Un fragmento de la novela Días de Verano de Eric M. Avila Ponce de León

Días de Verano (Fragmento de la novela)

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Al otro día llegué tarde a la oficina pero trabajé minuciosamente. Sólo descansé para comer. En la tarde, me di cuenta que me apresuraba para ver a Regina, y sin embargo evité pensar en ella porque me distraía: su recuerdo finalmente no era el pequeño descanso que la amada de uno podría suscitarle durante su trabajo, sino uno que me sumía en una concentración aparte y que me daba la insólita impresión de que en una parte recóndita de mi consciencia algo me estaba trabajando. Terminé demasiado cansado y decidí que era mejor regresar a Progreso al siguiente día. Compré algo para cenar en la tienda de la esquina y luego fui al parque detrás de mi casa a tomarlo. Éste era cuadrangular, cercado por una calle cerrada y dividido por dos partes, en una había juegos infantiles y en el otro un par de bancas posicionadas de frente a los juegos. Todo el parque estaba techado por la copa de un flamboyán con sus flores rojizas anaranjadas oscurecidas por la noche. El constante canto de los grillos me revelaba el silencio más íntimo del parque, recogido sobre las formas de los juegos, las bancas, el pavimento, las hojas, las flores rojas y el tronco del flamboyán, pero de pronto me di cuenta que en realidad estaba pensando en Regina y me encontré conectado a la serenidad del parque, pero sintiéndola a ella de pronto, con una extática incredulidad, más presente que nunca.

Al otro día tuve que pasar a la oficina a revisar un par de asuntos más y llegué después del mediodía a la playa. Aunque la verdad durante el viaje sentí que no quería llegar. Mi estado de ánimo era el mismo desde la partida que podría comparar con la sensación de apertura que uno tiene al entrar a Progreso en esa repentina aparición de la panorámica portuaria –apenas sale uno de la carretera rodeada de manglares– debido a la extensa ría a los lado que se cierra con el pueblo, y ya estaba envuelto de esa brisa inacabable que aparece en ese instante también, en una especie de concentración dentro de mí de su pureza.

Encontré a Alberto en la terraza con un par de amigos, bebiendo unas cervezas. Efusivo, me invitó a acompañarlos, pero me negué rápidamente y le dije que lo vería más tarde. El sol estaba en su cenit y su reflejo en la arena ofuscaba demasiado, a tal grado que uno tenía que caminar con los ojos muy entrecerrados. Ubiqué la casa de la amiga de Regina y me dirigí a la terraza. Quise encontrarla por la ventana pero no vi a nadie. Entonces toqué la puerta. Me recibió un hombre de más o menos mi edad. Pregunté por Regina, pero en seguida apareció detrás de él. Sonrió ligeramente y me lo presentó. Antes de irse éste, le dijo que me invitara a comer.

— ¿Acabas de llegar? Te estuve esperando toda la mañana.

—Sí, perdón.

Me miró seria, con una angustia que no llegaba a concretarse por su boca ligeramente abierta que denotaba a su vez una seguridad que parecía refugiarla en la sensualidad de su figura. Usaba su top negro, y un pareo blanco en que se transparentaba su traje de baño de círculos fucsia, amarillos, cafés y morados, así como sus muslos firmes y claros. Luego me miró con un poco más de tranquilidad. Sonrió, y sin embargo, me sentí como frente a la entrada pletórica de troncos de un manglar, escuchando mucha actividad detrás de ellos pero sin poder ver absolutamente nada.

—Ven, vamos a comer—dijo y me tomó la mano, que sentí con la dureza de unos de esos troncos.

El interior de la casa era amplio. Nos dirigimos al comedor con la mesa de cristal y sillas modernas de color madera. Los lugares estaban ocupados de un modo que no me pude sentar al lado de Regina. De hecho, ella ocupó el lugar al extremo derecho y yo el izquierdo del lado opuesto. Estaba al lado de su amiga, güera de facciones más o menos finas y el tipo que me recibió, su esposo. Al lado de mí estaba el hermano de aquél y su pareja. La amiga me dijo que tomara pescado sin compromiso. Tenía hambre y entonces aproveché. Me preparaba un taco cuando advertí a Regina mirándome con mucha complicidad. Yo tampoco dejé de mirarla hasta que el esposo de la amiga me hizo preguntas sobre mí, y poco a poco me fui incorporando a la plática. Regina también se incorporó, con mucho atractivo en una mezcla de participación y retraimiento. Por mi parte, me sentía muy cómodo en la convivencia, pero después de hablar buscaba enseguida la mirada de Regina, que ya estaba sobre mí, y viceversa. Después de la comida, el sopor finalmente terminó la conversación y cada pareja se retiró a su cuarto.

Regina propuso que bajáramos la panza frente a la piscina del patio. Se acostó en una de las sillas reclinables. Me dijo que tenía un poco de sueño y al poco rato se quedó dormida. El sopor me fue atontando pero no logró vencerme. No miraba a Regina pero la sentía dentro de la tensión de saberla a mi lado. Entonces, el espacio en que estábamos, compuesto de una hilera de floreros con plantas de distintos tipos, encima de un piso de madera, y la pared tapizada de una enredadera, parecía cerrarse sobre mí y ondular ligeramente como el agua de la piscina.

Quieto y tranquilo, en un ir y venir entre la intimidad de la terraza y mi curiosidad por su cercanía, de pronto Regina se extendió con un ligero bostezo. El sol ya había bajado bastante. Contenta, se sentó a un lado de la silla reclinable, hacia mí, y me preguntó qué quería hacer.

—No sé, ¿tú?

—¿Caminamos?

—Bueno.

Subió a cambiarse y regresó con su short de mezclilla y una blusa morada. Las olas, verdes y picadas, avanzaban veloces hacia la costa. Miramos a los pelícanos echarse al mar. Generalmente no fallaban atrapar a su presa y cuando levantaban sus picos largos, la parte inferior se estiraba en un par de tiempos para engullirlos. No habían muchos bañistas ni niños, y de en vez cuando pasaba un vendedor de dulces. A uno le compramos un par de merengues. Regina me preguntó sobre mi trabajo pero al poco rato caminábamos en silencio.

Más adelante descubrimos un árbol de uva silvestre muy frondoso que creaba una sombra agujereada. Estaba frente a una casa deshabitada. Atrás empezaba un área de vegetación que terminaba con la segunda fila de casas. Regina sugirió que nos sentáramos debajo de la sombra para descansar un rato. Ahí tomó uno de los frutitos y me preguntó si se podían comer. Le contesté que no sabía y que lo averiguaría. Estiró sus piernas, y luego levantó la izquierda. Al principio, el inicio de la nalga que salía apenas de su short y el trecho de la ingle que dirigía hacia el interior de aquél me llenaron de un deseo lascivo pero que, al mirar las uvas silvestres a nuestro derredor, la idea de que aceptaría cualquiera que fuera su sabor en mi boca apareció en mi mente, imbuyéndole la sensación de una abstracción atractiva al sentido del deseo anterior y más aún al mirar de nuevo con el rabillo del reojo entre las piernas de Regina, por el ángulo que la izquierda abría.

—Durante estos días he recordado algo—dijo de pronto, volteándome a ver, con la pequeña arruga vertical en su frente.

—¿Qué?

—A los diecisiete años conocí a un chileno por Messenger. Empezamos a platicar y a los pocos meses estaba enamorada de él. Nos dio por inventar historias entre ambos, que llamábamos el “segundo mundo”. El “primero” era la realidad triste en que vivíamos lejos y el “tercero” el de los sueños, o sea cuando soñábamos el uno al otro. ¡No te rías! Los tomaba muy en serio…

—¿Y luego?

—Nada, un día tuve novio y se lo dije. Le dolió mucho. Pero al poco rato me aburrí de ese novio y volví a pensar en Luis. Así se llama. Me había borrado del Messenger, pero le mandé un mail y retomamos todo de nuevo.

—Pues qué patético. ¿No podía conseguirse alguien allá?

—Pues hoy está casado.

—Y ¿entonces?

—Deja de interrumpirme y te lo digo—contestó, irritada.

Sorprendido, la dejé hablar.

—Retomamos el “segundo mundo”, me gustaba mucho. Tuve otro novio, sólo que no se lo dije. Nadie le quitaba su lugar. Él creo que no tuvo novias, y me decía que me amaba mucho y que un día vendría a visitarme. Y lo hizo, tres años después.

—Qué bien.

—Sí. Pero fue un error. Al principio yo estaba muy feliz. Se quedó los dos meses de vacaciones. Estuvo en un hostal en el centro. Al final ya no tenía mucho dinero y una amiga me hizo el favor de que viviera en su cuarto de visita. Para el segundo mes ya no sentía lo mismo. Me sentía muy mal por eso. Entonces fingía al estar con él. No hubiera permitido que viniera.

—Pues creo que no lo hubieras permitido. Lo idealizaste demasiado, y ya no fue lo mismo en persona ¿no? Ya fue real. Pero estuvo bien, te diste cuenta que no era lo que pensabas.

Regina se levantó abruptamente y se recargó sobre el árbol. Me levanté y le pregunté qué le había pasado. Suspiró y me miró con ojos serios.

—No me estás entendiendo. Trata de hacerlo—dijo, irritada.

La miré, sin saber cómo reaccionar. Pero se veía tan frágil y acabada que me suavizó enseguida.

—Perdóname, ¿qué más pasó?

—Pensarás cosas malas de mí.

—No, ¿cómo crees?

—Pensé que era nada, pero resultó ser todo. ¿Recuerdas que en el Messenger podías abrir la ventana aunque no estuviera conectada la persona? Bueno pues me gustaba la ventana vacía de Luis. Llegué a preferirla incluso a cuando se conectaba. Frente a su ventana vacía lo sentía a un nivel que al principio me perturbaba pero luego me gustó mucho, no sé, su presencia en esa ausencia, y luego esa ausencia se hacía presente cuando apagaba la computadora; y sentía que me acompañaba a donde iba, en ese “dentro de mí” que siempre he preferido incluso sobre mí misma. Entonces, algo raro, cuando nos conocimos, se hizo demasiado presente en tanto él cuando yo soy todo lo contrario… y no importa quién hubiera resultado, daba lo mismo, lo sigue dando. Estoy mal, no sé por qué soy así. Un día nos acostamos, bueno, más bien me hizo el amor. Él estaba enamorado. Pero yo no y me sentía mal. Pensé que era una estúpida, porque él sí me quería a diferencia de los otros que me ligaban que finalmente sabía que sólo querían acostarse conmigo. Ya sabes. Tú seguro fuiste de esos. Obvio no les daba el gusto. Por momentos me decía que era absurdo y me le entregaba así como él quería. Pero cuando terminábamos, decía cosas como que se vendría a vivir aquí y que nos casaríamos y entonces sabía que no estaba enamorada de él, o por lo menos no como él esperaría. Luis se fue muy feliz, acepté cuando me dijo que apenas se titulara vendría a hacer sus posgrados a México y se quedaría a vivir conmigo. Sin embargo, unos meses después, me acosté con mi ex novio. Y pasó algo extraño. Algo durante el acto me hacía sentir aquello de la ventana vacía, lo que Luis no tenía idea alguna que tenía que ser, pero ahora no era su ventana vacía sino la mía, y yo realizándome en ella. ¿Ya ves? Estoy mal.

Se recargó sobre el árbol y lentamente se deslizó por el tronco hasta sentarse. Miró desamparada hacia el horizonte que se alcanzaba a ver detrás del montículo de arena enfrente. Pensé brevemente en lo que dijo y luego sentí una perturbadora y consoladora sensación de familiaridad.

—Entonces, hay un verdadero “segundo mundo”. O por lo menos una vida distinta…—dije de repente.

Levantó su rostro hacia mí.

—Sí, exacto. Eso pensé. ¿Pero qué crees? En ese mundo soy una “puta”.

Me senté a su lado.

—¿Por qué?—me reí, perturbado.

—Cuando llegué aquí me presentaron a un amigo del esposo de mi amiga. A los pocos días me empezó a buscar. Una noche hubo una fiesta y me acosté con él. Laura se enojó mucho y me lo reclamó, no sólo porque desde que la conozco le han parecido vulgares los acostones, pero porque Raúl sólo busca eso. Obvio lo sabía, pero no se trata de eso. Desde lo que descubrí con Luis me empecé a acostar con quien me cortejase. Cuando empecé a hacerlo me espanté y pensé que era una puta. Pero no era cierto. Era algo más, el verdadero “segundo mundo”. Y era perfecto… Se piensa, ya sabes, que las mujeres que se acuestan con cualquiera son unas “putas”, y en realidad nosotras lo queremos hacer pero no lo hacemos por eso. Así nos contradecimos y más aún cuando los llamamos machistas por lo mismo. Pero de todos modos aquéllas que sí lo hacen están igual de insatisfechas que aquéllas que no. En cambio, yo al hacerlo ni siquiera sentía satisfacción o bueno sí, pero no por el placer, y entonces era extraño, porque sentía una pureza interior que hacía irrelevante el pudor de las segundas, es decir, sentía la pureza que ellas buscaban conservar mediante su abstinencia en tanto fin de la convención. Entonces el hecho que me tomaran me hacía sentir algo que nunca podían tomar, y era irónico porque sentía mucho pudor hacia aquello, es decir, sentía que tenía algo que conservar, algo casi físico, a diferencia de la mera idea que el pudor como convención busca presuponer, pero que no está, no existe. Perdóname, en serio, te debo provocar algo sumamente desagradable, y entiendo que no quieras verme más.

Hubo una pausa. Nos llegaba sordo el estallar de las olas en la orilla. Regina miraba al frente más que desesperada, desgastada.

—No, al contrario, creo que yo he sido igual. He estado en varias relaciones, y todas han terminado por razones que me han lastimado o yo a ellas. Como suele suceder. Y claro, siempre le dicen a uno que hay otros peces en el mar. Pero esa frase, cuando la empecé a escuchar, me consolaba bastante, aunque no por los peces, sino por el mar. Entonces, no sé, cuando empiezo una relación me dejo llevar por ellas, dejo que transcurran. Me olvido en la relación interpersonal que transcurre para recuperarme en la relación de atracción que nos llevó a siquiera querer conocernos, el gusto de mí mismo. Sin embargo, creo que lo primero no me ha salido bien porque al final piensan que sólo me quiero acostar con ellas. Pero no es cierto: es que no me interesan los peces, sino el mar.

Me miró absorta y luego dijo:

—Es curioso que digas eso. En la noche, desde mi cuarto, se escucha el mar, nítido. ¿Lo has escuchado?

—Claro, desde chico.

—Bueno, pues las primeras noches me daba miedo, pensaba que en cualquier momento entraría por la ventana y me ahogaría. La noche que me acosté con Raúl, me dormí con él. No tenía sueño y me quedé escuchando el mar hasta que de pronto me descubrí excitada. Y pues, me dejé llevar, lo busqué. Dejé que hiciera todo lo que quiso.

Me miró avergonzada, sorprendida de sí misma.

—Perdóname, no sé por qué te conté eso.

Enseguida sentí celos, pero pensé en lo que me contó previamente y poco a poco sentí un ataráxico alivio concentrándose en los mismos.

—No, para nada. Te entiendo.

—No es cierto.

—Sí, en serio.

Regina miró hacia el frente. De pronto se me ocurrió qué decir.

—Es como las olas ¿no?

—¿Cómo?

—¿No te has fijado? Ahora es cuando más sucede. Caen fuertes y pesadas sobre la costa, se revientan con un estrépito, y finalmente, la espuma queda en el borde, burbujeando por unos segundos. Luego, se seca.

Se levantó de un tirón, y se recargó sobre el árbol. Me miró unos instantes sonriendo.

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Datos Vitales

Me llamo Eric M. Avila Ponce de León, soy de Mérida, Yucatán, México.  Nací el 18 de enero de 1987. Soy Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Actualmente realizo una Maestría en Letras Hispánicas en la Universidad de Arizona. Mi principal área de investigación es la relación entre la filosofía alemana y la literatura mexicana. Tengo un libro de relatos publicado por el Ayuntamiento de Mérida, se titula Modelo primero. Como escritor me aproximo al amor desde el nivel de la interrelación de consciencias que provoca, para así darle una base más óntica al sentimiento, más fenómeno a la emoción, o en otras palabras —sin querer sonar ni profundo ni cursi—: más amor al amor.

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