Sobre Josefina Vicens

Josefina Vicens

Presentamos un ensayo del poeta Diego Casas Fernández (1992) en torno a la novela “El libro vacío” de Josefina Vicens (1911-1988). Vicens también escribió la novela “Los años falsos”. Mereció, entre otras distinciones, el Premio Xavier Villaurrutia en 1958 así como el Juchimán de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Diego Casas Fernández estudia Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

 

 

 

 

 

El libro vacío de Josefina Vicens: el otro creador desde el silencio

Mi deseo es decir la verdad siempre, aquí, en este cuaderno tan mío.

Josefina Vicens, El libro vacío

Escribir que no se puede escribir, también es escribir.

Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía

lo silencioso por impronunciable[…]

Ramón Xirau, “Palabra y silencio”

 

 

Hace tiempo ya que pensamos que leer se ha vuelto una actividad tan pasiva que olvidamos el contacto -por lo menos virtual- que conseguimos con una otredad que no muchas veces nos es indiferente. Nos obstinamos en pensar que la lectura es un acto que a muy pocos interesa, que sólo algunos comprenden, pueden y deben hacer, que nos hemos olvidado de una cosa: que el revés o envés (¡es tan difícil siempre decidir!) de ésta es la propia escritura, un acto que por lo menos, éste sí, lo imaginamos tan activo que se ha vuelto tan vulgar por su aparente facilidad. Pero en todo nos hemos equivocado.

 

Digamos que hay dos formas de recrearnos en la literatura: la primera corresponde a la lectura, aquél acto que nos conecta con el otro, pero que no siempre necesitamos, o que por lo menos necesitamos sólo cuando nos cansamos de aquel suplicio que es la vida. El segundo, la escritura, va mucho más lejos, y por ende, es más abarcador y ambicioso que el primero. Escribir es también ser en otro, y la narrativa está llena de pseudónimos, dobles, alter egos, porque no toleramos conocernos a través de un par de líneas. Nos agota tan sólo el pensar que en un mundo ilusorio como éste, ya no nos es posible crearnos un doble, porque uno más sería durísimo concebirlo y, por ende, leerlo. Pero esto también es mentira: la personalización de la que habla Lipovetsky es parte de nuestro proceso de cambio, y al pensarnos entre líneas (por ser lo más artificial posible) seguiremos de todos modos sacrificando y elidiendo parte de nosotros mismos, por unas cuantas palabras refinadas.

 

El acto creativo -tanto el leer como el escribir- es, pues, algo de lo que muchos huyen, desconfiados y temerosos.

Sin embargo, la lectura es agradable e incluso sencilla, si consideramos que podemos encontrar, al hacerlo, a “nuestra media naranja”. Alguien que sin miedo sucumba al poder de la pluma indómita con ansias de trazar los contornos desdibujados de su propia vida. Encontramos siempre quien diga de una manera posible y sin tantas trabas lo que nosotros ni siquiera podríamos expresar con las palabras.

 

Al escribir  también recaemos ante aquella otredad, y la sinceridad que media nuestras palabras hace de nosotros, de alguna manera, un otro disfrazado, un otro ajeno que utiliza nuestras palabras, para “sincerarse” al escribirlas. La dualidad a suerte de desdoblamiento cohabita en nuestra escritura. Por eso, la escritura siempre viene acompañada de un pavor que nos vuelve irreconocibles “a la hora de la hora”.

 

Elena Bossi es muy puntual al decir que “el reclamo de un lugar ajeno […] surge a partir de que se ofrece la voz al otro. [Debido a esto] se pone en juego el propio yo para ir al encuentro del vacío.” (Bossi, 2001, 102)

 

El tema que quiero abordar en esta pavorosa hoja en blanco tal vez sea, aparentemente, más sencillo de leer. Pero no de escribir. Escribir, no. Porque la escritura, la verdadera escritura implica miedo, incertidumbre, pavor, sentimientos encontrados, audacia, sacrificio, vacío, e incluso la muerte. Todo esto es lo que nos impide comenzar a escribir-nos.

 

Al escribir tendríamos que desnudarnos –nunca un mejor término- tratando de conservar la honestidad que deseamos imprimir en cada palabra. Siendo así, aquellas palabras convivirán en un espacio abierto en el cual se relacionen. Pero éstas, las cuales son “propias” de alguien se volverán “ajenas” (propias de un otro, hasta cierto punto, creador) al nacer y vivir en la hoja en blanco, al ser creadas por el otro. He ahí que la sinceridad en la escritura implique cierto pavor para desnudarse (insisto: nunca un mejor término) y ser uno mismo, tratando de dejar a “aquel otro” que nos estorba.

 

La honestidad pugnada por José García en todo lo que escribe, reside en su ausencia de palabras, en su nada reflejada en el cuaderno aún virgen, en su libro vacío. Retomo a Bossi, quien cita a Roland Barthes, quien escribe que “los colores se ponen a veces para evitarle el pudor al embarazo de una exposición demasiado desnuda; dicho de otro modo […] el “color” marca un tabú, el de la “desnudez” del lenguaje […]” (Bossi, 112)

 

Esta otredad incómoda no es la misma que la que mantiene viva la poca originalidad y deshonestidad en la escritura. José García no es en ningún momento un hombre deshonesto, ni mucho menos falso. Al contrario, esa honestidad que desea imprimir en las letras rompe sus entrañas con tal vigor, que el seguir escribiendo se vuelve algo totalmente cruel y doloroso.

 

Su propia honestidad nos hiere a nosotros también, y a la vez, nos hace parte de un juego prosaico y cruel de auto-humillación, del que García es jugador, vencido y ganador (en ese orden) al mismo tiempo. Nos lastima la delicadeza con la que deja huella en cada una de las palabras plasmadas en su cuaderno número uno, el de las anotaciones, el cuaderno que sucumbe a toda la descarga de una vida en completa desdicha, como la suya.

 

José García se desviste en la misma hoja, pero su desnudez nos lastima por tan honesta. Lejos de ser un hombre cobarde, García confiere su desdicha a un sentimiento conmovedor, pero ruin. Desnudo, en blanco, vacío de todo él, García impregna en nosotros un agobiante deseo de seguir leyendo sus penas. Su adicción y sus ansias por escribir nos hacen víctimas de la adicción a su lectura.

 

Sin embargo, el querer ser escritor lo obliga a enamorarse de eso que lo lastima. José García es, por tanto, un sadomasoquista de la palabra como muchos de nosotros, quienes alguna vez, atraídos por el suplicio, nos conducimos a un lugar inhóspito que ingenuos tratamos de habitar. Mejor sería no habitarlo y seguir esperando y esperando, creando en silencio, en la monotonía dolorosa de “los veinte años”:

 

“Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: “tienes que hacerlo… tienes que hacerlo”. De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor”. (Vicens, 1986, 11)

 

Veinte años de espera. Veinte años arruinados al tomar la pluma y escribir que no podemos escribir, y que por fin, hemos perdido la batalla contra esa imposibilidad. El sadomasoquismo continúa, se configura poco a poco en un terrible y triste amor hacia la honestidad que, a la vez, nos oprime y nos cautiva. José García, quien sólo aparentemente es un harapo de hombre, crece con sus penas, y su misma sinceridad obliga al menosprecio, a la humillación.

 

Pero al tratar de expresarse por medio de la escritura, García clama por un cambio en su vida en cualquier orden; él, un hombre que quería, por sobre todas las cosas, llegar a ser escritor: a tener pinta de escritor, una pipa como en las que fuman los escritores, una bata igual a la que ellos visten, plumas idénticas, hojas iguales, letra de molde parecida, y muchas otras cosas más que lo “hicieran” un escritor en toda la extensión de la palabra. Sin embargo José García quien “ya tenía todo” para ser una gran influencia en las letras temblaba de pavor con la pluma entre las manos, al enfrentarse a la inmarcesible hoja de un cuaderno aún virgen.

 

Son dos cuadernos, dos libros, o más bien, un cuaderno y un libro en proceso, el material catártico en el cual José García recordará su vida, perdiendo la batalla al escribir:

 

“Hoy he comprado los dos cuadernos. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles” (Vicens, 15)

 

El primer cuaderno, en todo caso, ya no está vacío, pero eso no quiere decir que haya dejado de contener nada, porque este es el borrador que, de alguna manera, García utiliza para poder ensayar las ideas que pretende plasmar en el cuaderno número dos. El cuaderno número uno -éste contiene nada– no está vacío.

 

Esa nada es el todo de José García, como indica Octavio Paz en una carta que funciona como agradecimiento-presentación al libro de Josefina Vicens: “[…] pues ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que “nada tiene que decir”? Nos dice: “nada”, y esa nada –que es la de todos nosotros- se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad  de los hombres” (15)

 

José García es un hombre sin otra ambición más que la de escribir una novela, su propia novela; aquel libro que llegue a ser una obra maestra, para que la vida de su creador deje de ser por un momento tan triste y desdichada como para ser vivida.

 

De algún modo, la importancia de querer ser “otro” y “alguien” en un libro vacío (paradoja) trasciende en el silencio y así, en el silencio de los años posteriores a la vida de su autor, el libro creará su propia huella. Al perder su batalla José García no crea, sólo transcribe su vida. Recuerda. He ahí la importancia del tiempo al que, en sus últimas anotaciones, García dedica varias líneas:

 

“como único desahogo este cuaderno subterráneo, vergonzante, que alguna vez pensé que podría transformarse en un libro y en el que escribo algunas noches, cuando no estoy rendido por esas tareas y esas preocupaciones en las que se me fue mi tiempo, para siempre”. (Vicens, 228-229)

 

Repitiendo la misma idea sobre el tiempo y su continuo silencio creador, más adelante menciona: “No tengo sueño. Quiero seguir escribiendo. Mejor dicho, empezar a escribir, porque esta noche el tiempo se me ha ido en fantasías, en divagaciones, en recuerdos”. (Vicens, 229).

 

José García, aquella efigie a la impersonalidad, pierde la batalla que desde hacía veinte años había mantenido a favor de su silencio y de la creación de un libro tan importante para él (desde que concibió la idea de que el cuaderno dos llegara a ser un libro) y en contra del pavor que le inspiraba escribir-se.

 

Muchos son y han sido los escritores que han reflexionado sobre el puente que se extiende de la palabra al silencio, siendo éste último la dimensión donde realmente puede concebirse la creación. (Enrique Vila-Matas, Ulises Carrión, Herman Melville, Giorgio Agamben). Éste último, Agambem, en su ensayo Bartleby o de la contingencia habla de la Potencia creadora y no-creadora, todo a partir del silencio; idea en la que desde tiempos clásicos y aun más remotos, se ha reflexionado.

Menciona Agambem, hablando de las ideas aristotélicas: “Toda potencia de ser o de hacer algo es siempre, de hecho, para Aristóteles, potencia de no ser o de no hacer. El pensamiento existe como una potencia de pensar y de no pensar.”(Agamben, 2005, 98)

 

José García pierde la batalla después de haberse mantenido estoico en el silencio desde hacía poco más de veinte años. Comienza a escribir, a transcribir sus recuerdos. La paradoja, implícita tal vez, entre sus recuerdos y la transcripción de éstos, hace de García un “cero a la izquierda”, el cual no crea a través de la palabra (porque lo que escribe son recuerdos), sino sólo hasta el momento en el que deja de escribir, y comienza a pensar en la blancura de aquel libro vacío.

 

Escribir es dejar de crear. Callarse es crear desde la trinchera del silencio. Y a partir de este ejercicio en el silencio, replantear la idea de lo que el escritor, el autor y la obra son, y qué función tienen dentro de la literatura. Preguntarse nuevamente por la función de la palabra. En fin, replantear la concepción del acto creador, a través del silencio. Todo esto a partir de la misma literatura, de la misma posibilidad e imposibilidad al escribir.

 

A partir del mismo acto escritural, llevar amarradas en la punta del bolígrafo a las palabras que rompen el silencio, y por tanto, la creación. He ahí la desgracia al escribir: “¿Cómo le harán los que escriben? ¿Cómo lograrán que sus palabras los obedezcan? Las mías van por donde quieren, por donde pueden”. (Vicens, 26)

 

El libro vacío- el cuaderno número dos- es, pues, la verdadera creación de José García: crear por medio de un lenguaje en el que el silencio se inmiscuye, tomando forma y adquiriendo significado para la misma creación. Éste pone de manifiesto la importancia de la segunda, desde el silencio. No por nada este cuaderno – El cuaderno, El libro vacío– está desnudo de todo lenguaje escrito, no impidiendo su propio orden de significación: en su blancura, en su desnudez, está la más alta creación de un hombre como José García.

 

Octavio Paz ha dejado dicho que el avanzar al silencio es regresar a la palabra poética; al “centro vacío, pero siempre fructífero, que es el no”, como dijera el mismo Melville. Es por eso que José García no es cualquier persona que quiere escribir, no es cualquier “cero a la izquierda”. La idea, quizá radical, pero real y ambiciosa con miras a la verdadera creación que plantea Vicens con el gran José García, es aceptable por el hecho mismo de pensar más allá del arte y no quedarse con los brazos cruzados.

 

Vicens, por medio de un libro excelso y lleno de elementos que aún nos incitan a su análisis, destaca como temas principales el grado de honestidad al que llegamos a través de las palabras; el silencio en el lenguaje y su importancia y, aunado a esto, las limitaciones de la palabra, así como la hábil mezcla de elementos literarios tan novedosos, en su tiempo como en el nuestro.

 

El uso de la palabra para decir que cuesta tanto trabajo poder escribir, la imposibilidad de ésta y su función de instrumento para denunciar la misma imposibilidad; todos, temas cruciales para el desarrollo del libro vacío de José García y, en otro orden de realidad, de El libro vacío de Josefina Vicens.

 

 

 

 

 

Bibliografía principal

 

  1. Vicens, Josefina. El libro vacío. México: Fondo de Cultura Económica. (1986)
  2. Bossi, Elena. “Los nombres del otro” en El discurso del otro. Tópicos de Seminario, 5. México: Seminario de Estudios de la Significación (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla). (2001)
  3. Agambem, Giorgio. “Bartleby o de la contingencia” en Preferiría no hacerlo. Valencia: Pre-Textos. (2005)
  4. Vila-Matas, Enrique. Bartleby y compañía. Barcelona: Editorial Anagrama (2000).
  5. Paz, Octavio. El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, 1972, reimp. 1990.

 

Webegrafía

 

  1. http://www.uaemex.mx/plin/colmena/Colmena_71/Aguijon/Josefina_Vicens_habla.pdf
  2. http://culturacolectiva.com/nuestras-miradas-teoria-de-la-otredad/
  3. http://www.proyectopv.org/1-verdad/silencio.htm

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