Sobre Puerto Calcinado de Andrea Cote

La poeta colombiana Andrea Cote (Barrancabermeja, 1981) ha publicado recientemente en España, bajo el sello de Valparaíso Ediciones, su poemario Puerto calcinado, que mereció el Premio mundial de poesía joven “Puentes de Struga” en 2005. Presentamos una reseña sobre este libro a cargo del crítico venezolano Alejandro Sebastiani Verlezza. Andrea Cote está incluida en Poesía ante la incertidumbre. Antología de nuevos poetas en español (Visor, 2011).

 

 

 

 

De memorias y juegos

 

Puerto calcinado, de Andrea Cote, es un poemario rondado por nostalgias, quizá míticas, anhelos de dioses extraviados, búsquedas y encuentros de recuerdos,  matizados con humor y una liviandad juguetona, irónica; contiene imágenes sugerentes, prestas a la aventura del desciframiento, o mejor, a la contemplación del enigma que envuelven; planea la poeta en vuelos rasantes y en vértigo de altura, como si ese movimiento le permitiera expresar el reverso de lo real y entrar por sus rendijas con guiños envolventes: “Es para el dios de lo deshabitado/ que se alzan templos invisibles/en la borrasca del desierto”.

 

Voz nueva, en exploración y a la vez en búsqueda de sus posibilidades; las imágenes que habitan sus páginas la hablan; suavemente, se van mostrando, conducen a los lugares de lo calcinado y la ausencia: los caminos del poemario están plagados de pequeños olvidos recobrados, evocaciones de lo que algún día fue y ya no es, susurros, rememoraciones, unas adentradas en el desparpajo, otras un poco tristes, pero sin asfixia: nadie ha sido aún sitiado en los terrenos laberínticos de la memoria. Y un azar de la poesía, no es tan descabellado decirlo, puede ser capaz de sugerir las vías de entrada a las imágenes que Cote va deslizando: el puerto, espacio ilusorio, allí la vida corre fugaz; una pista, en los versos que conducen a paisajes estancados y en cierta desolación: “Nuestro puerto/que era más bien una hoguera encallada/o un yermo/o un relámpago”.

 

Hay libros resistentes al comentario, apenas se dejan tantear, asoman leves evidencias, hablan solamente a ratos, empeñados en sostener el prevalecimiento de su rareza; con el riesgo de extraviar mi lectura, me digo, este poemario es un puerto y una nostalgia de dioses, un juego, una risa soterrada y un desparpajo. ¿Esto basta para transitar las calles de sus poemas? “Madre, recógeme el sonido de la lluvia en el tejado del abuelo/cuéntame de las noches en que descubrí la sed por los acantilados/ y de cómo desprendiste el fuego de la luz”.

 

En Puertos calcinados hay un vacío dejado por la retirada de los dioses, así se abre un espacio de quiebre entre su presencia, la cotidianidad y las voces de ámbitos familiares: esa madre y María, también Blanca, la poeta; el padre, Orfeo y Ariadna, una Penélope: “No te olvides/hay que dejar un agujero para la cabeza/ dos para las manos/ hay que llenar la tela de agujeros/ para que los pájaros/ vengan/ a comerse tu piel”.

 

Por instantes, los poemas se encuentran recorridos por una negación: “No quiero la esquina triste, /ni el monstruo sediento, /ni el cuerpo como puerto/ o naufragio, / o esta nostalgia de dioses/ e inmensas catedrales”. Y las sensaciones evocadas pueden tornarse efímeras, cambiantes y escurridizas, así parecen ser los asuntos relacionados con puertos y desmemorias. ¿Qué dice la poeta? “Mansa, Marianita, / mejor acuéstate sin piel/ sin corazón/ que tienes que dormir todo tu sueño/ aunque la casa esté incendiada”. Pero llama la atención la presencia de un : la poeta –o su voz: da igual– hablándole a alguien, como si diera por sentado que la escritura es búsqueda –y abrazo– del otro; sin su insoslayable presencia, tendría poco sentido; se va perforando el vacío, quizá con la certidumbre de encontrar a un tú deseoso por interpelar y entrar en diálogo con el poema, nombrar y reinventar cantos de amante. “Regresamos/ –como hubiera querido Orfeo–/sospechando”.

 

La materia poética de Puerto calcinado pareciera estar impregnada de fogonazos y rastros míticos reflejados en paisajes efímeros: “hay cosas que existen/por la fuerza de una luz/que las abandona”; la experiencia de un presente en duda y tránsitos hacia el pasado: “acuérdate de mí y de la herida”; trozos de recuerdos que habitan el cuerpo, huellas y marcas de trances tatuados en la memoria: “Éramos en avidez musical/y de fasto/y malabares, /ante la lustrosa acera, / antes de quedarnos parados/ y sin voz/para ver la desolada estampa, /la ruina”.

 

Casi todo lo que se necesita saber sobre Cote, es una sospecha, se encuentra expuesto y a la vez cifrado en las entradas furtivas de estos puertos, vivos en su calcinamiento, habitados por travesías y laberintos; más que salidas, importa el tránsito por sus inquietantes corredores. ¿Están escondidos los hilos? “Sé que caminamos por vías paralelas/hacia el centro de algo. /Pero mientras anochece en ti y en mí/ ya no hay retorno. / No ignoras que para Ariadna/el hilo era una forma de llegar adentro”.

 

¿Tendrá cada poema un remitente secreto?

 

 

 

 

 

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