Presentamos el primero de tres ensayos de Dámaso Alonso en torno al fenómeno poético. Dámaso Alonso (1898-1990) es, muy posiblemente, el crítico de poesía más lúcido en la historia de la lengua española. Esta serie de textos, útiles sin duda para el lector, el ensayista de poesía y, sobre todo para el poeta, pertenecen a ese gran monumento crítico que es “Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos”, publicado en 1981.
PRIMER CONOCIMIENTO DE LA OBRA POÉTICA: EL DEL LECTOR
Dos son los conocimientos normales de la materia literaria, digamos, en especial, de la poesía, puesto que el presente libro va a versar sobre poesía. No olvidemos una verdad de Pero Grullo: que las obras literarias no han sido escritas para comentaristas o críticos (aunque a veces críticos y comentaristas se crean otra cosa). Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: “el lector”. Las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas, sino para ser leídas y directamente intuidas. Ni el Quijote se creó para los cervantistas (aunque haya algún cervantista que piense de otro modo), ni el teatro de Shakespeare para la filología alemana. El árbol está ahí para recrearnos con su sombra o para alimentarnos con su fruto, o simplemente para ser una delicia de los ojos ahora que el viento graciosamente lo cimbrea. ¿Quién pensaría que nació para que desgarremos sus partes, para que las escudriñemos, para que apliquemos a su cerne el microtomo y sometamos las más secretas células a nuestra curiosidad microscópica? ¿Monstruoso, no?
Pues este crimen lo intentan, día a día, eruditos dieciochescos a palo seco y filólogos de los que tienen por lema “spiritus occidit”.
A ambos lados de la obra literaria hay dos intuiciones: la del autor y la del lector. La obra es registro, misterioso depósito de la primera, y dormido despertador de la segunda. La obra supone esas dos intuiciones, y no es perfecta sin ellas. Exagerando la dirección de nuestro concepto, diríamos que la obra principia sólo en el momento en que suscita la intuición del lector., porque sólo entonces comienza a ser operante.
El primer conocimiento de la obra poética es, pues, el del lector, y consiste en una intuición totalizadora, que, iluminada por la lectura, viene como a reproducir la intuición totalizadora que dio origen a la obra misma, es decir, la de su autor. Este conocimiento intuitivo que adquiere el lector de una obra literaria es inmediato, y tanto más puro cuanto menos elementos extraños se hayan interpuesto entre ambas intuiciones.
INTUICIÓN ARTÍSTICA E INTUICIÓN CIENTÍFICA
¿Cómo es, en qué consiste la revelación de un contenido de arte, esa iluminación que una mente transmite a otra? Estas intuiciones (la del creador y la del lector) literarias, artísticas, se diferencian de la científica (mucho más simple) en que movilizan, por decirlo así, la totalidad psíquica del hombre: la memoria, a la cual llamamos fantasía cuando —en un estado lúcido, que tiene sin embargo relación con el ensueño— entremezcla con libertad sus datos, al par que los actualizó (realidad ilusoria: se trata de una intuición fantástica); la voluntad, que matiza afectivamente la imagen, deseada o repelida (aunque con “querencia” no práctica, es decir, sin finalidad posesoria: se trata de una intuición afectiva); y en fin —en literatura— básicamente el entendimiento (se trata de una intuición intelectual). Científicamente, intuimos con sólo una veta de nuestra psique (la intuición científica no es fantástica, ni es afectiva). Estéticamente, intuimos con toda nuestra psique, puesta de modo automático en una especie de vía muerta, o de ensueño, o de momentánea infancia, o de día de domingo, es decir, en un estado no hábil, no práctico, no comercial, puro, libérrimo, iluminado. La intuición literaria, la del ensueño y la del juego infantil, son fenómenos relacionados. Pero el lector sabe que sueña, sabe que sabe que juega.
Este conocimiento (al que llamamos primer conocimiento literario, o del lector) tiene de característico, también, el ser intrascendente: se fija o completa en la relación del lector con la obra, tiene como fin primordial la delectación, y en la delectación termina.
INTUICIONES PARCIALES E INTUICIÓN TOTALIZADORA
Pensemos ahora en una novela. Por el lector pasa como un rosario, una serie continua de intuiciones. Una impulsada quilla va dejando una estela de luz en la imaginación, y constantemente, durante la lectura, se abre más y más, rasgando una compacta oscuridad de no ser.
Cada momento de ese avance o de esa iluminación tiene su importancia. Pero cuando hablarnos de la “intuición” de la obra, nos referimos a la visión, a la comprensión de la obra como conjunto, más exactamente, como organismo. Es una intuición que procede de toda esa serie de intuiciones parciales. La obra puede ser tan breve como una desnuda coplilla de la tradición castellana, tan larga como la Divina Commedia o el Quijote. La imaginación (es decir, ese espejo en el que se nos combinan formando como una nueva realidad datos —antes inconexos— de la memoria) ha podido ir reflejando sólo unas cuantas deliciosas o angustiosas imágenes o miles de ellas (intuiciones parciales); la intuición de la obra es una imagen total, no suma de las parciales, aunque elevada sobre ellas. Aunque de todas ellas necesita, la intuición totalizadora suele ser muy simple. Es también inexpresable, inefable. A veces, sin embargo, nos gusta ligarla a imágenes sensibles: siempre, por ejemplo, se me ha ligado la poesía de Dante a una gran blancura y he visto la Divina Commedia como una luz central, blanca, ondeante. Cada obra literaria (y cada obra de arte) es un espacio abierto en nuestra imaginación, poblado allí para siempre, encendido allí para siempre, un día interior que luce en nuestra alma y que ya no se extinguirá sino con nuestra conciencia.
UN EJEMPLO
Tomemos un ejemplo sencillo: una obra literaria breve: un soneto. Allá en los últimos finales del siglo XIII, Dante (puesto que hemos mencionado a Dante), lleno de dulzura a la contemplación de una mujer (¿realidad de hueso y carne o sueño sólo?), escribió el siguiente soneto…
… Pero esta maldición babélica (por la que somos hombres y por la que existe ese prodigio del intercambio literario, ¿podemos imaginarnos el hastío de una sola lengua y una sola literatura?), esta maldición babélica, digo, nos obliga aquí a meter una falsilla al discurso; la falsilla será una modestísima traducción —ancilla ostiaria— que no pretende sino ser suficientemente fiel y volver en castellano el contenido del italiano, verso a verso:
Tan gentil, tan honesta, en su pasar,
es mi dama cuando ella a alguien saluda,
que toda lengua tiembla y queda muda
y los ojos no la osan contemplar.
Ella se aleja, oyéndose alabar,
benignamente de humildad vestida,
y parece que sea cosa venida
un milagro del cielo acá a mostrar.
Muestra un agrado tal a quien la mira
que al pecho, por los ojos, da un dulzor
que no puede entender quien no lo prueba.
Parece de sus labios que se mueva
un espíritu suave, todo amor,
que al alma va diciéndole: suspira.
He aquí ahora el soneto original:
Tanto gentile e tanto onesta pare
la donna mia guando ella altrui saluta,
ch’ogne lingua deven tremando muta,
e Ii occhi non l’ardiscon di guardare.
Ella si va, sentendosi laudare,
benignamente d’umiltá vestuta
e par che sia una cosa venuta
di cielo in terra a miracol mostrare.
Mostrasi si piacente a chi la mira,
che da per li occhi una dolcezza al core
che’ntender non la pub chi non la prova,
e par che de la sua labbia si mova
un spirito soave pien d’amore
che va dicendo a l’anima: sospira.
El lector de este soneto, al avanzar por sus catorce versos, va pasando como por catorce cámaras, y cada una reserva una delicia. Son catorce criaturas individuales, peculiares por sí y por su mutua relación. Claro que tenemos entre ellas nuestras preferencias: unas veces se nos va el gusto tras el verso primero, tan claro con sus dos adjetivos que se reparten los acentos (de 4.ª y 8.ª sílaba). Otras, seguimos esas once sílabas ch’ogne lingua deven tremando muta, de un avanzar tan ligado como trémulo. Otras, el alejarse de ese prodigioso verso 5.° (casi todo eses y eles): ella si va, sentendosi laudare. ¿Cuándo el candor humano tuvo una transparencia como la de este tierno 6.°, benignamente d’umilta vestuta? A veces nos atrae la rápida precisión intelectual del verso 10.°, con su final ternura, che da per ti occhi una dolcezza al core, completado por el verso 11.° che’ntender non la può chi non la prova, verso que sentimos con su pausa final como un gozne en la estructura del soneto. Nadie se habrá podido negar nunca al encanto del verso 13.°, con algo de levedades de pluma, un spirito soave pien d’amore. ¿Quién, al verso final, che va dicendo a l’anima: sospira, donde el sospira es ya como un susurro?
Treinta y cinco años hace que este soneto de Dante es un compañero de mi vida. Un ángel bueno para refrenarme en la hora que nos empujaría a la maldad. Si alguna vez he mirado a lo mejor, a él se lo atribuyo. Si no se ha secado en mi alma la ingenuidad, si algo me queda del niño, a él creería que se lo debo.
Y siento que no estoy solo. Somos miles y miles los hombres que hemos pasado por ese soneto y que hemos recibido por él un empujón hacia la altura. Eterna Beatrice, eterna meta ideal, amada de tantos desde la profundidad de las edades. Y el espíritu suave y lleno de amor que de ella emana, siglo tras siglo, va diciendo al alma del hombre: suspira.
No hay gozo mayor que el de sentirnos peregrinantes anónimos, perdidos entre la multitud, hacia permanentes santuarios de belleza; besar humildemente las piedras desgastadas, las piedras seguras en donde se estriba nuestra fe.
El muchacho, casi un niño —aspirante a matemático—, que por las avenidas del Retiro sacó de su bolsillo Le cento migliori liriche della lingua italiana, y por primera vez se puso en contacto con el soneto inmortal, leía con alguna dificultad el italiano y no tenía la menor idea de análisis estilísticos. Seguramente que no pudo discriminar mucho entre sus intuiciones parciales al pasar por cada uno de los versos. Intuyó una imagen simplísima. En el alma está aún: no ha cambiado. El hombre, casi un viejo, cansado y desilusionado, tiene aún en las entrañas del alma esta cámara intacta, de candor, de ilusión eterna. La misma que se abrió aquel día en el alma del niño.
Es inefable; imagen inefable, cuya sensación, cuya sombra, cuyo accidente, expresaría así por imágenes exteriores: Es un ámbito —el alma sabe que es un ámbito milagroso—, es una luz blanca. Allí crece todo lo que en el mundo es delgado y blanco, tallos, tallos altos, apenas flexibles en luz blanca. Y todo es una forma femenina. Suspira el corazón. Esta imagen está traspasada de aire, y el corazón suspira.
Después el hombre leyó este soneto dentro de la Vita Nuova, a la cual pertenece; leyó la bellísima explicación en prosa, por el mismo Dante, que allí le rodea; leyó los comentarios al soneto; se detuvo o entretuvo en el análisis de versos, y analizó los de esta obrita; leyó sobre los problemas del dolce stil novo, el concepto de la mujer que de esta supuesta escuela procede, etc. La imagen primera —milagrosa, blanca, ascendente, encendida— es la que sigue abierta al fondo de una galería de su alma.
LA INTUICIÓN DEL LECTOR ES INSUSTITUIBLE
La intuición del autor, su registro en el papel; la lectura, la intuición del lector. No hay más que eso: nada más.
Si alguien hubiera abierto el presente libro pensando que aquí se daban intuiciones ya preparadas y explicadas, se habría equivocado completamente. Esa intuición del lector no es sustituible o excitable por medios exteriores (salvo la lectura misma). Pero no todo el que lee es “lector”. Esa intuición… se la tiene o no se la tiene, como en la mística los carismas y gracias especiales.
¡Que nada se interponga —si es posible— entre el lector y la obra!
Vamos, pues, a evitar desde ahora un equívoco: este libro no trata de interponerse entre un lector virginal y la poesía española. Se ha escrito pensando en el lector ya iluminado por el conocimiento intuitivo de la poesía, en ese hombre a quien la poesía le ha abierto ya las hondas cámaras de una segunda vida, en ese hombre que lleva clavada en el flanco la saeta que no perdona (piaga per allentar d’arco non sana), estigmatizado y, en cierto modo, divinizado por leves, aéreas presencias que se cuajan en torno de él como un ámbito, vida abierta ya siempre a dimensiones irreales.
Tal es el primer conocimiento de lo poético (y no lo hay más alto).