El poeta español Fernando Valverde (Granada, 1980) presenta en exclusiva para Círculo de Poesía dos poemas de su nuevo libro, La insistencia del daño, que aparecerá publicado por Visor el próximo mes de febrero. Fernando Valverde es la voz de referencia de la nueva poesía española, el poeta de mayor lirismo en la España contemporánea. Sus dos anteriores libros, también publicados por Visor, fueron Razones para huir de una ciudad con frío y Los ojos del pelícano. Ha obtenido numerosos premios como el Emilio Alarcos, el Federico García Lorca o el Antonio Machado. Doctor en Filología Hispánica y licenciado en Antropología y Filología Románica, sus libros han sido editados en países como Colombia, México, Estados Unidos, Italia o Argentina y sus poemas traducidos a más de una decena de idiomas. Fue uno de los autores del libro Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2012), convertido en movimiento poético y publicado en catorce países. Dirige el Festival Internacional de Poesía de Granada y escribe para el diario EL PAÍS.
EL DAÑO
Lo supimos después,
sin tiempo para nada.
Porque tal vez la vida nos dio todo al principio
y seguimos buscando
un camino que lleve a ese lugar,
un puñado de polvo
que guarde el equilibrio suficiente
para no convertirse
en aire o en montaña.
Porque tal vez la vida no nos perteneció
y se fue consumiendo
como todas las cosas que hemos creído nuestras
y son parte del daño
que dibuja las líneas de la historia
derribando ciudades con sus muros.
Y de haberlo sabido
habríamos juntado nuestras manos
o mirado a otra parte.
Y de haberlo sabido,
habríamos mordido nuestros labios
sangrando en el amor
para dejar visibles las heridas,
o habríamos rezado,
o renunciado a todo para quedarnos quietos
y no cruzar los días que agonizan.
Es todo tan inmenso que no cabe en el llanto
y el dolor nos observa desde fuera.
Lo supimos después,
no hay nostalgia más grande que aquella del futuro.
CON LOS OJOS ABIERTOS CAMINAS POR LA MUERTE
Para Alí Calderón,
que me acompañó a la última quebrada
En la última quebrada de los Andes,
donde la cordillera se hace piedras
que llenan los caminos
y caen como nevadas,
donde pastan el hambre y la pobreza
y en las gasolineras
hay una calma muda que se apoya en el aire.
Alguien se llama Ernesto,
alguien dice tu nombre en el mercado,
o en caminos de tierra que atraviesan los niños
que comen los insectos,
que se beben la sangre de los niños
y dejan en las puertas la marca de la altura
y unos viejos zapatos
sobre el tendido eléctrico
y unos viejos zapatos en los pies del que cruza
el último desierto de los Andes,
un valle en el dolor,
las piedras rotas que caen como tormentas
sobre esta soledad de cuerpos apagados
que lleva siempre hasta los hospitales.
Dicen que eres un muerto de los que nunca mueren,
que tus ojos mirando hacia el vacío
se han clavado en el techo del Hospital de Malta
que hoy ocupan el dengue y la tuberculosis,
que pastan en la hierba
como animales pobres y delgados
que beben en los charcos
o se tragan el plástico de los contenedores.
Como la tierra de los cementerios,
nada puede callarte,
con los ojos abiertos caminas por la muerte,
alguien repite Ernesto,
ya se marcha la lluvia hacia otro lado,
alguien siente las piernas
pesadas como el plomo
y acaba en una cama del Hospital de Malta,
una tarde de junio,
ya ha terminado octubre,
van a matar a un hombre,
no cruzan los pasillos con su paso de fieras,
no se escucha la huella de las botas
como en aquella tarde
de mil novecientos sesenta y siete
que fue la tierra para los cementerios
y los ojos abiertos la esperaron
en la lavandería
al otro lado de las cordilleras.
Ahora siente un dolor de sangre en las rodillas,
ha pasado la fiebre,
ha cruzado la muerte hacia otra cama,
se ha instalado en el gas que llega a la cocina
o ha puesto ya sus huevos en las pinzas
o sobre la destreza en los quirófanos.
Sucede así en el valle,
con lógica de hambre y la costumbre
de ver caer las piedras.
En las últimas horas de esta tarde de junio,
el muchacho que tiene
la sangre coagulada en las rodillas
se atropella en la hierba,
no hay ruido de helicópteros,
sólo dos extranjeros entran al hospital
pero hay en sus gargantas una rabia durmiente
que no altera el silencio
de la lavandería.
Ellos van a volver a Santa Cruz,
pero el joven que arrastra
la pierna y las rodillas
ha nacido en el Valle,
y ha visto que la muerte cruzaba el hospital
y hasta la calle Sucre
y la ha visto escondida en una madriguera de culebras
o en el agua estancada.
Él sabe que a la muerte no se entra
con los ojos abiertos,
tal vez porque sospecha
que no hay nada que ver,
alguien le dijo un día
que la ceguera es blanca,
será la oscuridad de cualquier modo
y no hay nada que ver,
y los ojos abiertos perdidos al vacío
siguen clavados en el techo
de la lavandería
mirando a algún lugar,
señalando un camino o sosteniendo
alguna dirección,
allí donde se rompen cordilleras
y las piedras se clavan en los ojos
y destrozan los huesos de los campesinos,
allí fuiste a morir,
a la ceguera blanca,
traiciones que recorren las calles como cables,
alguien te llama Ernesto en el mercado
o en las gasolineras,
un joven atraviesa la hierba en una silla,
ahora dice tu nombre
como quien busca alivio en medio del dolor,
allí fuiste a morir
con los ojos abiertos.