Aristóteles y el perro. Texto de Luis Bugarini

Con “Aristóteles y el perro” inauguramos “Sinapsis”, la nueva columna que el crítico y narrador Luis Bugarini (Ciudad de México, 1978) mantendrá en Círculo de Poesía. Bugarini es uno de los críticos de mayor mordacidad y lucidez en la literatura mexicana reciente. En su trabajo, la ironía, la paradoja y el humor acompañan las reflexiones de un lector atento y voraz. Es un lujo para Círculo contar con sus colaboraciones.

 

 

 

Aristóteles y el perro

 

Pasé horas en la biblioteca para confirmar que son cientos de expertos en la obra aristotélica los que afirman que el perro, como compañero y animal de estudio, ocupa un lugar de privilegio en las obras del filósofo griego. Por supuesto figura en aquellas que indagan sobre aspectos de la reproducción, sobrevivencia y caracterologías temperamentales del mundo animal. Llamó su atención que nacieran ciegos, lo cual utilizó como germen de su idea de las formas de gobierno. Además, en una página, los juzga “briosos, afectuosos y cariñosos” (sic). No se ha podido esclarecer si los apretados tiempos de Aristóteles daban oportunidad de tener un perro de su propiedad. Poco importa si imaginamos que de haberlo tenido, el animal hubiera podido acompañar al filósofo a sus clases en el Liceo. Los peripatéticos no hubieran puesto objeción dado que el perro puede caminar en círculos, siempre que vaya acompañado de su amo. En su entusiasmo, Aristóteles juzgó que los cánidos, como el hombre, sueñan. No se detuvo a esclarecer el posible contenido de sus sueños, pero fue puntual en marcar que comparten esta característica con el ser humano. El filósofo era demasiado consciente de la labor que realiza un perro en la sociedad humana, tanto en el aspecto puramente de seguridad en el hogar, hasta por lo que hace a actividades más complejas, como realizar la guía del ganado en campo abierto. Quizá tuvo en mente que Argo, compañero de Ulises, al reconocerlo frente a los pretendientes de Penélope, muere al instante. Ese era un perro de caza y refiere Homero que Ulises se entristeció de ver cómo los mejores años de Argo habían pasado, al igual que los suyos. Es de imaginar que el filósofo griego tendría en consideración, al redactar sus estudios sobre reproducción animal, a Cerbero, perro de los infiernos, que tenía tres cabezas y una cola gruesa de serpientes, el cual recibe a Eneas en su descenso al Hades. Aristóteles—alguien debe decirlo—, es parcial en sus precisiones. Consigna, por ejemplo, que era posible cruzar a las perras con tigres de la India, produciendo, hasta en una tercera generación, ejemplares con “habilidades superiores”. Virtudes que, por otro lado, no se detiene a enumerar. Pero quizá lo que más llama la atención es su perspicacia al referir que el ladrido del perro se hace más grave con la edad. Cabe suponer que pasó muchos años con un perro para detectarlo, o que cerca del Liceo le ladraba uno a la ida y a la vuelta, por lo que pudo captar de primera mano las variaciones en los tonos del ladrido. Como se sabe, los estudios naturalistas de Aristóteles se consideran obra menor en la historia de la filosofía griega. No obstante, su escritura neutra, impecable y de aire científico, termina por helar la sangre. Anoto una intuición: el estilo registra variaciones perceptibles de cuando el griego analiza a los moluscos o nematelmintos, a cuando hace referencias al perro o incluso al lobo, al zorro y al chacal, parientes directos del perro doméstico. En Las Avispas, de Aristófanes, por ejemplo, el perro Labes es procesado por robar un queso. Imaginemos que el filósofo griego, siendo un espíritu universal, sensible a las producciones intelectuales de su época, acude a ver la obra y si bien estaba enterado de las ansias de Aristófanes por ridiculizar la actuación de los tribunales de justicia de la antigua Atenas, no es dable ignorar, en atención a los alcances actuales de los estudios aristotélicos, el interés del estagirita por el perro Labes. Al estar convencido de que los perros sueñan, es natural suponer que el filósofo griego meditó sobre qué soñaba Labes durante sus días de encierro, lejos del queso que le quitaría el hambre, al menos por unas horas. Es el mismo caso de Cerbero, pero en esta ocasión respecto de la cruza entre especies diferentes: ¿podría cruzarse con los tigres de la India y producir, en una primera generación, perros de “habilidades superiores” y no monstruos salvajes como sus progenitores, o moriría en la cópula, exhausto y jadeante, cubierto de sangre por evitar que otro impusiera su voluntad? Aristóteles, al menos para los perros de Laconia, señala que cuando trabajan están más capacitados para la cópula que cuando deambulan ociosos, pero no hace extensiva esta regla para Cerbero, al menos de manera explícita. Quizá no se transcribió el folio que lo consigna, aunque es imposible saberlo. Y nada que no refiera Aristóteles de manera literal merece ser tomado en cuenta, a decir de tantos. Suponemos que la particularidad de sus cabezas, es apenas eso: un detalle menor, y que es posible juzgar que aunque cuidaba las puertas del Hades, a temperaturas infernales, no podía escapar a las reglas reproductivas de cualquier mamífero de su especie. Ni Orfeo ni Hércules, que lograron escapar a su tiranía diabólica, consignan detalle alguno sobre su imagen o actitud ante los extraños. Aristóteles evita cualquier comentario al respecto. Habría que esperar siglos para que las universidades europeas—en particular Bolonia—, con los originales frente a los ojos, realizaran una edición meditada de sus obras, dando luz sobre los tantos asuntos crípticos que aún campean su filosofía.

 

 

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