El crítico y narrador Luis Bugarini (1978), en una nueva entrega de Sinapsis, nos entrega un texto en torno al trabajo novelístico del narrador albanés Ismail Kadaré (1936). Escribe Bugarini: “Al recibir el premio Príncipe de Asturias, el albanés aprovechó la ocasión para reafirmarse como un novelista que confía en el poder de la creación para transformar al mundo”.
1.
La novelística que consigue filtrarse en el recuerdo lidia con el presente, tejido no pocas veces alrededor de un centro fantasmal, poblado de actos inhumanos. El rastreo narrativo de gestos y sutilezas exigen la concentración del escritor para articular las formas veladas del chisme de salón, el cotilleo de la cantina y la página del periódico que nadie leyó, para así integrar ese catálogo razonado y personalísimo de las metamorfosis que se intuyen experimenta la pretendida “condición humana”.
Es posible leer el siglo veinte como un hito lamentable por lo que hace al grado de perfección que es posible alcanzar para destruir al adversario. La arena política se erigió como el gran teatro del mundo en el cual atestiguamos con la mayor perplejidad imaginable, la representación continuada de mecanismos al servicio de la degradación. Las nuevas tecnologías, por su parte, se asumen por derecho pleno como un nuevo eslabón digital para preservar este desfile de colmos.
Para ilustrar al vuelo figuran el juicio sumario y posterior ejecución de Ceausescu y su esposa, el ahorcamiento mal grabado de Saddam Hussein o los misiles teledirigidos con visión nocturna contra objetivos civiles de las últimas guerras –operados cual si fuesen un videojuego. Esto ya forma parte de esta radiografía patológica de nuestro consumo multimedia habitual.
Así, las formas del horror se estacionan en la normalidad y ésta se altera aunque no logra replantearse en el debate público. Se abandona la reflexión sobre las desproporciones en el ejercicio del poder para arrellanarse en el sillón, abrir las palomitas de microondas y consolidar la creencia de que toda vez que ya votamos somos parte ipso facto del mundo democrático. Pero las tentaciones del poder deben estar en alerta constante. Esa bandera siempre es roja, con independencia de las mareas.
2.
Acaso la narrativa de Ismaíl Kadaré (Albania, 1936) sea de las últimas que se confiesa incapaz de abandonar esta reflexión y con cada entrega confirma su lugar como una denuncia tenaz de los peligros de la dictadura. En su obra la incredulidad gana un sitio de privilegio, lo cual se traduce en higiene social.
El enemigo natural de una narrativa que se propone cartografiar las formas sutiles del horror es la caricaturización y las tentaciones fáciles de la propaganda. No parece fácil distanciarse de la opción de participar en la vida pública desde la novela. Esto es, utilizar el oficio novelístico para distribuir postulados ideológicos. Las formas comprometidas del arte parecen terminar en la capitalización de la estafa y suplantan la persecución de la forma por el llamado a la acción. Estetización de la pancarta.
Ahora que se traduce la primera novela del autor albanés, El general del ejército muerto, publicada en 1962, al igual que su más reciente entrega, Réquiem por Linda B. (2012), es posible comprobar la fidelidad de su obra al dibujo de las formas que la dictadura adopta para pervertir el escenario de la vida pública y así amortajar el cúmulo de libertades, al grado de que no pocas de sus novelas admiten una lectura bipartita que oscila entre un declarado acento kafkiano, y esos relatos de ciencia ficción en donde la libertad es apenas vestigio de una edad remota.
El general, por ejemplo, refiere la epopeya de un militar que recibe la encomienda de localizar y devolver a su país a un número indeterminado de cuerpos enterrados en una fosa común. Se hace acompañar de un cura, que será su interlocutor. Todo el pasado reciente de los Balcanes transfigurado en una campaña de búsqueda. Acaso inspirado en la histórica Masacre de Katyn de 1940, ejecutada por instrucciones de Stalin a través de Lavrenti Beria y la NKVD, de donde se rescataron más de veinte mil cuerpos, Kadaré no se detiene a perfilar las causas del desastre, que los protagonistas de sus novelas no intentan siquiera entender, sino que se enfila directo a narrar las dificultades de buscar las fosas –conforme se excava, aquí y allá, continúa el hallazgo de más cuerpos–, y también el peregrinaje viscoso que impone el juego de las espirales burocráticas, derivadas de cualquier acto administrativo en un régimen totalitario.
Este interés de Kadaré por la tragedia clásica, en especial por la figura de Esquilo (no olvidar su ensayo de interpretación sobre el trágico griego), nutre de dinamismo a su narrativa y tras la cortina de su labor paciente asoman los mitos clásicos y cualquier acto se transforma en un eco que resuena en donde haya un gobierno autocrático. La tentativa del abuso habita en las sombras. En las virtudes protagónicas del héroe clásico resuena el enigma de la condición humana, y ahí es posible vislumbrar al menos uno de sus perfiles.
En El general la vértebra que articula el relato es la memoria. Se rescata a los muertos porque el recuerdo debe quedar en paz, porque hay que depositar la caja con una gota de pertenencia que es la sangre de padres o hijos. Luego, cerrar los ciclos, pasar la hoja.
3.
El acto narrativo pierde su rostro y se configura de nuevo en cada entrega. Réquiem por Linda B., por su parte, es otro ejercicio de memoria y una denuncia de los procedimientos inquisitoriales propios de un sistema autoritario.
La historia del dramaturgo Rudian Stefa, que dedica uno de sus libros a “Linda B.”, detona una pesquisa de corte paranoide por parte de las autoridades, dado que esa mujer es parte de la familia que tuvo que marchar al exilio cuando se dio el golpe de estado que llevó a las autoridades al poder. De ahí la preocupación y la sospecha. La mujer está desaparecida y se teme que pueda merodear las fronteras del país y, de ahí, intentar una venganza política.
No hay poder que se ejerza con absolutismo y sin miedos. El abuso siempre conlleva una comezón en la nuca. Llega el tiempo de dormir con un ojo abierto. Tirana es el escenario arquetípico de sus novelas, lugar de injusticia y dolor, pero sobre todo de perplejidad. El originario de los Balcanes crece con un rostro permanente de interrogación, ya que la turbulencia política jamás termina de sacudirse.
Las formas crepusculares del yo, el presidio de la conciencia y las formas imperceptibles de violencia sobre la vida cotidiana, giran alrededor de un centro único: la sublimación del ser en un medio en que las almas padecen un quebrantamiento esencial. Gógol y las almas muertas, de nuevo. Aquí el imperio de la murmuración impone sus leyes y estas son inquebrantables. La dictadura militar del siglo XX revitalizó los procedimientos del santo oficio y elevó su legitimidad a través de razonamientos patológicos, aunque todos legales.
De ahí que El general y Réquiem logren conectarse. Son fragmentos de un tapete largo, con escenas pavorosas. Kadaré escarba túneles secretos desde donde admirarse de la tragedia balcánica. Son pasadizos que también atraviesan La pirámide, El cerco o Spiritus, todas novelas que relatan el aspecto trágico de cómo el ejercicio del poder político enajena a los seres, despojándolos de lo esencial, que es la libertad.
4.
Al recibir el premio Príncipe de Asturias, el albanés aprovechó la ocasión para reafirmarse como un novelista que confía en el poder de la creación para transformar al mundo. Es cierto: no organiza un levantamiento armado y no arenga a la multitud en las plazas. Su transformación es de orden estético, es un rumor en medio de un océano revuelto. Pero late, aún con todo.
En la reiteración de su admiración por el legado cervantino, Kadaré da la espalda al museo de horrores que habita nuestro amanecer diario de muertes e injusticias, y aún con todo lo encara. Pasa de largo ante las facilidades que ofrece la literatura testimonial a secas, y utiliza su calidad de testigo-víctima-partícipe para intentar la forma ideal de un presente novelado. Presente perpetuo, para desgracia de todos. Aquí la tentativa no es escueta. El arco dilatado de una narrativa que trenza las formas agónicas del ejercicio de la libertad en el siglo XX, se curva hasta quedar a punto de romperse.
Y ahí resiste, agónica.
Desde esa tensión, delgada y translúcida, a la manera de una telaraña, es posible leer a Kadaré. La realidad queda afuera, en su aislamiento consabido: incomprendida, pragmática, tejida tras intereses.