La Historia mínima de la lengua española I

Primera entrega de La Historia mínima de la lengua española en la columna Museo áureo de  Martha Lilia Tenorio quien se desempeña como investigadora y docente en el Colegio de México y en la Universidad de Chicago siendo referencia de la filología hispánica, autora de importantes estudios sobre sor Juana, Eugenio de Salazar, la presencia de Góngora entre los poetas de Nueva España y compiladora de la más completa antología de poesía novohispana

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La Historia mínima de la lengua española

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En el último capítulo de su libro El lenguaje, Edward Sapir dice: “El lenguaje está íntimamente ligado con nuestros hábitos de pensamiento: en cierto sentido, ambas cosas no son sino una sola”. Hablaré ahora de un libro de reciente publicación: Historia mínima de la lengua española, de Luis Fernando Lara (El Colegio de México, 2013). No soy especialista en la materia, pero esta obra no es sólo para especialistas; y no lo es, precisamente, porque parte de la premisa de que la lengua es una actividad del pensamiento, la actividad intelectual humana por excelencia, por tanto, algo que nos pertenece a todos y de lo cual todos podemos tener algo que decir.

            Desde el Curso de lingüística general de Saussure, se ha hecho la distinción entre historia “interna” e historia “externa” de la lengua. La primera da cuenta de la evolución fonética, léxica, gramatical de una lengua; y la segunda tiene que ver con circunstancias históricas, geográficas, sociales, culturales, que quedan fuera del funcionamiento lingüístico, pero que pueden “asociarse” a la evolución de la lengua. Parece suponerse, pues, que a lo largo del proceso de formación y desarrollo de una lengua, los hablantes no tienen intervención alguna; que la lengua es un sistema cerrado, autosuficiente, que contiene dentro de sí todas sus razones, proyecciones y probables desarrollos futuros. “Las lenguas viven por sus hablantes; la historia no «se asocia» a su evolución interna, sino que es la causa de su evolución” (p. 15). Es verdad que el hablante común, el de a pie, tiene poca o ninguna noción de la fascinante historia, de la riquísima tradición que actualiza cada vez que abre la boca. Si algo provoca este nuevo libro, en cualquier lector, especialista o no, es la orgullosa conciencia de lo que significa poseer una lengua, de lo que significa, en nuestro caso, que nuestra lengua sea el español.

            La propuesta metodológica es la concepción de la lengua, a la manera de Humboldt, como una actividad, no como un producto. Los testimonios aducidos a lo largo de este estudio (latamente podríamos decir “los hablantes”) no son meras fuentes de datos, sino que se presentan como realidades verbales de una comunidad histórica.

            Como actividad del espíritu, como ejercicio vital del ser humano, la lengua está siempre en proceso, en constante evolución. De ahí la eterna tensión entre su libre ejercicio y la necesidad de darle fijeza, de conjurar la amenaza de su disolución. El propio latín, no obstante su gran tradición escrita, evolucionaba, a ojos de los gramáticos tradicionales, “incorrecta y peligrosamente”. Aquellos Ur-akademiker o protoacadémicos se dieron a la tarea de compilar en prácticos manuales las “incorrecciones” en que incurría la gente, prescribiendo, al mismo tiempo, qué era lo correcto. Es muy muy ilustrativo el caso del Appendix Probi, que elaboró un supuesto Probo entre los años 200 y 320. La estructura de este apéndice es básicamente: “No se dice así, se dice asado”. Del lado del no está el habla de la gente; del lado del , el latín culto. Interesa el primero, porque es el que recoge la realidad, y esa realidad evidencia que las tendencias al cambio lingüístico originado por el hablante no han variado tanto. Así, según Probo, no se ha de decir “purpureticum marmur”, sino “porphireticum marmor”; no “toloneum”, sino “tolonium” y no “splecum”, sino “speculum”.

En esta lista podemos distinguir claramente cuatro tendencias: la primera, adaptar el cultismo ajeno (porphireticum: nombre griego del color morado o púrpura) a la fonética de la propia lengua (que, por cierto, dio lugar al “purpúreo” que tanto escándalo ocasionó cuando Góngora lo incorporó al español, y que ahora es una palabra del todo común); la segunda, cerrar la vocal átona final (mamor > marmur); tercera, la hipercorrección de hacer hiatos los diptongos: curiosa reacción correctora, de parte del hablante, que responde a la “incorrección” en que incurre el propio hablante cuando diptonga los hiatos: no se ha de decir toloneum sino de tolonium; finalmente, en el Appendix  encontramos ya uno de los hechos más importantes en el proceso de romanceamiento: la caída de la vocal postónica, que dio lugar a fenómenos fonéticos definitivos en la conformación del español.

            Todos los errores reprobados están documentados en textos de la península ibérica, lo cual habla de la admirable cohesión y unidad del latín vulgar: este Appendix, escrito en África o Italia, da cuenta también de lo que pasaba en el latín hispánico. Y se puede ir un poco más lejos: la asombrosa vigencia de esas tendencias “erróneas”. Por ejemplo: en La Piedad, Michoacán, llaman “juasomaras” a los que se van a trabajar a Estados Unidos, porque cuando regresan de visita no se quitan de la boca el “What’s the matter”; mis paisanos trabajan en el ranchu, ven en el circo a los liones, vienen a la capital para ir al tiatro, copean en los exámenes y cambean estampas. Nada que hacer al respecto: el hablante es dueño y señor de su lengua. En relación con el Appendix Probi, comenta Alatorre que en el pleito entre el autor y el vulgo reprobado, quien ganó, quien tuvo la razón, fue decididamente el vulgo. El producto tiene valor de testimonio, pero lo que importa es la actividad, que, a la fecha, aunque el “producto” ya es otro, sigue actualizando esas tendencias subterráneas, presentes desde el latín hispánico.

            Si además de ver en la lengua una serie de datos léxicos, fonéticos, sintácticos, etc., vemos la actividad incansable de un conjunto de hablantes condicionado por su cotidianidad, por sus necesidades de expresión, por su conocimiento o por su desconocimiento, por su cercanía con un lugar o con otro, por su religión, etc., el recorrido histórico es apasionante. Luis Fernando Lara pone ante nuestros ojos, de manera clara y elocuente, la serie de hechos históricos, geográficos y sociales que se conjuntaron para que nuestro español sea lo que es hoy en día. Un panorama rapidísimo: las diversas lenguas que existían en la Península antes de la llegada de los romanos, lenguas que influyeron en el latín hablado por los soldados, que, a su vez, no procedían todos de Roma, sino de diversas zonas de Italia, donde todavía se hablaba osco, sabino y umbro; la política colonizadora de Roma que respetaba, cuando las había, las estructuras políticas, sociales y culturales de los pueblos colonizados, y su incansable actividad urbanística en pro de la eficiente comunicación de las diversas zonas del imperio, hechos que dieron lugar a la convivencia de las lenguas y la pervivencia de diversos sustratos lingüísticos; la presencia judía; el cristianismo y las peregrinaciones; el debilitamiento del imperio, con la consecuente marginalidad de la llamada Hispania; lo que dejaron las dos grandes invasiones sufridas por la Península: visigodos y árabes; el descubrimiento y conquista de América; los sustratos lingüísticos americanos y la política colonizadora, no tanto de los conquistadores, cuanto de los misioneros; el orgullo criollo y luego el americano, tan ligado a la labor filológica de nuestros letrados de fines del siglo XIX. En fin, que muchos más hechos que la diptongación de las vocales breves latinas o la “yod”, por simplificar demasiado, intervinieron en la conformación del español en que hoy millones de hablantes nos expresamos.

            Según explica L. F. Lara, un “acto verbal” “adquiere su forma cuando la comunidad le reconoce un sentido y lo valora en cuanto tal”. Por lo tanto, “la historia de la lengua consiste en el estudio de aquellos conjuntos de actos verbales que han ido dando lugar a la evolución de la lengua en condiciones históricas específicas”. Con esto en mente, estructura su historia a partir de dos conceptos fundamentales: el de tradiciones verbales y el de tradiciones discursivas. Importa destacar el término tradición, que implica que la evolución de la lengua no es un fenómeno natural que ataña únicamente a la lengua misma, sino un proceso histórico determinado social y culturalmente.

            Los conjuntos de actos verbales en tanto que posibilitan que una comunidad conciba su entorno y su vida cotidiana, se entienda, se exprese, acumule experiencia y saberes, conforman “tradiciones verbales”, “maneras de decir” que una comunidad reconoce e identifica como propias. Aquí quiero comentar dos casos, bien analizados por el autor de esta Historia. El primero tiene que ver con el ya mencionado Appendix Probi; este apéndice documenta muy claramente el momento en que el latín hispánico empieza a singularizarse: aunque no era ésa su intención, en su alarma ante la expansión y consolidación de usos “incorrectos”, el tal Probo testimonia el surgimiento de una nueva tradición verbal absolutamente cohesionada en su “incorrección”.

            El segundo caso es el de las glosas emilianenses y silenses. A partir del concepto de tradición verbal (que enfatiza la condición de que la comunidad haya hecho suya una lengua y se identifique con ella), L. F. Lara considera discutible el valor que tradicionalmente se ha concedido a estas famosas glosas como los primeros documentos del castellano escrito. La función de las glosas es aclarar pasajes complicados de los evangelios y de otros textos litúrgicos; el hecho de que los monjes de La Rioja recurrieran al romance para ese ejercicio, un ejercicio muy individual, pero que implica proyección hacia la comunidad lectora (por reducida que fuera), es indicativo de una comunidad de hablantes que sobre la lengua culta, escrita, ha privilegiado la lengua que habla todos los días, su propia tradición verbal, la que siente suya. Aunque entienda también la lengua culta, ya no la siente como propia. Los glosadores explican en su romance vocablos latinos que ya no se entendían; aclaran funciones sintácticas que habían dejado de ser transparentes para el orden de palabras del romance, o especifican con preposiciones el valor circunstancial de algún ablativo latino. Sin embargo, pecaríamos de ingenuos si nos creemos que exactamente así hablaban estos monjes riojanos, que sus glosas son una representación fiel de su habla cotidiana. Al fin parte del estamento letrado, no pudieron resistirse al prestigio del latín, al que apelan para “mejorar” el sermo rusticus del cual pretenden ser expresión. Su reconstrucción del romance es, pues, algo artificial, además de que el romance representado no es el dialecto castellano, entonces minoritario y ágrafo. Estas glosas no pueden ser ese monumento del castellano, por la simple y sencilla razón de que los hablantes castellanos eran aún más rustici que su sermo y no sabían escribir.

            La historia, me decía una maestra de bachillerato, no se hace por decreto. Veremos la próxima vez que mucho más significativos para la historia de nuestra lengua que las publicitadas glosas fuero dos fenómenos paralelos que documentados en el siglo XII. El primero: la penetración del dialecto de Castilla en documentos notariales; el segundo: la conciencia que los hablantes empiezan a manifestar de que su romance no es una derivación incorrecta del latín, sino una lengua en toda forma. Queda el análisis de estos dos fenómenos y la aparición del castellano literario para la próxima.

 

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