Sombra y silueta de Javier Pérez Corcobado

En esta entrega de su columna Sinapsis, Luis Burgarini (1978), uno de los críticos más representativos, leídos y observados de nuestro actual momento estético, nos ofrece un notable ensayo sobre el poeta, novelista, cantautor, productor y músico Javier Pérez Corcobado (Frankfurt, 1963) en donde se desentraña su poesía y la relación indisoluble que tiene esta con la música, además de analizar la importancia de esta figura en nuestro presente artístico.

 

 

 

 

 

Sombra y silueta de Javier Pérez Corcobado

 

1.

Uno llega a ciertos autores por motivos sentimentales y no porque figuren en tal o cual historia de la literatura. Los grandes nombres también son enormes abismos de tiempo. También nos habitan las palabras de escritores que sólo tienen que ver con el trayecto de nuestra vida, por más azarosa que haya sido. Pasé por la escuela de rock y es hora de pasar revista y además pagar tributo. ¿A qué? A la nostalgia.

Javier Pérez Corcobado (Frankfurt, 1963), se erige con voluntad propia y planta cara a la indiferencia del mundo. No es para menos. Nacido en una familia de clase media perteneciente a la agónica Madrid del franquismo terminal, se inició musicalmente en los bares y antros de una ciudad en la que todas las noches se esperaba el amanecer entre humo de cigarro y copas de vino tinto. En esas capillas etílicas, una vez muerto Franco, se descubrió la electrizante vida nocturna que éste le negó a varias generaciones de jóvenes: la famosa “movida madrileña”.

El carácter gótico y sombrío de Javier lo acercó de modo irreversible a una literatura marginal que le forjó ese estilo tan reconocible. Burroughs, J.G. Ballard, Luis Martín Santos, Faulkner, Bukowsky y una constelación de autores singulares, articularon en silencio un proyecto poético que nació entre nubes de cigarro y botellas vacías de Jack Daniels.

Dj por vocación y escritor por necesidad, su temprana juventud transcurrió entre la algarabía debido al uso de drogas, la creación musical como actividad imperiosa y el trazo de versos cuya característica inicial fue siempre la caótica dispersión. Un penoso y frustrado intento de suicidio―el hecho fue real: saltó desde un tercer piso―, ha cubierto su figura con un halo de escritor y músico maldito que, más allá de irritarlo, le complace y además utiliza como herramienta para erigirse en el dandi que siempre anheló ser.

Luego de publicar un par de poemarios a la manera tradicional ―Chatarra de sangre y cielo (1990) y El sudor de la pistola 13 (1994), ambos en Ediciones Libertarias―, Corcobado cuestiona su posición frente a la creación poética enunciada sólo a través de las palabras y opta por aquélla que tiene su complemento idóneo en el acompañamiento musical. Es consciente de que la forma de comunicarse con su público es a través de la música.

Su actividad creativa se manifiesta en dos vertientes: por una parte, un uso libérrimo del lenguaje poético; por otra, su combinación perfecta con la melodía y el ritmo que, desde el impenetrable silencio de la composición individual, Corcobado medita, estructura y organiza arquitecturas. El binomio poesía-música es indisoluble en su trabajo como creador. La música, revisada de manera minuciosa, refleja con fidelidad el carácter indómito de su personalidad magnética. Sus palabras pueden leerse desprovistas del aparato sonoro que su autor ha concebido para acompañarlas, sin embargo, esa lectura parcial carece de la presencia viva del desgarramiento, de esa quemazón que se tiene pensado que produzca. Secuencias desbordadas de lirismo, frenéticos escarceos de guitarras eléctricas y simulaciones telúricas con desequilibrados tambores, hacen de sus composiciones una ventana a la que uno se asoma no sin temor de ser arrollado. El exceso, en el aspecto musical, es su signo y contraseña.

La temática de sus letras transita con libertad entre la devoción por el alcohol como puerta de escape, el paliativo indispensable del amor y las formas individuales de entenderlo y una galaxia de preocupaciones que encarnan el espíritu de los nacidos después de los hippies. Corcobado evita con sutileza rozar siquiera el fenómeno político.

Su poesía, por otro lado, es urbana y perturbadora. La metáfora se desliza sin sentirla y al final, lo que era angustia y decepción se torna espejismo, lenguaje. La idea es revitalizar esa técnica retórica como figura central de cualquier poética pero que, si es que la idea a expresar lo requiere, puede tornarse narrativa. Las formas tradicionales jamás son una camisa de fuerza y la flexión se vuelve prototipo rector. La sensibilidad está por encima de cualquier programática y los arranques de intuición o dejadez obtienen inmediata respuesta en el papel en blanco. No existen rasgos evidentes de excesivo pulimento en sus versos. Nada más allá de lo que estrictamente requiere la vocalización articulada más elemental. Corcobado no tiene bajo el brazo el manual de Tomás Navarro Tomás para contar las sílabas y lograr un figurín enternecedor que sea paradigma renovado de la métrica hispánica. Si jugar con el ábaco silábico se torna un obstáculo en el devenir verbal, no será éste quien sufra una disminución o un retiro forzoso. Su regreso a la oralidad contrasta con la asimilación moderna en el uso del verso libre. Su aparente rechazo de la tradición no es sino una forma camuflada y sutil de rendirle un homenaje personal.

 

2.

Desgarramiento, soledad y consuelo se dan un cálido abrazo en una secuencia de líneas que, al amparo de su voz, acoge a propios y extraños. Los enredos de la vida amorosa no se resuelven, ya que Corcobado no plantea salidas o escapes. Su poética parte de la experiencia vital, de sus hallazgos mundanos. La reflexión sobre las causas de un desastre o de la dicha plena no cabe: está en los linderos. Un hedonismo vitalista se pasea por sus canciones y se posa con libertad donde el escucha lo decida. La realidad, en su natural tendencia al desbordamiento, no entra en las famélicas rimas de una tradición que, por otra parte, ni siquiera se digna a mirarlo con ojos de madre.

Acompañado de su inseparable instrumento, la “guitarra tormento”―un distorsionador al parecer invento suyo―, el autor de Pétalos de navaja esboza trazos y delimita contornos. Da vida al signo y resucita lo dado por vetusto y acomplejado. El incómodo estallido de la violencia verbal se da puntual cita en sus canciones. Los juegos verbales, la aproximación por cercanías fónicas, el rutilante uso de la arritmia deliberada y sus cavernarios gritos periódicos a la mitad de cualquier interpretación, le dan a su trabajo un cariz que nadie ha podido igualar, a pesar de la prolija camada de imitadores y fanáticos.

El caso de Corcobado, atípico no sólo por su poética sino también por su escandalosa vida, está presente en la memoria musical de miles de jóvenes que, cercanos al paroxismo o la ataraxia, cantan sus poemas en cuanta presentación realiza este inusual músico-poeta. Con sus libros publicados, su poesía es coreada, rubricada e impresa en las desvencijadas puertas de mugrientos baños cosmopolitas. Ese regreso a la oralidad, a compartirla como si fuera un bien público y a dar ritmo y musicalidad a un páramo urbano que perdió todo sentido de la experiencia íntima, se cuentan entre los logros más ruidosos de su paso por la escena cultural.

El insuficiente conocimiento de su figura entre los melómanos del rock, se debe a que sus letras evaden con primordial aplomo la digestión facilona obligando a pensar y repensar cada una de sus frases. El lenguaje se torna instrumento de transmutación alquímica, objeto de conversión, de comunión y de deseo:

Lumbre de hielo

baña tus párpados

vientre de sol

en tus palabras

olas violáceas

en tu pensamiento

y luna deshecha

en perlas de invierno

y amantes rotos

besando al silencio

tu copa de llanto

tesoro del cielo.

Esta revitalización del lugar de la lengua a través de la música, lo coloca en un lugar de privilegio frente a los gazmoños del sentimiento edulcorado que, anhelantes del fervor popular y el éxito económico, no escatiman dosis de pudor y en el nido de la fiesta capitalista. En las palabras de Corcobado no hay reconciliación, unión perpetua o fragilidades superadas; hay búsqueda interminable, proclividad a la reflexión y balanceo en un vacío sin control. Unión, desprendimiento; dualidades indisolubles, independencias precipitadas. El momento culminante del tema Flores de lágrimas confirma ese sufrimiento pasmoso, sutil equilibrio entre felicidad y dolor:

Despertar en los cristales

de tu piel

ruido de lluvia de mar

que ahoga mi morir

y hace vivir

mis lentos ojos

la luna es

nuestra boda y borracha

nos besa al amanecer.

El amor, aún cuando pueda ser la escapatoria final a nuestra existencia, jamás tendrá las puertas abiertas para recibirnos con los brazos extendidos. El destino del hombre es la eterna búsqueda y, todo parece indicar, que la decepción nos aguarda al final del largo corredor. Pero, aún con todo, la angustia que nos consume puede tornarse posibilidad de regodeo y lubricidad infinitos.

En apariencia un maldito tradicional—si aún es dable la figura—, de la música y literatura, el músico madrileño se rehúsa al encierro provocado por la mítica incomprensión del mundo. Con una personalidad hechicera y un estilo distintivo, su figura se apuntala al seno del mundillo roquero subterráneo y sus grabaciones se buscan, graban y reeditan. A lo largo de su fracturada carrera, se ha asociado en materia musical con bandas afines e inquietas que, más allá de intentar robar el reflector que le pertenece por derecho, han fraguado desde un higiénico contubernio melodías que son deleite de miles en la órbita hispanoparlante.

 

3.

Existen dos periodos diferenciables en su trabajo. Por un lado figuran: Algún paté venenoso (1987), Demonios tus ojos (1988), Agrio beso (1989), Tormenta de tormento (1991) y Ritmo de sangre (1993); por otro, la aceptación del enigma como experiencia y el posterior goce de cuanto pueda ofrecer la realidad: Boleros enfermos de amor I (1993), Arco iris de lágrimas (1995), Boleros enfermos de amor II (1995), Diminuto cielo (1996), Corcobator (1999) y Fotografiando al corazón (2003). En la evolución de su música es perceptible una aproximación hacia una melodiosidad consistente que, sin dejar de lado la agresividad como principio estético, logra una inusitada y seductora miscelánea de sonidos.

Los discos de larga duración que ha editado hasta el momento (en un periodo de casi veinte años), los innumerables singles, ep’s, mini-álbums, así como las eventuales producciones personales de otras bandas, lo confirman como un partícipe asiduo de la vida cultural subterránea y lo afianzan como el patriarca de un mundo en ruinas. Los años que vivió en México dieron nueva vida a su poética y sus palabras lograron un sutil equilibrio entre la sobriedad del carácter ibérico y la maraña insondable de lo mexicano.

En Dientes de mezcal estalla con claridad ese roce de realidades hermanas:

En nuestro último beso

mordimos el gusano del mezcal

en nuestro último beso

mordimos de la noche

el final.

 

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