El poeta peruano Rodolfo Hinostroza es uno de los referentes irrenunciables de la tradición poética latinoamericana. Algunas de sus experiencias e ideas estéticas se han publicado recientemente en el volumen “Pararrayos de Dios”, en el que reúne veintidós crónicas en torno a la poesía contemporánea. Presentamos, como adelanto, “Guillermo Cúneo. La loca poesía”.
GUILLERMO CÚNEO. LA LOCA POESÍA
Cuando regresé de Cuba en 1964, había una nueva mancha de poetas jóvenes que se había sumado a la nuestra: eran estudiantes de la Cantuta, de la Villarreal, y de otras nuevas universidades que aparecieron por aquellos años. Los fui conociendo uno a uno, y eran en verdad interesantes. Los que más destacaban en ese grupo eran Juan Ojeda, que era unchimbotano fascinado con Husserl, Julio Nelson, que se hizo activista político, y el más cuajado de ese grupo, Guillermo Chirinos Cúneo, que prefería saltarse el Chirinos de su padre para firmar solamente como Cúneo.
Era un muchacho de ascendencia italiana, blanco, alto, muy guapo, con una inquietante mirada fija y penetrante, siempre con terno azul y corbata, y peinado como argentino, a la gomina. Gonzalo Rose nos presentó en el Patio de Letras, y Guillermo se mostró hosco conmigo, murmurando algo entredientes que no llegué a comprender. Escribía poesía y se mostraba fascinado por los poemas de St. John Perse, que Fabril había editado cuando ganó el Premio Nobel. Era devoto de Rimbaud y Lautreamont, como todos nosotros, y se sentía un iluminado, como muchos adolescentes ilusos que se creen los elegidos, pero con la diferencia de que Guillermo estaba realmente poseído por una suerte de locura creativa incontenible y obsesiva que terminaría por precipitarlo en la esquizofrenia.
A poco de conocernos vino una mañana a visitarme al jirón Coca, en el centro de Lima, al piso donde anteriormente había habitado César Calvo con su familia, y que ahora era una vieja segunda planta abandonada que el flaco prestaba a sus amigos que lo necesitaban. Ahí estaba yo instalado provisoriamente, mientras conseguía chamba, y había dispuesto mis escasas ropas en unos estantes, mi máquina de escribir sobre una mesita. Sería cosa de las 11 de la mañana cuando Cúneo apareció en los bajos de mi casa, y me dijo que venía a hablar conmigo, de modo que lo hice pasar, con mucha curiosidad. Pero lo que yo no sabía es que él me conocía mucho de oídas, pues César y Gonzalo, para bajarle los humos a Guillermo, que se sentía un genio, le habían dicho que había un joven poeta mejor que él, que ya iba a regresar de Cuba para destronarlo. De modo que ahora que ya había regresado venía Guillermo a buscarme, para arreglar cuentas conmigo, como en el Far West, pero yo no lo sabía y ni siquiera había traído mi revólver…
Subió pues al piso, y en lugar de sentarse en la silla que le ofrecí, comenzó a dar vueltas por la habitación, husmeándolo todo, como un sabueso, sin decirme nada. De pronto vio mi máquina de escribir dispuesta sobre la mesita, y me preguntó: “Con esta máquina escribes tus poemas?” y como yo le respondiera afirmativamente se acercó a ella, y antes que yo tuviera tiempo de reaccionar, la levantó con las dos manos por encima de su cabeza, y con una mirada de loco la estrelló contra el piso. El carro salió volando impelido por el resorte, las teclas se apachurraron todas, y la campanita sonó ting! anunciando el deceso de mi fiel compañera…
Yo me quedé helado, sin poderlo creer, como si hubiera matado a mi caballo, mientras que Guillermo se reía como un demente, y pateaba los escombros de la pobre máquina… Cuando reaccioné le grité: “Qué has hecho? Estás loco?” mientras me abalanzaba sobre él, que solamente se reía, imagino que muy satisfecho porque había destruido “mi máquina de escribir poemas” y ya podía dormir tranquilo… “Fuera!” le grité y lo boté a empellones de la casa, lo hice bajar las escaleras a patadas, y Guillermo terminó por largarse, dando voces… Después volví a subir para inspeccionar el estado en que había quedado mi vieja Remington, y la vi muerta y descuajeringada, habiendo ya exhalado su último suspiro… La metí pues en una caja con la intención de enterrarla, como a una mascota, pero terminé echándola a la basura, porque en el centro no había donde darle cristiana sepultura…
No sé cómo nuestra incipiente amistad soportó tal atentado, pero en el fondo sí lo sé, porque cuando leí los poemas de Cúneo, cuyos manuscritos pasaban de mano en mano, me quedé deslumbrado. Estaban llenos de imágenes fulgurantes, metáforas poderosas, hallazgos verbales, aliento poético, y ya afloraba una voz propia en sus poemas, a pesar desus cortos 20 años. Estaba escribiendo un libro que se hizo legendario, llamado “Idiota del Apocalipsis”, que su madre publicó en 1967. Decía, por ejemplo:
“Frente a la ciudad, frente al mundo, la madre bella ha parido un payaso irrisorio, pero azul. ¡Maldito coito amarillo! Pero he aquí que hay una gran cosa que rueda, una cosa inmensa como el mundo, una buena cosa infinita como los planetas y astros que ocupan el universo; he aquí que hay una gran cosa que rueda y no cae, y que grita, casi con demencia, pasada la niñez olfateante, una vez llegada la juventud pálida: ¡Payaso azul! ¡payaso azul! Locura atacada y resplandor ignorado, grandeza de rey. Joven orgulloso de tu mísera plenitud, ¡poeta!…”
El caso es que después nos seguimos viendo, y cerramos el incidente, pero nunca pude ver a Cúneo como una persona realmente en sus cabales, porque no lo era, a pesar de que los poetas de su grupo celebraban sus locuras como ocurrencias inofensivas. Después supe que la esquizofrenia lleva a la persona a un grado extraordinario de brillantez intelectual, antes de capotar en la locura y hundirse en parajes de delirio. Y era eso lo que le estaba pasando a Guillermo, que andaba todo el tiempo exaltado, asaltado por imágenes y versos fulgurantes que atravesaban su mente, como pájaros, sin que nadie en verdad percibiera que estaba transitando los linderos de la locura.
Después de “Idiota del Apocalipsis”, Guillermo nos anunció que había iniciado un nuevo proyecto poético, el libro “Caminante en la Ciudad”, cuyo título describía muy bien al poeta, que vagabundeaba por la ciudad de Lima de día y de noche sin desdeñar barrio alguno, mirando con sus ojos desorbitados todo cuanto pasaba en torno suyo. Esa iba a ser la materia de su nuevo libro, que él consideraba sería su obra maestra, y llevaba su manuscrito consigo a todas partes, bien aferrado bajo el brazo, y a veces nos leía algunos poemas. Pero la locura avanzaba, implacablemente: Guillermo comenzaba a tener alucinaciones, y veía hombres que entraban a su cuarto, y le robaban su libro de poemas del escritorio, con el propósito de destruirlo… El último acto de este drama ocurrió pocotiempo después, una noche que Guillermo recorría, raudo y obsesionado, el Jirón de la Unión, con su manuscrito debajo del brazo. Al pasar frente a la iglesia de La Merced escuchó unos coros que cantaban melodías de su infancia, y se detuvo, conmovido. Y en ese momento cayó un rayo de los cielos que lo partió en dos: Guillermo de pronto se sintió culpable, pecador, arrepentido por haber ofendido a Dios con sus poemas, se puso de rodillas, y a golpes de pecho fue recorriendo el camino al altar, como un penitente, tirando sus poemas en manojos, como si echara flores al Divino para hacerse perdonar… El libro se perdió para siempre en ese gran estallido de psicosis, que lo condujo directamente a “El asesor”, una clínica para enfermos mentales que queda por Chosica, y lo perdimos de vista durante años.
Hacia 1967 mi padre, el poeta, enloqueció. A la vejez recrudeció la psicosis que lo había atacado en su juventud, de la que el doctor Hermilio Valdizán lo había sacado, y me tocó internarlo también en “El asesor”. Mi padre estaba muy alterado, porque cuando pasamos al patio interior, descubrió que el sitio estaba lleno de locos, que se paseaban por ahí divagando… “Yo no estoy loco!” protestó, y cuando yo trataba de calmarlo, de pronto se apareció Guillermo Cúneo de la nada, porque en ese hospital seguía internado desde hacía años, y me había reconocido. Se le veía igual que siempre, excitado, y me anunció que había comenzado a escribir un nuevo libro de poemas… Yo le presenté a mi padre como poeta, y él se interesó prodigiosamente en él:“Poeta?” me dijo, “tu viejo es poeta?” y allí mi padre intervino, también muy interesado en conocer al colega poeta, con quien pronto hizo buenas migas…
Cuando regresé de la administración para despedirme de mi padre, encontré que estaban enfrascados en una conversación sobre los poetas simbolistas franceses, que a ambos les apasionaban. Me despedí de los dos, sin saber si alguna vez los volvería a ver en sus cabales, cosa que no ocurrió, porque nunca volví a ver a Guillermo, y mi padre murió años más tarde, en un asilo municipal. En el 2009 yo publiqué los pocos poemas de mi padre que pude rescatar del olvido, bajo el nombre de “Retamas de Serranía y otros poemas”, ydescubrí que en 1967 y luego en 2006 se habían publicado los pocos poemas de “Idiota del Apocalipsis” que se pudieron rescatar de la brillante obra de Guillermo.