bebíamos bien y barato, y juntos dormíamos bien y con calor y nos amábamos”. Y como lo más importante era escribir, la pobreza no importaba mucho, pues a pesar de que a veces debían abstenerse de comer ciertos alimentos apetecibles, fue toda una época memorable “cuando éramos tan pobres y tan felices”.

El poeta norteamericano Langston Hughes, uno de los que mejor ha recreado la entraña profunda de los negros de su país, nos cuenta de sus comienzos en París, en que cansado y muerto de frío, se sentía en el paraíso cuando tomaba un pocillo de café con leche acompañado de un “croissant”. Y al día siguiente aseguraba para la cena un pan tostado con queso y una botella de vino. ¿Para qué más? Cuando recibió los primeros honorarios por sus versos, se desquitó. Entonces comía espaguetti con salsa de mariscos o de tomate, con queso “de cualquiera de las diversas formas en que los preparan los italianos”.

Pero quizás los tragaldabas más famosos de la literatura aparecen en Gargantúa y Pantagruel, de Rebeláis. De ahí las expresiones “cena rebelesiana” o “comida pantagruélica”. En cambio, las hambres más voraces deben ser las experimentadas por el propio lector cuando se asoma a obras como Hambre del noruego Knut Hamsum y Trópico de cáncer de Henry Miller. Sin embargo, estos autores se sacian en las páginas centrales cuando describen suculentos platos de diversas aves fritas, papas con cebollas, salmones ahumados y postres de grosellas.

En nuestra América, los poetas han confesado en innumerables versos su glotonería crónica, a la cual le han otorgado categoría estética. Nicolás Guillén, al regalarle un exquisito jamón al bardo andaluz Rafael Alberti, lo hace acompañándolo de un soneto, que comienza diciendo:

 

       Este chancho en jamón, casi ternera,

       anca descomunal, a verte vino

       y a darte su romántico tocino

       gloria de frigorífico y salmuera.

       Quiera Dios, quiera Dios, quiera Dios, quiera

       Dios, Rafael, que no nos falte el vino,

       pues para lubricar el intestino,

       cuando hay jamón el vino es de primera…”.

 

A lo cual Alberti respondió regocijado:

 

       Hay vino, Nicolás, y por si fuera

       poco para esta nalga de porcino,

       con un champaña que del cielo vino

       hay los huevos que el chancho no tuviera…”.

 

En 1965, dos latinoamericanos golosos y hambreados, Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda, acordaron en Budapest escribir un libro sobre comidas y bebidas. Después de saborear la rica culinaria húngara con “apetito in fraganti” por tabernas, bares, hosterías, cafés y viñedos cerca del Danubio, publicaron un libro hermoso y delicioso titulado Comiendo en Hungría. Asturias lo firmó con una cuchara. Neruda con un tenedor bidente, con lo cual los lectores nos adentramos a catar los vinos sangrantes y fluidos de los zíngaros y a mecatear en prosa y en verso la carne a la Krudy, en honor al novelista Gyula Krudy, el famoso “goulash”, las croquetas de cervatillo y los pescados hacinados. No hay que olvidar que en sus Odas elementales, Neruda había exaltado en bellas metáforas el sabor del pan, el tomate, la cebolla, las papas fritas y el caldillo de congrio, para luego llegar a la conclusión de que con tantos siglos de hambrunas americanas, él se comería toda la tierra y se bebería todo el mar.

El nicaragüense Carlos Martínez Rivas prefería ingerir alcohol sin probar bocado y en el único poema donde habla de comidas es para negarlas; en tanto que en una melancólica novela colombiana titulada Las puertas del infierno, de José Luis Díaz-Granados, aparece que “la receta de José Kristián es deliciosa y sencilla: hervir los gusanos cinco minutos para purgarlos. Luego arrojarlos en aceite caliente. Quedan crujjientes como las papas fritas”.

Imposible olvidar que Juan Lorenzo de Astorga en su Poema de Alexandre, clásico castellano del siglo XIII, cuenta que Alejandro Magno pintaba en su tienda los meses del año, y de diciembre decía que los soldados “mataban los puercos por la mañana y almorzaban los fégados (hígados) por amatar la gana”. Y Cervantes, a través de los labios sapientes de Don Quijote advierte que “el trabajo y el peso de las armas no se pueden llevar sin el gobierno de las tripas”.

Pero el revés de la medalla lo encontramos en un olvidado poeta chileno, José Antonio Soffia, quien no escribió sobre gastronomía, pero sí la vivió (o mejor, la murió), pues falleció repentinamente a orillas del río Magdalena, mientras hacía el amor con una sensual morena a quien apetecía desde hacía varios meses. Minutos antes de efectuar el erótico ritual, había terminado de consumir un opíparo sancocho de gallo viejo, con papas, auyamas, arracachas, yuca, plátano, ñame, alcaparras, cebolla, tomate y salsa picante. Vivió pues, instantes de sumo placer en todos (y con todos) los sentidos.

Lo importante de todo esto —y la crónica es apenas el aperitivo—, es que como lectores saboreemos las viandas de todos los libros y al finalizar de paladear las más apetitosas, las guardemos para siempre en la memoria gustativa.

 

 

Datos vitales

José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

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