En recuerdo de Sylvia Plath

El narrador y traductor Gerardo Cárdenas, director de la revista Contratiempo de Chicago, nos presenta un ensayo sobre Sylvia Plath (27 de octubre de 1932-11 de febrero de 1963) y algunas versiones sobre su poesía. Ayer se cumplió un aniversario más de su muerte. Ted Hughes, su esposo, se convirtió en editor de su obra.

 

 

 

 

Los colores poéticos de Sylvia Plath

 

Cuando amaneció el 11 de febrero de 1963, en el 23 Fitzroy Road, barrio de Primrose Hill, Londres, Sylvia Plath ya había muerto. Había metido la cabeza en el horno y encendido el gas mientras sus hijos dormían en sus habitaciones (antes de matarse, Sylvia había tomado la precaución de sellar los resquicios de la puerta de la cocina, para que hijos no fueran intoxicados). Sylvia Plath había vivido poco más de tres años en ese departamento, en el que tiempo atrás había vivido otro gran poeta, W.B. Yeats; Lo había alquilado con su esposo, el también poeta Ted Hughes, de quien se había separado. No fue, tampoco, su primer intento de suicidio.

Su breve e intensa vida, sus previos intentos de suicidio, sus tormentosos amores, hacen casi imposible que en el análisis de su poesía se resista la tentación de caer en lo psicológico. Sylvia Plath tuvo una larga e intensa relación con la depresión. Una teoría sobre su muerte indica que la combinación de un invierno especialmente frio, y de habérsele recetado los antidepresivos incorrectos, precipitó lo que venía gestándose desde hacía tiempo. Tampoco ayudaba el hecho de que la primera y única novela de Sylvia, The Bell Jar (La campana de cristal) había sido recibida con indiferencia por parte de los críticos. Apenas había sido publicada un mes antes del suicidio.

Me concentro aquí en Ariel, su segundo poemario que fue publicado póstumamente (1965). Como en toda la obra de Sylvia Plath, hay un tono de polémica en torno a este libro. Su ex marido, Ted Hughes, editó el manuscrito, alteró el orden original de los poemas, agregó unos, y quitó otros. Por ejemplo: “The Edge (Al filo)”, el último poema que escribió en su vida, seis días antes de su suicidio, no es el último en el poemario ya publicado, sino el penúltimo (Hughes ha sido acusado de destruir el diario póstumo de Sylvia, y se especula que estuvo también involucrado en la desaparición del manuscrito de Double Exposure, la segunda novela de la escritora nacida en Boston en 1932).

Evito todo análisis psicológico de Ariel. Parto de dos ejes: uno, que apunta el poeta Robert Lowell en el prólogo, de que en este poemario Sylvia Plath “se vuelve ella misma, se convierte en algo creado con imaginación, novedad, desenfado y sutileza –ya no una persona, o una mujer, ciertamente no una ‘poetisa’, sino una de esas grandes heroínas clásicas, súper real e hipnótica”. Mi otro eje es la idea de la poesía como “lo personal” de la que habla David Orr en su libro Beautiful and pointless [A Guide to Modern Poetry] (Harper, Nueva York, 2011). No es solamente por el tono confesional y descarnado de Sylvia en Ariel sino porque una poética personal, dice Orr (no de ella, sino de la poesía en general) implica que el artista se vierte en pleno, desde su total vulnerabilidad.

Esa vulnerabilidad, y esa personalidad la encuentro dentro de Ariel tanto en las fuertes propuestas temáticas y formales de Sylvia Plath, como en su uso de los colores dentro del texto poético. Por usar un punto comparativo, los colores que usa Sylvia no son los suaves y diluidos tonos de un Sorolla o un Manet, sino los tonos fuertes, agresivos, imponentes de Pollock o Warhol.

No olvidemos que en Ariel, Sylvia Plath es abrupta, sarcástica, retadora, contundente. Otras imágenes reflejan la fuerza de sus sentimientos; pero el color nos da pistas no –insisto- hacia su mente, sino hacia la intensidad de su vida en momentos en que ya había tomado la determinación final de terminarla. El libro consta de 43 poemas. Sabemos que, cerca del final, Sylvia Plath escribía uno o dos poemas al día. El poemario refleja, entonces, y aún con las inexplicables alteraciones de Ted Hughes, la visión de la autora en las últimas semanas de su vida.

Dejo que los poemas hablen por sí solos. Pero llamo la atención del lector a la deslumbrante, enceguecedora cualidad de los blancos, la sensualidad de los rojos, el ominoso terror del negro; los colores puntualizan, acentúan, definen.

He escogido para traducción cuatro de los poemas de Ariel. Evito, a propósito, “Daddy”, uno de sus poemas más estudiados, analizados y traducidos. Me he concentrado en aquellos donde siento que el color es protagonista, de la mano de los sentimientos que le estallaban a flor de piel.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ovejas en la niebla

Colinas que caen hacia la blancura.

Gente o estrellas

Que me miran con tristeza, las decepciono.

 

El tren deja un trazo de aliento.

Oh lento

Caballo color de herrumbre,

 

Cascos, dolorosas campanas—

A lo largo de la mañana

La mañana se ha ido ennegreciendo,

 

Una flor abandonada.

Mis huesos contienen una quietud, los lejanos

Campos derriten mi corazón.

 

Amenazan

Con dejarme entrar a un cielo

Sin estrellas y sin padre, una lúgubre agua.

Amapolas en octubre

 

Ni las nubes de hoy hartas de sol pueden lucir tales faldas.

Ni la mujer en la ambulancia

Cuyo rojo corazón brota a través de su abrigo tan sorpresivamente—

 

Un regalo, un regalo de amor,

Jamás solicitado

Por un cielo

 

Que en pálidas, flameantes llamas

Enciende su monóxido de carbono, por ojos

Que embotados se detienen bajo los sombreros hongos.

 

Oh Dios mío, ¿qué soy yo

Para que se abran esas bocas tardías

En un bosque de escarcha, en un amanecer de azulejos?

 

 

 

Ariel

Estasis en la oscuridad.

Y luego el azul sin sustancia

Que cerros y distancias vierten.

 

Leona de Dios,

¡Como una crecemos,

Girando sobre talones y rodillas! –El surco

 

Se bifurca y pasa, hermano

Del pardo arco

Del cuello que se me escapa,

 

Ojos de negro,

Bayas que arrojan oscuros

Ganchos –

 

Negras bocanadas de dulce sangre,

Sombras.

Y otra cosa

 

Que me iza por el aire –

Muslos, cabello;

Escamas de mis talones.

Cual blanca

Godiva, me deshojo –

Manos muertas, muertos rigores.

 

Y ahora

Mi espuma como trigo, un resplandor de los mares.

El grito del niño

 

Se derrite en el muro.

Y yo

Soy la flecha,

 

El rocío que vuela

Suicida, una en mi empuje al

Ardiente

Ojo, caldero del alba.

La canción de María

 

Crepita el cordero del domingo en su grasa.

La grasa

Sacrifica su opacidad…

 

Una ventana, sagrado oro.

El fuego lo hace inapreciable,

El mismo fuego

 

Que derrite a los sebosos herejes,

Que expulsa a los judíos.

Sus gruesos palios flotan

 

Sobre la cicatriz que fue Polonia,

Alemania totalmente abrasada.

No mueren.

 

Grises aves oprimen mi corazón,

Cenicientas de boca, cenicientas de ojos.

Se posan. Desde el alto

 

Precipicio

Que arrojó a un hombre al espacio

Los hornos brillan como cielos, incandescentes.

 

Es un corazón,

Este holocausto en que me adentro

¡Oh dorado niño que el mundo sacrifica y come!

 

 

 

 

 

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