Presentamos un texto del poeta y narrador salvadoreño Jorge Galán (San Salvador, 1973). Mereció el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines con el libro “El estanque colmado”, publicado por Visor en 2010. Galán ha publicado además La ciudad (Ed. Pre-Textos; Valencia, 2011). Valparaíso Ediciones publicó recientemente su primera novela en España, La habitación al fondo de la casa.
Los trenes en la niebla
Los trenes salían de la niebla. Me dejaban atrás.
Yo era su pasado más inmediato.
Entonces vivía al final o al inicio de lo que llamábamos horizonte
y veía subir y bajar a tantos que aprendí a saber quiénes no iban a volver más.
No puedo decir que lo veía en sus ojos ni que algo les cubría
pero aprendí a distinguirlos como se distinguen los vivos de los muertos,
cuando el frío hace que no nos queden dudas.
Sé que nací un noviembre en una época donde aún existían las cartas de amor.
Ese día era otoño en alguna parte, pero acá era invierno con lluvias.
Y sé que a nadie interesan estas cosas, pero ese año,
el último día de diciembre, a medianoche, mi madre y la familia
de mi madre esperaron en el patio trasero, sentados a la mesa,
la caída del tiempo de los hombres. Pero nada pasó, les habían mentido,
las escrituras no cumplieron su promesa, ni una figura
descendió de las nubes ni se escuchó campana alguna ni trompeta.
Decepcionados, caminaron a través de una línea de tren hacia la oscuridad.
Sus rostros eran la tristeza. Poco les quedaba, alguien, nunca
se dijo quién, dio fuego a la iglesia y esta ardió hasta el amanecer,
se consumió hasta volverse una breve memoria y no se le volvió a levantar
y yo crecí como una pupila que se acostumbra a la sombra.
Era un chico cuando escuché el primer silbato
y hacía mucho que no era más un hombre cuando vino a mí el último,
y era tan semejante al primero que creí que era el mismo.
Y entre el primero y el último, un instante, un aliento del mundo.
Una vez vi un hombre que venía de la nieve, era oscuro
como aquello que la luna no puede afectar con su magia en el fondo del mar.
Fue él quien me habló de los enormes hielos que se paseaban
sobre la superficie de las aguas como ciudades muertas sobre una pupila,
hielos como planetas en el desierto de lo inconmensurable.
Puedo decir que sus manos eran frías y gruesas y lo mismo podría
decir sobre sus ojos y quizá sobre su alma: he probado la carne del lobo
y del zorro y del hombre, me aseguró. El Ártico es una selva blanca,
la vida ahí no es un cuento que alguien narra en un bar, ahí el filo brumoso
de un cuchillo, ese brillo, hace la diferencia entre el ahora y el después.
Un día, una mujer vino del mar. Entonces del mar no sabía más que historias
de asombrados viajeros. Desconocía la lengua de las palmeras
o el crujido de la madera de los muelles, pero ella me cubrió por completo
y yo me derrumbé como un albatros que cae después de mil días de viaje
para morir bajo el oleaje, y ella me aseguró que sus palabras
eran como el canto de las ballenas y no debía temer,
que la tormenta nunca temió del mar. Y no temí.
Por tres meses un aliento salado me recorrió todo mi cuerpo,
y cuando, llegado otra vez el tiempo de las lluvias, ella no miró atrás
y su espalda adquirió la forma de una raya, la miré perderse
en el sur tempestuoso sin atreverme a nada, sin saltar
hacia ese acantilado que se abría ante mí como un cielo distinto,
sin emitir un leve susurro emocionado.
Y así todo pasó y las estaciones del mundo cambiaron otra vez y otra vez.
Marzo tenía olor a mandarinas y diciembre a manzanas frescas.
Y un día, envejecí de pronto cuando el temblor de mi mano
me impidió repartir unas cartas. Y fue entonces
que alguien me preguntó mi nombre y lo había usado tan poco
que no lo recordé. A la mañana siguiente, luego de vender el último billete
para el tren de la tarde, salí y bebí y volví a beber y bebí tanto
y luego dormí tanto que al despertar nada era ya lo mismo.
Comprendí que todo había quedado atrás hacía demasiado tiempo.
La madre y la familia de la madre se habían detenido en alguna parte
que ya no recordaba ni quería recordar.
Una sola taza había en la alacena, una sola cama en la habitación,
una sola silla, un cepillo de dientes en el baño de esa casa
de madera sin pintar, visitada únicamente por los mosquitos
y las voces de unos que ya no estaban ahí pero que insistían,
llegada la noche, en conversar sobre tiempos antiguos.
Hacía tanto que me había vuelto tan solo una figura
que cada madrugada también salía de la niebla.
Y lo sabía todo, lo había comprendido.
Jamás había tomado el tren hacia las montañas ni hacia el mar
ni hacia ningún país vecino ni hacia ninguna parte.
Esa mañana no quise volver más y ya no volví más a ningún sitio.
Desde entonces ya no recuerdo ni sé mucho,
y no poseo más que una única certeza: que como yo,
todos aquellos trenes también salían de la niebla.