Ensayística joven actual: Maríajosé Amaral

Maríajosé Amaral

Presentamos dos interesantes textos de la ensayista Mariajosé Amaral (Sinaloa,1992). Ha publicado en las revistas Timonel, Anders y Fricciones. Tomó talleres con Valeria Luiselli y fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en los cursos de Xalapa 2012 y 2013 y Monterrey 2012.

 

 

 

Sobre la tristeza de bañarse con agua fría

 

Hace dos meses que el casero no paga el gas en esta mohosa y esquelética casa y el ritual matutino del baño se ha convertido en una tarea insoportable; en una angustia punzante e intermitente que encuentra su nido en cada actividad del día; en una bomba del tiempo que se detona todas las mañanas a las 10:00 am y que parece divertirse haciéndome tic tac al oído, tic tac tic tac tic tac.

En algún punto traté de consolarme y recordé a Nietzsche, al estricto y bien conocido régimen que llevó durante su vida, específicamente, cuando vivió en Turín; despertaba temprano, se daba un baño con agua fría, desayunaba y después trabajaba. En ese tiempo, Nietzsche estaba ya muy débil e invadido por su enfermedad y, se podría decir (aventurándose un poco), que esos baños de agua fría fungían como un revitalizante, como una prueba fehaciente de que aún estaba ahí, sintiendo. Aunque pensándolo bien, ya algunos años antes de su estancia en la ciudad italiana, se ve en su obra una defensa y una postura clara hacia los hábitos del cuerpo, a cuyo estado le da una importancia vital para entender el pensamiento humano, es decir, no podemos comprender ningún pensamiento filosófico sin conocer a su vez la salud que poseía el individuo que lo plantea. Esto puede llegar a ser muy interesante si vemos su trabajo y tomamos en cuenta la condición sifilítica en la cual estuvo inmerso por muchos años, sus constantes malestares y su inminente locura. No por nada Nietzsche estaba tan obsesionado con la moderación alimenticia e igual de importante, con las duchas heladas. En la Gaya Ciencia, dice:

Pues yo me comporto con los proble­mas hondos como con un baño frío: entrar y salir. Creer que de este modo no se llega al fondo, no se penetra en las honduras, es el error de los que tienen miedo al agua, de los enemigos del agua fría; hablan sin tener experiencia. ¡Ah! el frío intenso da rapidez.

Pero ¿será que se puede abarcar el total de algo con tan solo rozarlo con el dedo?, ¿será que todo está manifestado en las planicies externas de las cosas, en la evidencia, que realmente  no es necesario meter el dedo en la llaga y tocar sus rugosidades, sus texturas?

A veces hace falta entregarse al sopor que da un regaderazo hirviendo, al estado somnolente de las cosas y de nosotros, a los ritmos monótonos. Conocer algo con delicadeza, mimetizándonos, desapareciendo, no entrar de improviso, no ser un intruso. Ir a tientas, como quien entra a un cuarto a oscuras, ir despacio, como quien no sabe dónde pisar.

Dudo de entrar al agua, toco con la mano el agua cayendo, me retraigo. De repente una nostalgia me embarga. Pienso en todos los que han venido a vivir a la capital, lejos de su ciudad natal, pienso en aquellos que, como yo, están acostumbrados a que los rayos del sol los cubran con 45 grados y que ahora el calor arraigante y conocido ha desaparecido hasta en la ducha.  Dicen que Thoreau, en los años que decidió irse a vivir al bosque en soledad, hacía visitas cada tanto tiempo a casa de sus padres, que quedaba aproximadamente a una hora de su cabaña, a comer galletitas y a tomar el té. Tal vez Thoreau aprovechaba y se daba un largo baño de agua caliente en un lugar que le hiciera sentirse de nuevo arraigado para después volver a buscar en medio de la nada, en la naturaleza, algo que fuera común a todos, un eje en el cual pudiéramos confiar y que no fueran los clavos flojos e inestables a los cuales nos atamos diariamente.

I went to the woods because I wished to live deliberately, to front only the essential facts of life.  (Thoreau)

Porque tal vez la naturaleza del hombre pueda definirse en su preferencia por el uso de agua caliente o fría al bañarse. Unos, como Nietzsche, entran y salen de los problemas, ven la vida desde una habitación o desde una pensión en Turín y pasan la vista sobre las cosas, sobre el mundo, son cautelosos. Otros como yo (y como la mayoría) se zambullen en todo, son lentos, no pueden tomar distancia de lo que pasa, necesitan un tiempo dentro para entenderlo, aunque a veces termines quemándote la espalda o la moral.

 

 

 

 

Del silencio

 

Natalia Ginzburg dijo que el silencio es uno de los más extraños vicios de nuestro tiempo y que arrancadas dolorosamente, surgen las pocas y estériles palabras de nuestra época.

A lo que veo, el misterio del silencio ha desaparecido.  Pasó de ser un vicio a ser un pecado, una marca extraña y detestable, una laceración, una actitud amarga e incomprensible. La inconformidad y el reproche ahora vienen empaquetados en forma de grito. La ciudad y las personas se han convertido en altavoces posmodernos, causando estruendo en las calles como si alguien realmente pudiera escuchar entre tanto barullo. Todas las voces se confunden y ya nadie tiene voz, nadie tiene la palabra; se vuelve un hervidero de murmullos que nunca llegan a consolidarse, un bla bla bla de desconcierto.

La raíz del silencio es también la raíz del grito; proviene no de nosotros, sino de ese otro del que hablaba Josefina Vicens, de ese yo subterráneo que poco a poco se va fermentando, que sale a dar la cara y a veces termina por suplantarnos.

Alguna vez escuché en una película que hablar no es siempre comunicarse, y estar en silencio no es siempre una señal de que algo anda mal con el interlocutor. Hay una necesidad evidente de querer rellenar espacios con palabras, espacios que en muchas ocasiones ya están llenos y lo más prudente sería tomar una actitud silenciosa, depurar los discursos innecesarios de la vida diaria; aunque pensándolo bien esto es un poco extremo, ya que hay días en los que todas las conversaciones que surgen son innecesarias.

Salgo de casa, el frío va helándome las mejillas y los labios. Es de noche y no hay luna ni estrellas. Tomo un taxi y llego a algún bar con poca gente. Me acerco a una mesa donde me esperan. La conversación está iniciada, me siento en una silla de plástico por demás incómoda y solo escucho.

Hablan de post-estructuralistas rusos y del futuro de la literatura.

No hablan de nada.

Hablan de la importancia de las servilletas en la cultura occidental.

No hablan de nada.

Hablan de performatividad y de teatro del absurdo.

No hablan de nada.

Hablan de los conflictos políticos en Polonia.

No hablan de nada.

Yo sigo pensando que realmente deberían cambiar las sillas, que es imposible pensar con tanta incomodidad, que tal vez unas sillas mejores traerían más clientela al lugar.

Vuelvo a casa, esta noche solo hablé con el taxista y el mesero. Cruzo la puerta, camino. La casa va ordenándose por silencios: primero el silencio del pasillo, el silencio de la sala, del comedor, el silencio de la cocina, del baño, el silencio de las habitaciones. Cada uno con distinta penetración, distinta densidad, todos con una singular inclinación al olvido y reencuentro de la voz que se había atrapado en la botella de cerveza del bar. Lo único que los rompe es el maullido de Hera, pero su maullido no es un grito,  maúlla el silencio, en silencio, como si supiera que hay cosas que es mejor no rasgar a profundidad.

 

 

 

Datos vitales

Mariajosé Amaral (Sinaloa,1992). Ha publicado en las revistas Timonel, Anders y Fricciones. Tomó talleres con Valeria Luiselli y fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en los cursos de Xalapa 2012 y 2013 y Monterrey 2012.

 

 

 

 

 

 

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