Poesía griega: Dimitri Angelís

Presentamos algunos textos del poeta, filósofo y editor griego Dimitris Angelís (Atenas, 1973), traducidos por Virginia López Recio e  Isabel García Gálvez. Angelís es  también ensayista, doctor en Filosofía y director de la revista literaria Nea Efthini (Nueva Responsabilidad). Su libro “Aniversario” ha sido premiado por la Academia de Atenas (Premio Porfyras).

 

 

 

 

LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

 

Luego calló. Y en esta sustracción había una pared y cerca

un perro atado que sólo en su sueño conocía la salida.

En esta distancia colgada había una ropa para salir

y en esta sal un rostro inconsolable, reprimenda

que nadie percibió – luego

 

continuó avanzando hacia la muerte más como si hubiera

ya sido juzgado por todo y aguardara solo a mirar

los últimos centelleos de tu fuego sobre aquella pared

en la misma habitación, el viernes o el sábado, no se acordaba ya

– luego

 

alguien que todo este tiempo estaba sentado oculto a su lado

se volvió

y mostrando la villa iluminada detrás de los árboles le dijo

«Ven conmigo».

 

 

(Traducción de Isabel García Gálvez)

 

KALICEA, CALLE MENELAO

 

Otoño hermoso en las montañas, pero yo recuerdo nuestra casa

Manando de los matorrales, continuando ahora su vida sin nosotros.

Extraño, porque se nos parecía como si fuera hija nuestra

Y me hablaba con tu misma voz cuando reposabas

La cabeza en mi pecho. Crujía el techo, recuerdo,

Y desde los bordes de los ojos me corre sangre negra que dibuja,

otra vez delante,

Nuestra casa con las terrazas, los setos de cáñamo y las plantas.

Barco sin timón en manos del viento y de tu imperceptible tristeza,

Grande como las noches invernales en las que enterrabas

Tu rostro en la almohada blanca y yo callaba,

Y el bosque en la orilla de enfrente se quemaba y yo lloraba.

Alrededor el lago extenso, en su inmovilidad remamos años.

Un día descubrimos una isla nueva, volvimos la espalda a nuestra casa.

La veo ahora en sueños que con frecuencia e insistentemente

me pregunta, todo anhelo,

Si puede mudarse con nosotros. Cómo explicarle que hemos cambiado;

Tiene un carácter indomable, caerá para aplastarnos.

 

LA GRAN NOCHE DE AYANTE

 

Toda la noche oyendo pasar aprisa las ambulancias

con sus chirridos eléctricos, intentando salvar

tu amor herido, ése

que no sabes que ya ha muerto.

 

Noche llena de gemidos y verde

veneno de araña. Y sobre su almohada cansada pasaban,

montados a caballo, los grandes mártires abrazados

dejando con sus pezuñas marcas profundas en su alta

talla que llenan de vino,

pequeñas libaciones sobre la blanca sábana que ya tres días

la cubre, como

en otro tiempo a tu madre. Amigo ninguno. Y ese toro

enamorado de la luna

que jadeando te acompañaba a los naranjos y le contabas

como niño tus cuitas,

en tu vagabundeo implacable esta noche no vendrá.

 

Noche más apesadumbrada que las otras. Todo tu aire huele

a egoísmo muerto, y con alegría rabiosa

cuchillos cortan rebanadas de tu oscuridad. Noche

planta sarcófago en la mente con aquella lluvia socarrona de los

alcohólicos que tropiezan en la calle,

que se te pega en la espalda como segunda

piel. Y tú perdido para siempre

en los precipicios del recuerdo, degollando corderos y llamándolos Zanasis,

Andreas o Yorgos, llevando mientras bailas su vellón,

– en la luz fría del próximo amanecer

morderás de vergüenza la neblina, con mordiscos de desesperanza

se te llenará la boca pidiendo la muerte. ¡Dios mío,

cómo un amor acabado se hace presencia despótica!

Y se te clavan directamente al pecho

las agujas de todos los pinos de forma sangrienta,

como la punta salvadora de tu espada.

 

“¡Qué extraño!”, repetías en voz alta toda la noche oyendo

pasar las ambulancias, “¡Qué extraño!”,

“¿pero cómo ha escalado ese toro a las almenas de enfrente?”.

 

 

 

 

 

 

DONDE DON QUIJOTE DECIDE MORIR

Aquel día lo distinguí de los otros.

Lo llevé conmigo desde por la mañana, lo arrastré hasta mis embarrados

lugares que antes eran bosques.

Le tiré con desprecio piedras como si fuera perro callejero,

Y lo dejé tendido en las ramas desnudas de un árbol para que

goteara su ira sobre la noche.

¿Qué noche? Pues una que corresponda al triste,

Ropaje del infeliz, del hombre peor formado,

Que sigue hablando solo mientras anda, sabiendo que realiza

una hazaña

Y abraza las rodillas de los transeúntes y emborracha su día para

olvidar

Los molinos de viento del día anterior, la promesa de una isla propia,

sus risas tras las puertas

Siempre cerradas con llave e inaccesibles para mí, las puertas

del paraíso. Por eso a este día

Lo subí a la ventana y le pedí que se tirara del tercero

a la calle.

Que no sirve ya vivir si no hay

Sueños destinados al fuego, un foso blando de arena para

tus caídas y las cartas diarias

Al Padre.

 

 

 

 

 

 

EL SILENCIOSO LUGAR DE LO COTIDIANO

 

Ríos que no mantuvieron sus silenciosos juramentos,

empuñando con fuerza

bajo las vestiduras sagradas el cuchillo; montañas

que apartaban de tu fe que me mantendrías a tu lado. «¿No ves

que me acecha Aqueronte?», te decía

mostrando las aguas oscurecerse por las minas sumergidas

y los desaparecidos. Tú

 

me mostrabas tras la ventana el plátano en el que colgaron

al Santo y preparabas callada

dulce de membrillo para ofrecer tras la misa de los cuarenta días. Así

 

transcurrían los días y las semanas, pero yo me quedaba

a pesar de las voces, las súplicas, las palizas,

valioso botín de tu cotidianidad.

Pasaba las tardes sobre las aguas Jesucristo,

nos miraba con sus ojos penetrantes.

 

«Cambian de piel los poemas frente al televisor»,

decía, «apilan a tu lado

días perdidos».

«Y después la calle deja de ser tu Padre».

 

 

 

 

 

 

LA MUJER QUE VEÍA EL FUTURO

Si atravesando el zarzal terminas alguna vez en mi casa oscura,

cegado por la luz del mediodía, no te asustes

del silencio y de sus mejillas surcadas.

Años enteros los pasó enterrando en secreto a sus recién nacidos

ilegítimos, pero conservando el don,

esperando en primavera a leñadores y saqueos imprevistos

en patios frutales, en otoño

admirando en la orilla las hordas de los bárbaros que desembarcan

y se ocultan tras los árboles,

como una mariposa blanca, alma en el tronco del pino negro,

con los dientes

cerrados obstinadamente a las sílabas que presagian muerte,

tocando cada noche con rabia las campanas en el camposanto

y en tiempos tormentosos

liberando desde la torre más alta del castillo

sus pájaros nocturnos

para aquellos que no quedarán sepultados en lugar de medialuna

y serán desollados por la lluvia, y para los otros

que en barcos podridos se perderán en el horizonte buscando

su propia América en el engaño.

 

Pero tú, que viniste sólo para irte,

con tu verano enrollado en los hombros, indiferente al

destino de la ciudad,

de la boca de la loca conocerás la verdad:

La Troya que una noche conociste, olvídala.

Pues la guerra, un arte oscuro.

 

 

 

 

 

TRES POEMAS SOBRE LA CRISIS

 

 

1.

 

Comienzo del nuevo día, horcas puntiagudas

los dos primeros palos del sol.

 

Abre el cuaderno, poeta: ¡Escribe!

 

Cuidado con los nuevos lanceros, emigrante: ¡Tienes hermanos!

 

Araña el muro de musgos, niño recién despertado: ¡Vive!

 

Porque cada mañana tiene su niño, su poeta y su emigrante.

Y cada noche su muro ineluctable, su libro amargo, su brusco capitán de armas.

 

Igual que tú vistes la ferocidad de tu belleza para galopar

yo me quedo apartado y te admiro como caballo

de la estepa más mía.

 

 

 

 

 

2.

 

Mi ciudad hoy es una niña inmadura,

asustada, con un vestidito sucio,

se sienta en los escalones de su edificio,

tiende la mano a los transeúntes,

recoge dientes partidos,

echa pastillas en la acera, grita

pío pío a las palomas para que se acerquen,

y cuando no la miran

les saca la lengua.

 

Mi ciudad hoy es una niña inmadura,

bandera de una terquedad roja su vestidito sucio;

abraza sus rodillas desolladas, arruga los labios,

decapita mariposas, quema contenedores de basura;

con los botines de su saqueo prepara

un nuevo collar,

viene su madre, le tira de la oreja,

se niega a su madre

se niega a crecer,

nunca habla.

 

Cada tarde toca música

contando con una cuchara los rombos

de la tela metálica.

 

 

 

 

3.

 

La luna corría por las venas de los árboles,

dándoles un aspecto de muerte

plateada.

 

El adivino, contando en su mundo inhóspito otras sombras,

las llamaba ciervos.

 

El vendedor ambulante ofrecía sus recuerdos de los patíbulos

de las viejas baronías.

 

Todos los compraban.

 

Y el asesinato tenía una belleza brutal

como en Macbeth.

 

 

(Traducción de Virginia López Recio)

 

 

 

 

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