Presentamos, en versión de Guillermo Arreola, un texto del poeta norteamericano Alfred Corn (Georgia, 1943). Es autor de más de una docena de poemarios entre los que se cuentan Tables (2013), Contradictions (2002) y Stake: Selected Poems, 1972–1992 (1999). Corn ha merecido distinciones como el Levinson Prize de la revista Poetry así como el Premio en Literatura de la American Academy and Institute of Arts and Letters.
UN DIARIO DE OREGON
I
Por la tarde las olas son puro vaivén
cuando la marea repunta, y el derrotado ojo se retira
a echar ancla en la escollera. Vacante de agua,
el pie del arrecife era un seco paisaje marino
de anémonas verdes y un banco de mejillones azul plomizo
crujiendo en el doloroso torrente del aire.
Los depredadores, entonces, la caléndula y las estrellas rosa hígado
caían en posturas de bailarines a los charcos entre las rocas,
vencidas contra las costras de percebes.
Ahí está ahora,
magnificada por el tiempo, observando;
tu expansivo cabello se agita, se esparce.
Recogiste una concha de mejillón vacía, pareada aún,
y me ofreciste la mitad, una vieja y deslucida cucharilla,
su diminuta concavidad perlada de grisáceos arcoiris.
Algo en tu aspecto o en la tenue luz
dice que no siempre estaremos juntos.
Al fondo, alterosos grupos de un blanco imperecedero
tañen contra la brisa del mar.
No creo que los hayas visto, o a mí, probando
la dureza de hueso en el filo de la concha.
Intenté romperla, luego la devolví a la gran fábrica
del océano donde será triturada
y renacerá como alga, pez, pájaro,
estrella –u otra instancia de su ser.
II
Aparecieron
las fiebres, luego un delirio azul nieve,
posiblemente el origen de las primeras imágenes:
de noche el paso apresurado sobre arenas audibles,
la mente escombrando la neblina
de agitadas superficies, sentir fiebre
junto a las siluetas de las rocas.
Una luna lechosa,
no, una aspirina rota trocando la aplomada bruma
en platino con su avinagrada luz.
Vimos
el reflejo de una estrella salobre en la lluvia,
de este lado el alcance de las olas…
no reconoce el sosiego;
como si pudiéramos yacer y las olas
no dejaran resonancia en nuestro oído interno,
y las mareas altas no procurasen cambios de percepción.
Los mejores temas son los que nos conmueven, los que de cerca
sigue la mano que deslizándose registra,
balancea el motivo de figura y línea.
Mis ojos se dilataron, jalé las cuentas
de textos de ensueño conforme al transcurso de cada día,
y nuestro reloj nocturno, cuadrante lunar,
crecía con el tiempo que pasábamos juntos.
III
La mañana y el sendero de un jardín: hojas que parecen
comestibles como lechuga a no ser
por sus dentados márgenes, que prometían un ácido jugo verde.
Hortensias, enormes esponjas índigo,
los carnosos pétalos ensopándose de rocío.
Flores de lavanda –una primavera
delincuencial–, doblegadas ebriamente en sus vapores,
me tocaron un hombro cuando pasé, un baño
matinal…
Dije, durante nuestra caminata
del bosque mar arriba: “Sólo dos cosas
hacen que la vida valga la pena.
Una es el amor.”
– “¿Y la otra?”
– “La memoria.”
Parecía verdad: ¿de qué otra forma transcurren las muertas
extensiones del tiempo sin abrir el álbum
de desgastadas fotografías, antiguos errores, bailes de antaño?
¿Sin el tacto y los centelleos de la piel, sin sábanas, sin las apagadas chimeneas
de ojos a medio cerrar? Siempre menos ferviente
que yo, tú sugerías: “conversación, arte,
alimento, bebida”. Un compendio razonable.
Ascendimos por una extraña colina, iluminada
con la plata que se filtraba entre las hojas; practicando el naturismo,
el amor, la memoria. Viéndonos cómo nos movíamos
hacia el sol –una enorme flor de latón que se abría encima de mi cabeza–,
la luz del día se estrelló contra la quietud.
Me recosté
para aclimatarme a los cambios, reposando
en mi mundo, que no reconocía el tuyo. Arriba,
endebles columnas, coronadas con tipis hechos de hojas perennes
–los abetos se mecían, boyantes, agitados de nuevo
pacíficamente en la suave brisa–. Era un azul postrero,
y el más claro índigo, una tinta esencial.
Coexistimos. Un colibrí confundió
con flores nuestras prendas en los acompasados verde y marrón
que nos envolvían. Voló con movimientos
de helicóptero; vacilaba, perplejo ante la ropa
y se fue como llegó.
IV
Al mediodía: una mezcolanza japonesa de algas morenas
crujía bajo los pies. Más adelante los secos tablones
que el mar arrastraba, esculturas abandonadas, antiguos
metales profundamente rayoneados, según nos dejaban ver sus vetas.
La arena cambia frente a nuestros ojos,
curdoroy espacioso como una ballena, prendas áridas, estampados
horizontales en apagado muaré gris.
Todo es momentáneo, los colores, las líneas.
Inventamos el mundo y una espaciosa copa para albergarlo:
vi rústico y hermoso pasto marino enraizado
en las más finas arenas, y quise decirlo.
Descubrimientos conmovedores, fiebre, flujo de arena,
voces que demandan forma para los días
que han olvidado sus colores…
Allí dio inicio todo, entre el oscilante blues y
la plata pautada. Algo haré,
versos brillantes para mí o para el uso de alguien más,
luz de otros mundos fundiéndose con éste.
V
El viaje hacia el interior –otros árboles.
Paisajes, superficies verdes perforadas
por techos aldeanos, de tejas planas y ligeras como satín gris.
Los arces mostrando sus amarillos brotes,
y franqueamos un no pueblo cuyos señalamientos le daban nombre:
Remoto.
¡Siempre es tan cansado manejar colina abajo!
Pasamos frente a mirtos y piceas en fila, sin prisa.
Reconocí el rojizo madroño,
una especie de árbol mito, que algún niño
pudo haber dibujado. Parecía tan fuera de lugar
allí entre elegantes construcciones
de picea y abeto. Las coníferas, tan arcaicas,
tan al margen del tiempo, de pie tan nuevas,
azules y sempiternos árboles de navidad.
VI
Un cementerio tierra adentro:
en la cumbre de una larga, cálida colina,
tierra enrojecida y hojas de roble oscuro;
grave formalidad de piedras inclinadas, fechadas
en los años sesenta y ochenta. “Mr. Daniel.
–Su muerte hizo más necesario al cielo.”
Debatimos la interpretación de este epitafio.
No lejos, bajo la pordiosera sombra
de un madroño con musgo comestible, una piedra cariada
se asfixiaba bajo una telaraña de algarroba.
Unas descoloridas flores de plástico morían de hambre en el arenoso suelo,
verde-amarillo y rosa. Adiviné las verdaderas facciones
de la muerte, casi reían, y después escuché
un cascabeleo de chapulines en los tibios tallos.
¿Eran serpientes venenosas? Me sentí contento de sentir miedo
de nuevo –no gracias a la muerte, que vuelve el vivir
casi innecesario.
Cada quien buscamos
monumentos con nuestros nombres. Hallaste uno.
Los pensamientos eran acacias cuando me senté y los observé,
cabezas de alfileres lanzadas entre los indolentes árboles.
Cuando nos marchamos, lamentaron las piedras que no nos pudiéramos quedar.
VII
Habiendo parado en un hotel, una habitación al arbitrio del fin.
Todo encuentra margen
en zonas sombreadas –mar, amor, tiempo pasado.
El diario podría servir como un ancla,
un registro de hechos en la más densa vaguedad.
Así fue, excepto por las omisiones, concesiones
para el tacto, ensueño, forma; y el canturreo
del detalle persistente, cambios, azules eléctricos y platas
–el modo en que después encuentras
un hilo en una textura que no parece otra cosa
más que rompecabezas y telarañas.
¿Me hospedaría
de nuevo en aquella habitación? Las pruebas del pasado
se lavan allí todavía, un manuscrito atestado
de cambios, serpenteado de supresiones.
Alguien se detiene, colocando una mano en la plateada
perilla de la puerta, intentando recordar con precisión.
Pero el instinto, rehusándose a una última
revisión, aguarda y deja la puerta entreabierta.
El océano dice que el pasado es un proyecto
con segunda parte.